martes, 27 de mayo de 2014

LA DRUIDESA Y EL CABALLO



Desde el espacio, cuanto más se elevaba más negro parecía el bosque Negro. Debía de ocupar toda la Tierra, pues por vertiginosa que fuera la distancia etérea de la observación, no parecía tener fin. Los más aventurados y audaces cazadores del poblado decían haber visto grandes extensiones de tierra desnuda, de color marrón claro, donde sólo crecían pastos y algunos matorrales, pero hasta donde alcanzaba la vista de Taranis no conseguía ver más que la masa verdinegra, misteriosa e inextricable del bosque Negro. Lo único diferente eran las altísimas y lejanas fumarolas que brotaban por el este, cerca del gran lago Kimbergsee ahora invisible, donde decían que moraba la madre Dana, además del monte Feldberg cubierto en ese momento por una pátina violácea por la húmeda lejanía

Cuando montaba a Cabull no podía determinar si soñaba o vivía la realidad. Sobre el bellísimo y prodigioso caballo blanco, casi todo lo material pasaba para sus sentidos a un estado cuya proporción de materialidad nunca era capaz de determinar; tal vez el lago y las montañas estaban tan sólo en su imaginación soñadora, como la extensión verdinegra que, abajo, no parecía tener fin. Su melena rubia se expandía y flotaba como si se sumergiera en las aguas termales de la gruta de los dioses menores, desaparecía el cansancio si lo padecía, su espíritu alcanzaba un estado de placidez infinita y llegaban a su olfato aromas tan placenteros que no podían existir. 

Por todo ello, volar no era tan sólo una facultad. Era, sobre todo, una necesidad, cuando las circunstancias ponían demasiado en evidencia el destino que le esperaba si no lograba el medio de librarse de la más agorera de las acechanzas y malquerencias de su vida. Cabull le había sido ofrecido por su padre cuando cumplió los diez años; al principio, notó que el caballo saltaba sobre cualquier obstáculo que hubiera en los caminos, sin que necesitase una orden; más tarde, probó a obligarlo a saltar sobre los arbustos y los matorrales; un día que se encontró a punto de refrenarlo frente a un corpulento roble que se interponía en la dirección por donde deseaba transitar para observar unas piedras humeantes que le habían descrito; el caballo saltó como si jugara pero en seguida sobrevoló el gigantesco árbol sin ninguna dificultad. Pocas semanas más tarde, descubrió que Cabull se lanzaba hacia las nubes más altas cuando alguna pena ensombrecía el ánimo de la muchacha.

Taramis no era capaz de responder con odio al odio ni de maquinar defensas contra los sutiles ataques de la rival enloquecida, problema cuya búsqueda de solución ocupaba últimamente la mayoría de sus vuelos.

Todo había comenzado cuando cumplió los quince soles y se extendió a lo largo de los bosques y por todos los clanes la fama de su belleza. Los ojos azules que superaban la profundidad y el misterio del más hermoso lago, la luz irradiada por toda su piel de pétalos de flor, el pelo pajizo que volaba como el pensamiento, el cuerpo enjuto y vigoroso a un tiempo, la sensualidad de la diosa metida en una frágil gacela, capaz de conmover hasta los más pétreos corazones.

Pensaba una tarde en la extraña enemistad de la druidesa del clan más cercano al suyo, enemistad insólita en los bosques que habitaban los celtas, mientras miraba por la ventana el oscilante ramaje de un roble centenario, cuando la voz de su madre sonó a sus espaldas:

-Taranis; el bardo te ordena que acudas a su presencia cuando el sol comience a dormir.

Sin volverse, a Taranis se le ensombreció el ceño. Nunca había hablado personalmente con el bardo, que ni siquiera le había dedicado jamás un saludo personal.
Penó toda la tarde, porque temía haber cometido sin darse cuenta una mala acción. En realidad, vivía en un estado de tensión latente desde que cumpliera los nueve soles, cuando comenzaron a manifestarse síntomas que podían revelar el toque de la diosa. Fueron sus compañeras de juegos las que le obligaron a observarlo: cuando jugaban en zonas muy intrincadas del bosque, los animales grandes y las fieras eludían acercarse; se apartaban a un lado frente a ella o, sencillamente, daban vuelta sobre sí mismos y corrían en la dirección contraria. En cuanto las otras niñas divulgaron en el poblado la posibilidad de que la diosa la hubiera favorecido, empezó a sentir un vago temor que la acompañó siempre, sobre todo cuando un adulto la miraba fijamente a los ojos. Su mayor preocupación era que pudieran acusarla de alguna clase de impostura, idea que reforzaba su rubor casi continuo. Ahora, la llamada del bardo podía ser para recriminarle algún acto de presunción del cual no hubiera sido consciente, porque la verdad era que discutía con bravura con sus amigas, tratando de quitarles de la cabeza la idea de que la diosa hubiera pasado la mano por su frente.

El bardo permanecía todos sus días en una magnífica cabaña construida al lado del nementone, proximidad que se debía a su obligación de mantener limpio y despejado el impresionante círculo de piedras donde celebraban las ceremonias, bajo las mayores afloraciones de muérdago de todo el bosque.

Tras cerciorarse de que los rayos del sol no acariciaban ya ni las ramas más altas de los árboles, pidió permiso para entrar en la cabaña. No recibió respuesta. Apartó el cortinaje de piel de oso y adelantó un poco el rostro hacia el iluminado interior, comprobando que el bardo Taliesin se encontraba tan enfrascado en lo que estaba haciendo, que seguramente no la había oído.

Tuvo que superar la timidez para alzar la voz un poco más:

-Bardo Taliesin, ¿puedo entrar en vuestro aposento?

Notó que el anciano estiraba un poco el cuello, aunque no llegó a volver la cabeza.

-¿Eres Taranis?

-Sí.

-Entra y acomódate sobre ese haz de ramas.

En cuanto obedeció, el bardo reanudó su labor. Maceraba en un matraz yerbas o frutos que Taranis no pudo identificar desde donde se encontraba. Taliesin se concentraba siempre en los ritos hasta casi el trance, pero ahora no sólo parecía en trance sino arrebatado por alguna clase de encantamiento. Visto de perfil, debido a la abstracción de su rostro, parecía poseído por la suspensión vital de la muerte, por lo que la muchacha sufrió un escalofrío muy intenso.

-No me distraigas con emociones tan fuertes, Taranis –reprochó el bardo-; debo terminar este elixir antes de que la diosa Luna riegue el bosque.

Con objeto de ser capaz de obedecer, Taranis dejó de mirarlo y volvió los ojos hacia la tierra apisonada del suelo. Todas las cabañas del poblado eran circulares, pero no todas tenían dentro el reborde de piedras que circundaba la estancia de Taliesin, donde el lecho sólo podía intuirse tras un pesado cortinaje de bejucos trenzados. La mesa no era tosca como las de todas las familias, sino que había sido construida con tablas desbastadas y pulidas, presentando ahora encima un desordenado batiburrillo de probetas, velones encendidos, tarros llenos de líquidos de muchos colores, matraces, haces de yerbas y montoncitos de frutos. Aunque no hubiera demasiado metal a la vista, y todo fuera casi igual que en las demás viviendas, la de Taliesin resultaba mucho más suntuosa. Por tal razón, coligió que la estancia del Druida, situada al otro lado del nementone, debía de ser inimaginablemente rica.

-Vas a cumplir diecisiete soles, Taranis -murmuró Taliesin sin mover los labios.

La muchacha asintió, en silencio. Todos sabían en el bosque los soles que cada uno cargaba en su costal de la vida, por lo que no tenía nada que añadir.

-Es la edad en que debes comenzar a dar la cara a tus responsabilidades.

Esa frase le pareció amenazante. Nunca le había comunicado su madre que tuviera que afrontar cualquier clase de responsabilidades en el futuro. ¿Qué quería decir el bardo?

-Lo que quiero decir –añadió Taliesin-, es que voy a empezar a formarte como futura druidesa.

Taranis sintió que caía una roca gigantesca sobre su cabeza.

-¿Recordáis, señor, que soy Taranis? –el bardo no la había mirado todavía.

-Sé muy bien que eres Taranisi, y tú también sabes que este día había de llegar. A menos que quieras ofender a la diosa mostrándole tu ingratitud.

-No… -Taranis balbuceó. 

-Iniciarás tu formación junto con Taunis y Fergus, pero siempre he sostenido ante nuestro querido Druida que tú eres la mejor dotada para ser la próxima druidesa. Tu luz sólo tiene un punto de oscuridad: el odio que te profesa la druidesa Dagda, nuestra vecina. Y como bien sabes, para tu consagración final a los veinticinco soles, necesitamos la concurrencia de otros dos druidas aparte del nuestro. Tienes que reunir luz en tu espíritu suficiente para vencer las tinieblas que Dagda riega sobre ti desde hace más de un sol.

-¿Sabéis por qué?

-¿Nadie te lo ha dicho?

Taranis agachó la cabeza. Sentía vergüenza de su ignorancia, pero era verdad que nadie le había aclarado las razones del odio de Dagda, a pesar de que hacía varias lunas que sentía la sombra de ese odio. Nunca había visto el rostro de Dagda y, sin embargo, sus rasgos aparecían con mucha frecuencia en sus pesadillas.

-Desde hace diez soles, Dagda considera  que es la mujer más hermosa del mundo –añadió Taliesin con voz gutural-. Ahora tenemos que encontrar el modo de que todos olvidemos tu belleza deslumbrante para que asumamos que figuras en el trío de aspirantes a druida, junto a esos dos jóvenes. 

Taunis y Fergus eran dos fuertes muchachos por los que suspiraban casi todas las adolescentes del bosque. Hacía varios soles que ambos eran señalados como probables sustitutos del Druida. Taranis no creía que nadie hubiera hablado nunca de que ella también pudiera ser candidata. Aunque le causara tanta desazón, la malquerencia de Dagda tal vez pudiera librarla de ese peso tan tremendo. Se consideraba una adolescente corriente y nunca había tenido más anhelo que ser amada por aquél al que amase, que podía muy bien ser uno de los dos futuros aprendices de druida. La fama de su belleza se había convertido en un fardo en sus espaldas, como el mismo Taliesen acababa de señalar explícitamente.

-¿Imaginas cuál es la raíz más profunda del odio de Dagda? –preguntó Taliesin volviendo por primera vez el rostro hacia ella y mirándola muy fijamente.

Taranis cerró los ojos, bajó la cabeza y negó suavemente.

-Una característica –continuó Taliesin- que, desde mi punto de vista, la descalifica para su misión de druida: La inseguridad. Una debilidad que ella demuestra con celos y suspicacia. A lo mejor has oído mencionar lo que pasó con su primer esposo…

Aún con los ojos bajos, Taranis negó con la cabeza.

-También era un hombre extremadamente bello –continuó Taliasin-. A lo mejor lo has visto alguna vez, o seguramente lo has oído nombrar, porque lleva el nombre de nuestro padre Lugh.

Taranis sintió un estremecimiento. Claro que había visto a Lugh, a cuyos padres habían tildado muchos de blasfemos por llamarlo con el nombre del dios supremo. A despecho de que Taliesin afirmase que era bello, el que ella recordaba era un hombre que producía espanto. Vagaba por los bosques completamente desnudo, y ocioso a causa de su cojera; la barba hirsuta le colgaba libre hasta más abajo de la cintura y su poblada melena de color ala de cuervo caía desordenada por su espalda, formando una cascada que llegaba a tocarle los muslos. Era un loco pacífico, que no agredía a nadie pero a todos asustaba. Topaba con él de vez en cuando, ya que cuando no jugaba con sus amigas, recorría el bosque en busca de yerbas raras, por mandato de su madre. Una de las veces, él la miró muy fijamente y pareció que intentaba sonreír, pero Taranis no tuvo tiempo de ver si lo hizo porque echó a correr.

Taliesin continuó:

-Lugh era no sólo bello como una gema, ya que poseía muchas virtudes. De niño, lo habían designado para formar parte de la tríada a educar para druida, pero no llegó a serlo. Mas sus dotes y habilidades, así como su capacidad de sanar a los heridos, le granjearon muchas simpatías y llegó a tener mucho poder y ascendencia sobre la mayoría de los jóvenes de su clan. Fue enriquecido por la fortuna y llegó a poseer casi tanta ascendencia como un bardo; la suya era una de las mejores cabañas, poseía un uro macho y dos hembras, más un rebaño grande de ciervos. Sin ostentar ningún cargo en el clan, era determinante su influencia, ya que los hombres lo eligieron libremente como general para cuando hubieran de pelear batallas. Por todos esos motivos, Lugh era deseado como esposo por las mejores muchachas del clan y, por supuesto, también por Dagda, que acababa de ser consagrada como druidesa. Celebraron esponsales cuando ambos contaban veinticinco soles, pero muy pronto corrió por el bosque el rumor de que a Lugh no le bastaba con un solo amor. Ser druidesa dotaba a Dagda de muchas facultades, y una era la de tener servidores dispuestos a hacer lo que ordenase. Torturada por los celos, mandó a uno de ellos que vigilase a su esposo noche y día. No hicieron falta muchos, ya que pasado un cuarto de luna llegó el sirviente con la noticia de que Lugh retozaba a escondidas, a la vera del lago Kimbergsee, con una muchacha romana. El sirviente describió a ésta como el cúmulo de la voluptuosidad. Dagda le mandó describir con los detalles más meticulosos el lugar donde los amantes acostumbraban a retozar. Un día que Lugh se marchó temprano “a pastorear”, según dijo, Dagda aguardó a que el sol comenzara a descender para tomar el caballo y marchar con dirección al lago. Tras la larga cabalgada, se aproximó sigilosamente al punto descrito por el sirviente y los vio. Impúdicos, se revolcaban sobre la hierba al aire libre. Arrebatada por una ceguera insoportable, Dagda espoleó al caballo hacia la pareja y lo refrenó cuando estaba sobre ellos, de modo que una de las pezuñas coceó aplastando el pie derecho de Lugh. La cojera fue su primera desgracia, porque ya sabes que no es buena cosa ser un lisiado entre los celtas. Perdió el favor popular que disfrutaba y poco a poco perdió su fortuna también, e inclusive su casa. Un sol después de aquel suceso, inició esa peregrinación por todos los Bosques Negros que aún prosigue. Mientras, el poder de Dagda no sufrió menoscabo, porque su bardo consiguió presentar la agresión como un accidente. Pero sigue desde entonces soñando con los brazos fuertes y viriles de Lugh, de modo que él se cree libre y mendicante, pero permanece vigilado a todas horas por los sirvientes de Dagda. Y resulta que hace ya más de un sol que se alaba tu belleza en todos los clanes de los Bosques Negros, y para colmo de males, Lugh anda propalando por todos lados que se ha cruzado contigo, se ha cegado por tu resplandor y que eres encarnación viva de la madre Dana.

Taranis sentía las lágrimas a punto de brotar de sus ojos, que trataba de que el bardo no viera. De modo que aquel pobre loco cojo le profesaba adoración. Si no hubieran sido tan graves las implicaciones del caso, se habría echado a reír.

Las lecciones comenzaron para el trío una semana más tarde. Sentados en las piedras del nementone, el druida y su bardo recitaron una y otra vez las fórmulas de los veintiún elixires, las invocaciones de cada uno de los dioses y los instruyeron en el uso de los instrumentos simbólicos, sobre todo la cruz-árbol de Karnun, que era el más pesado y difícil. Tres años después, los tres muchachos habían avanzado bien en su formación, pero el problema de Taranis continuaba irresuelto.

 

Según iba ascendiendo en el aire, más libre se sentía de la carga tan pesada depositada sobre sus frágiles hombros. Desde la conversación con el bardo había sido así, y mucho antes también; cuando fue tocada por la diosa, y desde el mismo instante en que se hizo evidente para todos en el poblado esa preferencia divina, su sentimiento más profundo había sido de miedo, que provenía de su convencimiento de que ella no podía estar a la altura de las responsabilidades de una druidesa, pues ser druida era la consecuencia ineludible del toque divino.

Pero después de tres años de aprendizaje, había superado la mayoría de los miedos y por muchos motivos comenzaba a sentir inclinación por llegar a ser la jefa suprema del clan. Había detectado gestos de vanidad y frivolidad tanto en Taunis como en Fergus. Notaba también que en tales momentos, el druida o su bardo fruncían levemente los labios, de modo que no se trataba de una impresión falsa ya que los dos hombres más sabios del clan reprochaban tales perversiones. Comenzó a desear que ninguno de los dos muchachos pudiese llegar a druida, de modo que como sólo quedaba un tercero y ese tercero era ella, fue reforzándose su determinación de conseguir ser la elegida aunque le pesase tanto.

Pero tales pensamientos se ensombrecían siempre por el recuerdo de la malquerencia de Dagda. En principio, era indispensable que Dagda la amase para poder ser consagrada, pero, últimamente, Lugh rondaba casi siempre por el territorio de su clan, y todos hablaban del caso. Mencionaban el deslumbramiento por Taranis como la más probable causa de las rondas del loco antaño tan poderoso. Taramis suponía que estos rumores harían enfurecer más aun a Dagda y la predispondrían contra ella con mayor fuerza.

Siempre que volaba, Cabull trotaba sobre las nubes con suavidad y sin ninguna clase de sobresaltos, pero en el momento que Taranis aventuraba para su propio pensamiento que Dagda continuaría odiándola para siempre, se encabritó.

-Calma- rogó Taramis mientras le acariciaba la crin-. ¿Crees que no tengo razón?

El caballo se aquietó instantáneamente, por lo que Taramis determinó que un equino tan prodigioso y tan viejo debía de conocer un medio de disolver la malquerencia de Dagda y que trataba de comunicárselo. Espoleó hacia abajo, con dirección al bosque, y refrenó bajo un bosquete de alisos junto a un rumoroso arroyo. Se apeó y, encarándose con Cabull, lo miró a los ojos. Notó un reflejo extraño en las grandes pupilas, por lo que giró el cuello. Lugh se encontraba a sus espaldas, con una exagerada expresión de alucinación en el rostro. Aunque él bajó un poco los ojos en señal de respeto, descubrió por primera vez su apostura embozada en la abundante y desordenada pilosidad. En el instante en que pudo imaginarlo tal como había sido, notó que el caballo cabeceaba como si asintiera. De manera impremeditada, ordenó a Lugh:

-Sígueme hasta el poblado.

La llegada del trío al centro de la aldea produjo una conmoción tan fuerte, que el clan en pleno salió a observarlos en silencio. La muchacha advirtió pronto el miedo en muchas de las miradas, sobre todo las femeninas, por lo que se apresuró a decir:

-Que nadie se inquiete.

Todos permanecieron en silencio, pero inmóviles como estatuas. Taramis giró sobre sí misma al tiempo que forzaba su imaginación, preguntándose cómo obrar.

La llegada apresurada de sus padres interrumpió sus cavilaciones:

-¿Qué te propones, hija? –preguntó su madre.

-No lo sé –confesó Taramis.

Cabull cabeceó de nuevo, ahora con mucha energía. La muchacha notó que trataba de hacerle mirar hacia el bardo, que había salido al umbral de su puerta y se encontraba aupado a una de las piedras del nementone. El cruce de miradas entre la alumna y uno de sus maestros produjo un efecto que se repetiría muchas veces  a lo largo de la vida de la futura druidesa; comprendió que podía oír la voz del bardo aunque nadie más lo hiciera. Escuchó que Taliesin decía en silencio:

-Ordena a Lugh que se arrodille y acuda hacia mí sin alzarse.

Se aproximó al desafortunado paria, que bajó de nuevo los ojos. No tuvo que ordenarle que se pusiera de rodillas, porque él lo hizo para besar el borde de su túnica. Nadie pareció extrañarse por la respetuosa postración, pero ella sintió que su rostro se cubría de rubor.

Se aclaró la garganta para ordenar:

-No te alces y, caminando sobre tus rodillas, acude ante nuestro bardo Taliesin.

Taramis vio por primera vez sonreír a Lugh. No era la risa boba de un enajenado ni la mueca imperfecta de la maldad. La boca masculina, casi oculta tras la abundante y sucia barba, se abrió como una madreperla, mostrando la resplandeciente blancura de la inteligencia gestual. La futura druidesa se preguntó cuál sería el verdadero Lugh, el apestado que todos eludían o ese ser excepcional que acababa de intuir a través de su sonrisa.

Arrodillado y desplazándose por tanto muy lentamente, su barba y su melena se arrastraban por la tierra. Parecía una especie rara de alimaña. Ante Taliesin, se alzó un poco pero sin ponerse de pie. El bardo le tocó la cabeza mientras señalaba adentro de su cabaña.

Cayó el pesado cortinaje de piel de oso tras los dos, en tanto que el clan en pleno permanecía en silencio y tan inmóvil como piedras. Taramis había elaborado ya completamente el plan, mientras el caballo cabeceaba alegremente, expresando su aprobación.

 

Pasada media tarde, el bardo Taliesin reapareció en la puerta junto a un desconocido. Mejor dicho, todos reconocieron de inmediato al hombre poderoso y triunfador del que la druidesa Dagda se había enamorado. Cortadas la barba y la melena, bañado y cubierto de ungüentos perfumados, Lugh vestía una rica túnica ceremonial de Taliesin. Erguido, limpio y con mirada serena, volvía a ser el mismo hombre que había sido, adorado por todas las mujeres de todos los clanes del bosque y muchas de las enemigas romanas. Sin embargo, no había recuperado la expresión despectiva ni la vanidad. Su expresión era firme, serena y confiable. Irradiaba honradez y lealtad. Resultaría inimaginable que un hombre como él pudiera incurrir de nuevo en adulterio.

Al principio fue un rumor, pero poco a poco fue convirtiéndose en clamor.  Todos conocían el condicionante que Dagda podía representar con vistas a la consagración de la futura druidesa Taramis, de modo que el clamor pasó a ser una letanía:

-Taramis, llévaselo a Dagda.

Cabull parecía decir también lo mismo, balanceando su tronco sobre las patas. La muchacha lo montó de un salto y pidió a su padre:

-Danos tu caballo, pues el caminar renqueante de Lugh sería muy lento.

El padre asintió. Un instante más tarde, Lugh fue aupado por dos hombres y, una vez en su montura, volvió a ser definitivamente el triunfador de antaño, pero madurado por la desgracia que había durado todo un curso solar.

Cabalgaron rumbo al clan de Dagda.

Durante la no muy dilatada cabalgada, Taramis no paró de conjeturar que la druidesa enviaría sus lanceros a recibirles. Seguramente, les esperarían antes de la entrada al poblado, para detenerlos o, tal vez, para matarlos. Cada vez que su mente se llenaba de malos presagios, notaba que Cabull agitaba el cuello, como si sacudiera la crin aunque en realidad sabía ella que estaba diciendo que no. Que no temiera. Que no se torturase.

La proximidad del poblado fue poniéndose de manifiesto por la abundancia de rebaños de unas reses extraordinarias que sólo criaban en ese lugar.

Taramis aguzó la vista, tratando de descubrir dónde podían esperarles apostados los lanceros.

Pero en lugar de lanceros, vio que varios criados saltaban de rama en rama en dirección al poblado –probables espías y se apresuraban a informar- y, un poco más adelante, escuchó la lira del bardo y una prodigiosa voz que daba la bienvenida a “la niña favorita de la diosa”.

El corazón de Taramis se sobresaltó. ¿Qué podía significar esa especie de saludo? ¿Qué consecuencias podía tener en el ánimo de la druidesa? Halló en parte la respuesta al notar que un cortejo se dirigía hacia ellos. Llevada en andas, Dagda era portada en su dirección. ¿Acudía a recibirlos?

Bastaron unos pasos de los caballos para encontrarse frente a ella. A Taramis le impresionó el fulgor de la mirada, el fuego volcánico e insondable que había en los ojos de Dagda..

-¿Cuál es tu cometido, aprendiza? –preguntó la druidesa.

Taramis introdujo la mano en su pecho para extraer la cruz-árbol de Karnun. La levantó lo más alto que le permitió el brazo mientras decía:

-Vengo a pedir el amor de la druidesa más hermosa que ha conocido el bosque Negro. Y porto el amor mismo, para ofrecértelo.

Señaló a Lugh. Notó al instante que los ojos de la druidesa se nublaban, desapareciendo como por ensalmo todo el fuego y el peso de su odio.

-Tú merecerás el título de hermosa druidesa, Taramis. Ahora, en prueba de mi amor por ti y tu clan, acepta este obsequio.

Mandó a un criado hacia ella, para ofrecerle un pectoral y un torques de oro, cubiertos ambos, abundantemente, de coloridas gemas.

Su camino hacia la consagración había quedado expedito.

jueves, 22 de mayo de 2014

sábado, 17 de mayo de 2014

SENTIMIENTO PARANORMAL

De la colección CUENTOS DEL AMOR VIRIL
 
SENTIMIENTO PARANORMAL

Daniel no creía ser ya arrebatador a su edad. Tenía cuarenta y un años, llevaba doce casado; consideraba que había dejado de ser aquel muchacho de quien todos y todas alababan la belleza y el porte. A los dieciocho años, le habían convencido de poder vencer cualquier obstáculo que se le presentara en la vida, porque todo eran alabanzas y pleitesía a su alrededor. Hasta sus propios padres le miraban embelesados durante las comidas familiares, lo mismo que sus tres hermanos y su hermana. Aquella etapa le parecía demasiado lejana ahora; aunque su cintura no hubiera criado michelines y sentía aún firme la carne, ya no era aquel doncel adolescente esbelto, tan apuesto que el mundo se rendía a sus pies. A los dieciocho años, todo el mundo parecía anhelar ser su vasallo, pero la galanura de sus dieciocho años había quedado muy atrás. Por pudor, desarrolló desde muy joven la costumbre de vestirse más suelta y anodinamente de la cuenta, para no llamar la atención y eludir así que lo mirasen tanto, costumbre que se había acentuado con el paso del tiempo. A los cuarenta y un años, ya no podía ser arrebatador.

Por lo tanto, aquella mirada tan aguda de un hombre desconocido fue como un desconcertante rayo que atravesara su cuerpo. Dio un traspiés al bajar la acera para cruzar al otro lado de la calle, porque tenía todos los sentidos absortos en tratar de entender qué había sentido al verse en aquellos ojos. Daniel volvió la cabeza para admirarse y espantarse todavía más, porque el sujeto se había quedado parado en el mismo lugar, vuelto hacia él para observar su desplazamiento. Quieto como un poste, con ojos alucinados. Continuaba mirándolo, y Daniel detectó que también había desconcierto en su rostro, mientras su boca dibujaba un rictus inextricable. ¿Asco, enojo, perplejidad? Al notar que Daniel giraba la cabeza, el otro movió el cuello bruscamente hacia el frente, como quien es cogido en falta, y echó a andar de nuevo.

Gustavo se arrepintió de inmediato por la brusquedad de ese ademán. Había resultado demasiado obvio. Tan forzado y violento había sido el movimiento, que sin duda el otro lo había notado y podía sacar conclusiones desenfocadas. Pero… ¿Por qué había mirado a ese hombre de esa manera? ¿Qué le había producido esa especie de puñal en los ojos? ¿Sabría él algo? ¿Tendría respuestas? No recordaba haber mirado así a otro hombre desconocido por la calle, por bello que fuese, o eso creía, a menos que él pudiera aclararle la confusión insoportable de su mente; cierto que el atractivo de ese hombre escapaba a toda comparación, pero tan insólita hermosura no explicaba sus escalofríos ni lo que le estaba recorriendo todo el cuerpo, desde la coronilla hasta la planta de los pies, un cosquilleo que había erizado su vello por todas partes. ¿Qué había en la intensa mirada que el desconocido le devolvió?, sólo podía tratarse de culpa por no acudir a darle explicaciones?

Notó de reojo que el bellísimo desconocido se había parado también al otro lado de la calle y volvía la cabeza. ¿Cuál sería la naturaleza del calambrazo que se cruzaba entre ambos? Gustavo lo vio reemprender la marcha de modo vacilante y también echó a andar. Debía de sentirse culpable.

Daniel notó que el otro demostraba mucha turbación antes de seguir andando, lo que redobló su propia turbación y perplejidad. La escena escapaba a toda explicación lógica, porque de pronto el aire se había llenado de esferas luminosas de muchos colores. Tardó unos segundos en darse cuenta de que las esferas mágicas formaban un arco entre él y el desconocido de la otra acera, como un sardinel de globos de una fiesta infantil, moviéndose conforme ellos se desplazaban, ambos con pasos inseguros.

Mientras Gisela terminaba de preparar la cena, Daniel, que esperaba sentado a la mesa, continuaba ensimismado aunque intentaba prestar atención a lo que su esposa le estaba diciendo. Ella hablaba de una compañera de su trabajo, ese tipo de cosas que no le interesaban en absoluto pero habitualmente él solía conseguir fingir interés. Ahora no podía. Veía los ojos del desconocido en el fondo opalino del plato vacío dispuesto ante él, así como el ademán indeciso de su cuerpo al reemprender el camino; y para colmo, le pareció que el plato reflejaba en todo su borde el arco de esferas luminosas. Ni siquiera se había fijado en el color de las pupilas del desconocido, pero su pensamiento evocaba acero brillante y punzante, una especie de lanza refulgente que se le clavaba en el pecho. ¿Qué le estaba pasando?

Estaba anestesiado para la realidad. Gisela hablaba, pero no la entendía. La comida entraba en su boca sin producir sensaciones, ni sabor ni olor. El vino sabía a nube. De pronto, el comedor le parecía la sala de espera de un tormento inminente, una sala llena de espectros invisibles e inidentificables. Parecía haberse vuelto sordo, y sin embargo escuchaba risas sardónicas contenidas, como si alguien se burlara de él. Advirtió a duras penas que había terminado de comer cuando Gisela lo forzó a ponerse de pie y lo condujo al dormitorio. Daniel solía ser eléctrico respondiendo los estímulos sexuales, pero ahora persistióp la anestesia de sus sentidos y su mente.

Se veía desde arriba en un ángulo imposible, muy turbador, como si estuviese en coma. O en uno de los fantasiosos viajes astrales descritos por los soñadores disparatados. Lo veía todo como si mirase a través de unos prismáticos vueltos del revés, como si la mesa y los muebles, y a propia Gisela, se encontrasen a varios años luz de distancia. Le pareció estar sobrevolándose a sí mismo mientras Gisela trataba de animarle el pene, primero con ternura, pero después de unos minutos, con impaciencia. Daniel no respondía. Y curiosamente no sentía vergüenza ni preocupación. Daniel no sentía nada; la boca y la mano de Gisela las veía pero como si acariciasen a otro, a distancias siderales en un infinito lleno de esferas ardientes que no le quemaban la piel sino que le acariciaban.

Gustavo llevaba horas buscando afanosamente respuestas. Sólo tenía claro que había amado muchísimo a un hombre, pero no sabía a quién. Sentía intacta su capacidad de amar en un corazón vaciado a la fuerza. No recordaba el nombre de ese hombre, pero lo más grave era que tampoco recordaba el suyo. La médico de la policía le había indicado que seguramente se llamaba Gustavo, porque había sido el único nombre con el que había mostrado una ligera reacción. Pero tampoco su nombre lo tenía claro. Desde que comenzara la pesadilla, cinco días ya, lo ignoraba todo de sí mismo, porque cuando la policía le hizo despertar en la estación no tenía cartera ni documento alguno. Los propios policías sugirieron que le habían robado y, que seguramente, lo habían golpeado, aunque no mostraba signos de lucha. El hombre hermoso, por su expresión tan sospechosa, tenía que saber algo, sin duda. Quizá fuera el culpable de su estado presente. Debió haberle abordado; ahora, no tenía ni idea de cómo dar con él. Lo único que podía hacer era acechar ese trecho de calle.

Tras su fracaso en la cama, Daniel cayó en un duermevela extraño, angustioso, no reparador, y despertó bajo la ducha porque la humedad de su copioso sudor le había expulsado de la cama; evitaba cerrar los párpados obligado por el jabón y los chorros de la ducha, porque en cuanto los cerraba aparecían los ojos del desconocido; sólo los ojos, como dos luminarias cegadoras en una noche sin luna, aunque llena de esferas multicolores. Retrasó el regreso a la cama tanto como le pareció lógico, y por fortuna Gisela dormía o fingía dormir. Parado junto al lecho, intentó contemplarla con codicia para propiciar una de las acostumbradas erecciones instantáneas; a oscuras, sólo distinguía levemente el volumen de su cuerpo bajo la sábana, pero se le superponían con enorme nitidez los ojos del desconocido. No podría. En ese momento, el cuerpo de su esposa era un bulto informe que no le producía emociones. Se agitó por un escalofrío. Al borde del llanto, tuvo que arrinconarse en el suelo con la espalda apoyada en la pared, pues experimentaba un inexplicable terror a entrar en la cama de nuevo. Los colores de las esferas luminosas eran deslumbrantes a pesar de la niebla; andaba por un bosque o tal vez un parque, porque la Naturaleza lucía muy domesticada; sabía que estaba desnudo, aunque apenas se veía. No se sentía en absoluto, pero conseguía ver algo a través de la espesa neblina que parecía algodón. La imprecisión de cuanto veía no le impedía reconocer las especies de árboles por su follaje y empezó a oír el rumor de un río, más bien un arroyo, que por el sonido parecía cristalino. De repente, una erección poderosa y apremiante, pero no se asombró por comenzar a presentir el acero de una mirada; notó su llegada aunque no podía verlo claramente; consideró que no sería capaz de reconocerlo por su fisonomía; era intuición nada más. Era él, el perturbador desconocido con pupilas metálicas. No lograba ver su rostro, pero sí un corro de danzarines que evolucionaban sobre su cabeza; sabía de una función de ballet de hombres completamente desnudos pero nunca había ido a verlo; los danzarines, cuyos cuerpos eran esculturas antiguas de piedra, se equilibraban sobre el afilado acero de la mirada del desconocido. Seguía sin conseguir verlo, pero notaba su sonrisa de asentimiento. Asentimiento… ¿de qué? No conocía a ese hombre ni tenía nada que ver con él ni con su asombrosa puesta en escena; ni siquiera sabría describir su rostro, pero algo enervante se deslizaba por su propia espina dorsal hacia sus glúteos. ¿Qué ocurría? Lo que sentía sólo podía ser agonía. ¿Estaba muriéndose? La pregunta le produjo una convulsión y a continuación, su cuerpo reprodujo con fidelidad pasajes casi olvidados de su adolescencia. Sintió la humedad en el calzoncillo y, en seguida, una forma de sorpresa que le hizo darse cuenta del molesto hormigueo de sus glúteos.    

Despertó preguntándose qué diablos hacía sentado en el suelo. Le dolían las nalgas y sentía los pies helados. No había amanecido todavía, pues la luz que filtraban las cortinas era débil aún; sin embargo, no podía reanudar el sueño en esa postura, con el calzoncillo humedecido de semen, ni quería entrar en la cama. Volvió al cuarto de baño y tras la ducha y, todavía goteando, descubrió su imagen en espejo situado en la otra pared del baño, a través del vapor, como la niebla del sueño, que le obligaba a sentirse como si se tratase del cuerpo mórbido y adolescente de un extraño, o del desconocido con quien había cruzado miradas, envuelto en un torbellino de colores. De nuevo, se introdujo bajo el chorro de agua fría. Terminada la nueva ducha, se contempló despacio en el espejo, aunque con mirada algo huidiza y asustada. Su cintura había perdido la brevedad adolescente no recordaba cuánto tiempo haría, pero continuaba siendo una cintura firme que no colgaba del elástico del calzoncillo. No se le marcaban los abdominales como a esos culturistas que habían abandonado toda ilusión para dedicar a su cuerpo todos sus anhelos; sin embargo, poseía todavía un abdomen recto y plano, sin la curvatura colgante de la dejadez. Y eso que no hacía demasiado deporte; caminaba mucho, eso sí; su oficina distaba unas quince manzanas de su casa y nunca había usado el coche para ir. Era Gisela quien conducía el coche, porque trabajaba más lejos, o servía para ambos en cortas excursiones los fines de semana. Habitualmente, Daniel iba andando al trabajo, y en este momento caía en la cuenta de lo beneficioso que era para su cuerpo. Los hombros no estaban mal; conservaban cierta anchura que sería notable si se aficionara al gimnasio. Tal vez eran los muslos lo mejor de su cuerpo, seguramente porque las caminatas los mantenían como habían sido siempre: medianamente voluminosos, cubiertos de un suave vello castaño, firmes, con cuádriceps notablemente marcados; también se le marcaban mucho los gemelos de ambas piernas, quizá demasiado. Tenía la nuez muy prominente, por ello poseía una voz tan grave. Su mentón era cuadrado; de joven lo comparaban con un actor de Hollywood, no recordaba el nombre. No solía recrearse contemplando su rostro ni siquiera mientras se afeitaba, porque se producía turbación a sí mismo; de tanto oír alabanzas de joven, había llegado a aborrecer esa maldita perfección de escuela de arte. Reconocía que su nariz parecía el ideal de un cirujano plástico y sus altos pómulos podían reproducirse sin retoques para una escultura clásica; no le había agradado nunca mirar sus propios ojos de color miel muy pálido, parecidos a los casi blancos con que retrataban en las películas a los extraterrestres y los monstruos aterrorizantes, tan propios de ángel como de demonio. Tan simétricas y ajustadas a los cánones eran sus facciones, que a él le parecían carentes de carnalidad y morbo; opinaba que la gente no tenía que ser demasiado bella ni perfecta para resultar muy atractiva, y consideraba que jamás habría podido enamorarse de alguien como él. Este pensamiento hizo que reaparecieran en el espejo los ojos del desconocido. Por ello, entró por tercera vez en la ducha con precipitación, a ver si los chorros de agua fría disolvían su imaginación, desactivaban la nueva erección y arrastraban el torbellino de esferas. En lugar de ello, advirtió con desconsuelo que se le inflamaba más y más la entrepierna; por más que insistía en dirigir el agua fría hacia ese punto, más arrebatadora se volvía la inflamación. Se dio cuenta del tiempo excesivo que había estado la tercera vez bajo la ducha cuando volvió al dormitorio y notó la progresiva luz crepuscular entrar bajo la cortina. Le daba tanta vergüenza encontrarse con reproches en la mirada de Gisela, que se vistió apresuradamente y salió a la calle.

Gustavo no conseguía dormirse. El albergue municipal al que la policía lo había mandado le parecía un lugar inmundo, aunque no recordase con qué compararlo. La médico de la policía, que tal vez era psiquiatra, le había comentado que su traje sugería que podía ser un hombre próspero. Entonces, ¿a qué se debía su estado? El duermevela le traía la imagen del desconocido en oleadas; también él usaba ropas de buen precio, aunque destartaladas para alguien tan joven. Era lo bastante guapo como para haber significado algo para él, y seguramente era el culpable del estado de confusión en que se encontraba. Según pasaban las horas, crecía su convicción de que estaba como estaba por su culpa. ¿Qué habría inducido a ese hombre a causarle un perjuicio tan grande?   

Mientras Daniel desayunaba en una cafetería madrugadora, maquinó cambiar la rutina del recorrido hasta el trabajo. Tenía que desviarse para no pasar por la calle donde se había cruzado con aquel individuo la tarde anterior, había que evitar a toda costa volver a verlo. Se inventó la necesidad de tomar otro café a fin de elegir un local fuera de su ruta habitual. De este modo, consiguió entrar en la oficina momentáneamente libre de otra preocupación que programarse laboralmente el día. Pero a media mañana fue convocado a una reunión en la sala de juntas; al sentarse vio entrar al sujeto con el que había cruzado miradas la tarde anterior; no, no era él, sino un compañero de corpulencia semejante, que se sentó justo enfrente, al otro lado de la larga mesa, lo que le permitió recordar quién era de verdad, un compañero que no le caía simpático. ¿Por qué volvía a pensar en el individuo de la mirada aguda?

No conseguía concentrarse en el asunto del que trataba la reunión. Notaba que el presidente le miraba en ocasiones, como si quisiera oír su opinión, pero no tenía nada que decir. Para su sorpresa, parecía que no había pensamientos en su cabeza, cuando acostumbraba ser un torrente de sugerencias en todas las reuniones semejantes. Tenía la mente vacía y le daba la impresión de haberse quedado sordo. El esfuerzo de bajar de las nubes le estaba haciendo sudar. Copiosamente. Necesitaba darse una ducha, pero la reunión se estaba alargando demasiado, tal vez por su culpa, por no expresarse, lo que estaba produciendo cierto clima de curiosidad entre sus contertulios.

Empezaron a acudir a su memoria imágenes de sus fiebres adolescentes que creía haber enterrado para siempre. Un día, en la playa, estaba nadando no demasiado lejos de la orilla pero donde había una profundidad de más de dos metros; sin tener ninguna preocupación ni alguno de los rencores propios de los adolescentes, sin venir a cuento, sintió que debía sumergirse y quedarse en el fondo, con las caracolas y un pecio que no llegaba a ver pero sabía que no estaba muy lejos. Fue una tentación que duró varios minutos; podía ser muy feliz si se quedaba en el fondo del mar y dejaba de saber. Siempre sentía en la playa la necesidad de ocultarse, porque le ruborizaban las miradas y las loas de sus dones físicos; todo el mundo insistía demasiado en eso, principalmente sus familiares, sin notar cuánto se desconcertaba y lo mucho que deseaba no escucharles. A veces, creía que todos querían tocarlo y aprovecharse de él; nada más, no le reconocían otro mérito que su belleza. No era nada más que carne. Ocurría hasta en la propia facultad, donde los profesores y profesoras aludían muchas veces a sus atractivos como si se lo reprochasen. Descubría de reojo en las duchas y los urinarios las miradas perplejas de sus compañeros, lo que le obligaba a odiarse a sí mismo. Durante las comidas familiares, su hermana y uno de sus hermanos le echaban en cara lo bondadosa que era la vida con él gracias a “ tu cara bonita”; y sus padres no los mandaban callar, a pesar de que su madre sabía hacía tiempo lo que tales alusiones le hacían sufrir. Tampoco podía sentirse a gusto en el gimnasio de la universidad ni en la piscina; el cerco de miradas hambrientas era una corona de espinas demasiado dolorosa. No había sabido hacer amigas ni amigos verdaderamente íntimos; sobre todo, porque siempre existía en el fondo de su ánimo una actitud defensiva, en contra de todo intento de conquistarlo aunque nada objetivo inspirase este recelo. Por no tener amigos en quienes confiar, no se comunicaba ni llegaba a sentirse lo suficientemente cómodo para expresar su malestar. Pasaba demasiado tiempo solo. En el cine, sentado frente a la playa, paseando en bicicleta por los alrededores o visitando museos.

Conoció a Gisela de manera poco usual. Como creía no tener amigos ni confiaba en sus hermanos, no practicaba vida social, pero en aquella ocasión, paseando por las cercanías, se sintió atraído por un grupo de muchachas sentadas en la yerba en lo que parecía ser un picnic. Se mantuvo varios minutos parado mirándolas, seguramente más de lo prudencial; cuando iba a reemprender su camino, una de ellas lo llamó con un gesto invitándolo a sentarse en el corro. Se acercó con mucha prevención creyendo que todas iban a mirarlo embobadas sin disimular pretensiones, pero eso no ocurrió. La chica que lo había llamado tiró de su pantalón indicándole que se sentara, pero siguieron hablando de lo suyo sin prestarle casi atención. Se preguntó si se trataría de una pose para disimular algo, pero al rato se convenció de que no; la conversación les interesaba mucho, una de las muchachas contaba una apasionante anécdota de espeleología en las cercanías de Tolox, un pueblo repleto de veneros de aguas termales; la narradora y un compañero habían permanecido perdidos dos días y medio, hasta que les rescató un grupo de guardias civiles. La aventura era tan insólita y apasionante, que ninguna de las chicas pestañeaba y tampoco Daniel. Como estaba verdaderamente absorto, dio un leve repullo cuando Gisela le preguntó:

 -¿Te aburres?

-No. Qué va.

-¿Eres de aquí?

-Sí. ¿Y tú?

-Acabo de mudarme, con mi familia, porque dos hermanos míos y yo hemos ingresado en la universidad. Mi padre consiguió el traslado justo un mes antes de empezar el curso.

-Me llamo Daniel ¿Y tú?

-Gisela.

-Nunca había oído antes ese nombre.

-Mi madre es argentina y también se llama Gisela. Es comprensible que me llame así. Como comprenderás, todo el mundo me pregunta aquí de dónde viene mi nombre. En realidad, aparte de mi madre, sólo conozco a otra argentina que se llame Gisela. Creo que en el norte de España sí que hay algunas Giselas y el nombre tiene que ver con la ópera.

-Es un nombre precioso. Como tú.

-Gracias. Tú sí que eres precioso.

Ya estaba. No podía falta alguna alusión a su físico. El enojo momentáneo pudo hacerle perder la compostura, pero apenas asomó una leve sombra a su expresión, y  la muchacha estaba haciéndole sentir muy a gusto, por lo que se sobrepuso y forzó una sonrisa.

La boda tardó solamente cinco meses en producirse. La nula experiencia de Daniel produjo un efecto inesperado; en vez de timidez o apocamiento frutos de la impericia adolescente, la primera vez que Gisela le manifestó atracción reaccionó con una fortísima erección inmediata. Solía describirla como metal instantáneo. Y siempre ocurrió igual desde entonces. Tan sólo con pensar un instante en el sexo, su pene se volvía descomunal y como si estuviera a punto de estallar. Para ser sincero, la boda la habían decidido los demás; fue una especie de conspiración entre Gisela y sus padres o entre los padres de ambos y ella. Daniel había oído por casualidad comentarios de su madre acerca de “temo por nuestro hijo Daniel; como no se case pronto, lo van a cazar. Caerá en manos de una cualquiera o de un bujarrón y lo echarán a perder”. “Ser tan guapo muchas veces es un inconveniente, más que una ventaja”, -había respondido su padre-. Es que ser así de perfecto no es natural”. El casamiento debió de ser liberador para todos ellos, y Gisela demostró desearlo mucho desde el primer momento.

Tras abandonar el albergue, Gustavo echó a andar sin objetivo. Era temprano; los funcionarios municipales le obligaban a dejar la cama a las siete de la mañana, pero de nuevo estaba citado con la doctora de la policía a las diez y media. Demasiadas horas sin nada que hacer. La médico llevaba dos sesiones asegurándole que le ayudaría a recordar quién era aunque tuviera que recurrir a la hipnosis, pero, por ahora, en su mente había un caos, una especie de vendaval que lo deformaba todo; no conseguía enfocar ninguna imagen, nada era nítido en su cabeza. Al menos, necesitaba identificar el lugar exacto donde se había cruzado con el hombre hermoso, pues tal vez era él la clave. Por ello, deambuló mucho rato sin acabar de reconocer el lugar preciso. Todo lo opacaba en su recuerdo el rostro asombroso. ¿Sería un amigo al que había amado? ¿Se debía su estado de amnesia a que ese amigo amado lo había abandonado a causa de un repentino cambio de fortuna? A pesar de la confusión de su memoria, sabía que hasta los amigos más fieles lo abandonan a uno si se dan cuenta de que pasa dificultades económicas. Cuanto más le perturbaba la evocación del cruce de miradas, más se convencía de que existía un enigma que debía desentrañar.

Revivir en su imaginación ese rostro le producía efectos que por fuerza tenían que significar algo. A cada momento se convencía más de que ese hombre tenía que ser la respuesta. Uno de los efectos de pensar en él era la sensación de estar a punto de caer en la cuenta de algo, como cuando uno cree tener una palabra “en la punta de la lengua”; pero el recuerdo no se completaba, aunque le parecía estar al pie de una montaña que tenía que escalar para dar consigo mismo. Ese hombre bello era la montaña; era perentorio volver a encontrarlo. De nuevo, la doctora de la policía lo emplazó para una nueva “sesión” sin aclararle nada. Las horas fueron pasando sin que el encuentro se produjera; llegó el mediodía sin resultado. La tarde comenzó con un mal presagio, porque cayó un fuerte chaparrón entre las tres y las cuatro; bajo una lluvia tan fuerte, le parecía improbable volver a toparse con él caminando. Pero el cielo comenzó a aclararse a partir de las cuatro y la esperanza de Gustavo renació. Ya identificado el lugar exacto, examinó a fondo los diferentes negocios del tramo, para urdir el método de abordarlo.

Mientras salía de la sala de juntas con el desconcierto en aumento, Daniel no recordaba haber gozado un orgasmo con nadie más que Gisela. Tenía cuarenta y un años y en determinas conversaciones, entre amigos en la cafetería, tenía que mentir para no deber reconocer que su vida sexual se limitaba a una sola mujer. Sabía, o más bien había presentido, que durante su juventud se le habían sugerido numerosas mujeres y muchos hombres, pero nunca se dio por enterado y, en realidad, siempre había tardado en darse cuenta demasiado como para poder corresponder.

Pero ahora, bajo la ducha de los baños de la directiva de su empresa, tenía una erección que llegaba a ser dolorosa de tan intensa, y sólo estaba recordando los ojos acerados de aquel individuo entre la cascada de esferas luminosa que caía entre el agua. ¿Qué había en aquellos ojos? ¿Qué embrujo incomprensible contenían? Sin haberlo decidido, se dio cuenta de que estaba masturbándose de un modo apremiante, agónico. Pero la eyaculación no lo calmó. El orgasmo había ocurrido como si se tratase de un sueño que estuviese a punto de convertirse en una pesadilla y, en seguida, se vistió con enojo, apresuradamente, porque notó que iba a producirse una nueva erección en seguida. Salió de los baños con premura, como si huyera de algo. Por el silencio y la quietud, se dio cuenta de que todos habían salido a comer; sería ridículo sentarse en su escritorio, porque los demás se extrañarían al regresar e ironizarían.

Había un pequeño parque al otro lado de la calle. Sentado en un banco de piedra, se esforzó por darse a sí mismo una explicación. Reconstruyó el tiempo pasado en la ducha, y  cayó en la cuenta de que su erección se había producido en el instante en que sonó el chorro de agua al abrir el grifo, todavía fuera de la bañera. Intuyó que el chorro de agua tenía algún significado, pero no consiguió identificarlo.

En ese momento, tuvo que mirarse a sí mismo para confirmar con alarma que llegaba

una nueva erección con sólo pensar en el chorro de agua y los ojos. ¿Qué  sentido tenía?

La imagen de los ojos del desconocido acudía junto con el recuerdo del sonido. Lo que le ocurría era tan misterioso, que intuía que no sabría llegar por sí solo a una conclusión que tuviera algún sentido. Recordó a un amigo argentino de su suegro, Norberto, que el día que lo conoció le dijo que era psicoanalista. Tenía su tarjeta en alguna parte. Tras rebuscar un rato, la encontró y volvió a la oficina para llamarlo.

-No dispongo de horas para citas nuevas hasta dentro de una semana. ¿Quién me ha dicho usted que es?

-Daniel. El marido de Gisela.

-Oh, sos vos, el Narciso. Cómo andas.

Narciso. ¿Qué mierda querría decir Norberto con eso?

-Tengo un problema.

-Oh, ya veo. Qué macana. ¿No podés esperar dos semanas?

-Bueno… yo… Estoy muy preocupado... por algo que no comprendo.

-Ya veo. ¿Podés hablar con libertad?

 Daniel consultó su reloj.

-Sí puedo, hasta que den las tres, que es la hora en que llegarán los compañeros, porque estoy en la oficina.

-Hagamos algo. Mirá. Vos me contás lo que te pasa, y vemos si es algo que… bueno. ¿Qué pasa?

-Acabo de masturbarme pensando en los ojos de un hombre que ni siquiera conozco.

Norberto tardó unos segundos en decir:

-Ya veo. ¿Te pasa mucho?

-No. Nunca me ha ocurrido. No puedo comprender qué me pasa.

-¿En qué circunstancias viste a ese hombre?

Daniel relató el cruzamiento de la tarde anterior.

-Oíme, Daniel. ¿Te fijaste en algo que ocurriera mientras se miraban ese hombre y vos? ¿Oíste u oliste algo, una comida, una flor… Pensalo bien. Es posible que pasara algo mientras se miraban, algo que tus sentidos recuerdan pero no tu cabeza. Pensá.

Lo intentó. Nada. Sólo venía a su memoria la intensidad enigmática de la mirada, pero sin ninguna asociación.

-De una cosa estoy seguro, Norberto. En cuanto voy a ducharme y abro el grifo de la ducha, sin estar todavía bajo el chorro me excito.

-¿Sólo con oír el chorro?

-Creo que sí.

-Ya veo. Eso tiene que significar algo.

 

El ánimo de Gustavo se ensombrecía más y más. Intuía que conocía de antiguo su inclinación por los hombres, pero su ropa y todo su aspecto le decían que vivía una apariencia convincentemente heterosexual, y lo llevaba muy bien. ¿Estaba casado con hijos? No se sentía desleal, así que no debía cavilar sobre imposturas ni armarios. Sí tenía claro que sus ojos no le obedecían en determinadas circunstancias, como en los vestuarios del gimnasio, la piscina o la playa. ¿Qué gimnasio o qué playa? Lo que consideraba que jamás le había ocurrido era quedarse embobado por un desconocido que se cruzara por la calle.

Tras el sueño poco reparador en el albergue municipal, su humor empeoraba hora tras hora. A los treinta y ocho años ¿iba a enamorarse de alguien que no sabía quién era ni dónde pararía? Pero… ¿cómo sabía que tenía treinta y ocho años, si sus documentos habían desaparecido? Ese enamoramiento sería muy inconveniente e inoportuno. Pero sería oportuno volver a verlo, para intentar comprender, ahora que ya había conseguido identificar el tramo de calle donde el cruce se había producido. Esa tarde, pasaría por allí a la misma hora, aproximadamente, a ver si por casualidad…

Estaba atrapado, no tenía más remedio que tratar de encontrar algún bar de aquel tramo de calle, a ver si por acaso conseguía atraer a aquel tipo y que no se resistiera a decirle qué le había hecho. Necesitaba una explicación.

 

La explicación de Norberto, el psicólogo, le pareció estrambótica a Daniel. ¿Cómo podía tener ese efecto un simple rumor de agua? Fue el deseo de contradecir la idea del psicólogo el que le impulsó a volver al sitio donde el cruzamiento se había producido.

Las cosas sucedieron al principio como si las viera en la pantalla de un cine. Recordaba el tramo exacto de calle. Era casi la misma hora de la extraña primera mirada, la salida del trabajo. Trató de recordar el punto concreto de esa acera donde sus ojos se cruzaron; cuando le pareció haberlo identificado, se detuvo. No había muchos viandantes, afortunadamente, ya que notó elevarse una erección perentoria que seguramente resultaría muy obvia para cualquiera que le observase. Tras permanecer parado varios minutos, se dio cuenta de que sonaba el rumor de una corriente de agua, cuyo origen no pudo identificar. Especulaba que habría un grifo abierto en cualquiera de los negocios más cercanos, cuando sintió la necesidad de volver la cabeza hacia el otro lado de la calle, donde descubrió que el desconocido lo estaba mirando con expresión alucinada. Se detuvo sonrojado y estremecido, porque el extraño empezaba a cruzar la calle hacia él.

-¿Nos conocemos? –preguntó Daniel al borde del enojo.

-Sé que te conozco –respondió Gustavo.

-No lo creo. Ayer nos cruzamos aquí mismo.

-Quiero decir que creo que te conocía de antes de vernos ayer.

-De ningún modo. Nunca lo había visto.

Gustavo frunció los labios. Ese hombre parecía turbado, como si se sintiera culpable y mintiera.

-Yo creo que nos conocemos mucho.

-Le aseguro que no –insistió Daniel-. He venido aquí a esta hora, porque cuando nos cruzamos ayer me miró usted de un modo extraño que me intrigó.

Un examen de su expresión hizo que Gustavo creyera que, tal vez, podía ser inocente. Pero la sospecha no desapareció completamente de su pecho. Tenía que indagar o su agonía podía prolongarse quién sabía hasta cuándo. Vio que había un pequeño café a un par de pasos, con apariencia de discreto. Invitó a Daniel sólo con un ademán de su cuello, y se encaminó hacia el local. En cuanto llegaron junto a la corta barra, Gustavo preguntó a Daniel qué iba a tomar, mientras miraba descaradamente el notorio abultamiento de su pantalón. Pidieron sendas cañas de cerveza; el único empleado del solitario café, un cuarentón de aspecto afable, tenía el grifo abierto mientras enjuagaba vasos. Iba a decir algo, cuando Gustavo, con un ademán imperativo de su brazo, invitó a Daniel a acompañarle a los urinarios.

Mientras seguía al desconocido, Daniel cayó en la cuenta que el grifo de ese café era el sonido de agua que había escuchado desde la calle. Su erección era cada vez más apremiante. En cuanto se cerró la puerta de los aseos tras ellos, Gustavo abrazó fuertemente a Daniel. Besó su cuello, mordió levemente el lóbulo de su oreja izquierda y notó que el desconocido se agitaba un por un leve estremecimiento, pero muy evidente porque tenía los vellos de punta. Estaba convencido; no recordaba su nombre, pero era él, seguro.

-¿Por qué me estás haciendo esto -preguntó con los labios acariciando su oído.

-No sé de lo que habla –protestó Daniel-. Yo no lo conozco a usted.

Sin prestarle atención, Gustavo besó apasionadamente sus labios. El beso fue correspondido, pero Daniel se apartó algo bruscamente para decir:

-Creo que usted me confunde con alguien –dijo, mientras trataba de descifrar lo que estaba ocurriendo en su cuerpo-. Antes de ayer tarde, jamás lo había visto.

Lo dijo con firmeza, sobre todo porque a Daniel le espantaba la emoción que estaba sintiendo. Si el desconocido insistía en acariciarlo y besarlo, iba a experimentar un sorprendente e incomprensible orgasmo.

Gustavo meditó un instante; necesitaba tanto una respuesta para la pesadilla que vivía, que a lo mejor estaba precipitándose.

-Es necesario que te cuente lo que me pasa -declaró Gustavo-. Vayamos a tomar la cerveza y te cuento.

En cuanto volvieron junto a la barra con las dos cervezas ya servidas, el camarero se acercó apresuradamente. Dijo:

-Don David, ¿Tiene usted algún problema? –se dirigía a Gustavo.

-¿Don David… me conoce usted?

-Claro. Hasta hace sobre una semana, entraba usted aquí todos los días dos o tres veces. Pero supongo que habrá tenido algún percance, porque no lo he vuelto a ver y su hermano y su primo vienen a diario preguntando por usted.

-¿Mi hermano y mi primo? ¿Seguro?

-Sí don David. Por su edad y sus circunstancias, no se han decidió todavía a ir a denunciar su desaparición a la policía. Suponen que podría haberse ido usted con don Gustavo…

-¿Mi edad y mis circunstancias? ¿Cuáles son?

-¿Está de broma? –viendo que negaba con la cabeza, el camarero prosiguió: -Creo que tendrá usted sobre cuarenta y es el director de una escuela de conducir que hay dos calles más arriba. Usted desapareció el día que acompañó a su… a don Gustavo a la estación. Desde entonces, nadie sabe nada de usted, ni los empleados ni su familia.

La estación fue donde la policía le había zarandeado para despertarlo mientras dormía echado en un banco, sin recordar quién era. De pronto, su memoria se llenó de los culpables ojos verdes de Gustavo. La cascada de recuerdos cayó dolorosamente sobre su pensamiento. Gustavo y él vivían junto hacía catorce años; se habían amado desde la juventud y siempre se habían sido fieles… hasta la noche que él llegó con la noticia. “Tenemos que dejarlo, David”. A partir de ese instante, David ensordeció para cuanto no fuera su dolor, pero todo se había impreso como ácido en su corazón. Gustavo, monitor de un gimnasio, se había enamorado de un atleta adolescente que le correspondió de inmediato; vivían una relación desde hacía dos meses, y dado que el joven acababa de cumplir los dieciocho, decidieron salir de viaje; una especie de luna de miel. Tras la confesión siguieron unos días sin amor, con mucho dolor y espinosas cuentas de separación. Uno de los acuerdos consistió en que el coche se lo quedase David. Por ello, no tuvo más remedio que atender su petición de llevarlo a él y a su nuevo amante a la estación. Mirando a Daniel de reojo, notó la intensidad con que le observaba, por lo que cerró los ojos. La escena brilló cegadoramente en su memoria:

Por discreción, el nuevo amor entró primero en el tren para dejarles despedirse. David miró a Gustavo con expresión suplicante, como si esperase que se desdijera, pero se limitó a decirle:

-Mira, David; nos conocemos demasiado, ya no tenemos nada que descubrir el uno del otro. Para serte sincero, hace lo menos dos años que me aburres mortalmente. No hagas esos gestos de víctima, porque yo he sido quien se sintió víctima todo este tiempo. Tú eres el poderoso, el que tiene los medios; ha habido muchos momentos en que me he sentido un prostituto cuando me tocabas. Tanto, que hasta has llegado a darme asco.

David no podía creer lo que escuchaba. O Gustavo mentía muy bien o él se había cegado voluntariamente. Un peñasco abatido sobre su cráneo no le habría causado un daño mayor. Se le escapaban lágrimas. Ante la barra del café, notó la curiosidad con que lo examinaba el camarero. Turbado, desvió la mirada hacia Daniel. Qué hombre tan bello, ¿cómo podía haberlo confundido con el cruel y perverso Gustavo? Tenía que contarle lo que le ocurría.

Durante la explicación, David miró frecuentemente hacia la entrepierna de Daniel, que no se desinflaba pese a crudeza del relato. Algo ocurría con la química de ambos. La excitación erótica de ese hombre no iba a calmarse hasta que no hubiera una consumación. Algo completamente inesperado. Recordó que su vivienda estaba en el mismo edificio de la escuela de conducción, pero no tenía llaves ni documentos; todo se lo habían robado mientras dormía desvanecido en la estación. Pero recordó también que su padre viudo vivía en el portal de al lado del café, junto con su hermano menor. Disponía de un dormitorio en esa vivienda.

-Quieres venir conmigo? –preguntó a Daniel.

Como si quisiera disuadirle, Daniel mostró la alianza en su mano.

-Si a ti no te importa, a mí tampoco –dijo David.

El ascensor, atiborrado de esferas multicolores luminosas, subió los cinco pisos con los dos fuertemente abrazados.