viernes, 20 de junio de 2014

CUENTO SOBRE EL DOLMEN DE MENGA

Mi cuento LA CABEZA DEL DIOS, que pueden leer a continuación  ha gustado a muchos, según el aluvión de parabienes que recibo.
Gracias

lunes, 16 de junio de 2014

QUISIERA SUS OPINIONES

Me gustaría recibir opiniones sobre mi colección de cuentos
LA HORA DE 3.000 AÑOS

miércoles, 11 de junio de 2014

LA HORA DE 3.000 AÑOS. La cabeza del dios.

Hace muchos años que escribo de vez en cuando cuentos que son fabulaciones sobre momentos más o menos míticos de la historia de Málaga, bajo el título genérico de LA HORA DE 3.000 AÑOS.
Como saben mis lectores habituales, llevo siete años negándome a entregar originales a las editoriales, a casa de la estafa de que fui objeto por parte de Roca Editorial y Editorial el Cobre (los abogados calculan que se apropiaron de más de 200.000 euros de mis derechos)
Pero sí estaría dispuesto a editar esta colección LA HORA DE 3.000 AÑOS. En el pasado, propuse a dos de los periódicos de Málaga que los editaran en forma de fascículos mensuales, entregándolos a los lectores a cambio de cupones o algo así. No nos pusimos de acuerdo. Pero ahora trato de completar la colección, de modo que estoy escribiendo los numerosos huecos cronológicos que he ido dejando. Ya publiqué aquí "El templo del cataclismo". Ahora he terminado este que les ofrezco ahora, sobre las construcciones megalíticas de la Prehistoria de Málaga.


 III - La cabeza del dios

El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en lo que el chamán hacía y decía.

Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora, ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente.

Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino. Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah. Con él. Temiendo quedarse sin él.

De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco, resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una antorcha ardiente que cauterizara sus ojos.

La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.

El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano.

Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada, abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer. Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.

Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían, relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro.

Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero, ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando cumplieran sus órdenes.

Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella clase nueva de placer.

Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo.
 
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué.

La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas. Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las persecuciones de rivales comunes,  en las luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban por qué nunca se habían separado.

Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una corta vacilación y  ambos emprendieron el descenso.  Cuando la pendiente acabó, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.

Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente. Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.

Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante.  El tiempo pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho peor.

El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse. Siempre  dormían entre las zarzas, en procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo,  hasta que el agua de su piel empezó a convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos. 

Al amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol resurgente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. ¿Estaría dormido? Permanecía recostado, pero el contraluz les impedía comprobar si tenía los ojos cerrados. Estaba echado, inmóvil, majestuoso y grandioso, el mentyóm apuntando hacia el norte. Tan grande como el mundo. La gigantesca cabeza no se movía ni siquiera por el viento que normalmente brotaba del pecho, por lo que probablemente estaba muerto. En tal caso, ellos no podrían cumplir el mandato del chamán. Se explicaron la razón de haber tenido que esperar tanto por un silencio tan prolongado. El dios no les hablaría, lo que añadía incertidumbre a su turbación. Ansiaron fervorosamente que diera señales de vida, que despertara. La luz crecía sin parar y pronto estaría sobre la vertical de la cabeza del dios. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo adoraron con recogimiento.

Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba. Los dos entendieron la orden. Debían volver al amontonamiento de piedras que juntaran la noche anterior para vencer el frío, y esperar.

El fuego blanco había uniformado el paisaje, tanto que resultó difícil encontrar el lugar, pues no abundaban los árboles ni las rocas que sirvieran de referencia, nada que les indicara el lugar, del que no se habían distanciado demasiado. Fue el olfato el que les guió; encontraron el rastro de su propio olor, hasta postrarse ante las piedras con temor y humildad. Ya se iba la luz, no podían hacer más. Tenían que dormir de nuevo.

Despertaron los dos al mismo tiempo, en el instante en que la cabeza del dios empezó a recortarse contra la primera luz. Ahora sí escucharon su voz. Era un trino de pájaros de colores cegadores; el sonido del agua al caer por una cascada espumosa; el rumor de la brisa en primavera. Entendieron la orden, pero no las palabras. Debían buscar más piedras, sin parar, hasta que el dios les ordenara otra cosa.

Obedecieron sin darse cuenta de un prodigio: No necesitaron comer mientras el sol les acarició. El apilamiento de piedras resultante a la hora que el sol mostraba intenciones de esconderse, era mucho mayor que la primera vez, aunque habían conseguido arrastrar peñas de gran tamaño, de peso muy superior a cualquier cosa que hubieran manejado nunca. Meng no se preguntaba sobre sí mismo, sino que se admiraba del brío que Ah derrochaba al sujetar al hombro moles que doblaban su propio peso. No sentir hambre no podía asombrarles, porque cuando cazaban animales muy grandes, llegaban a saciarse tanto que luego sesteaban la digestión más de tres soles.

En el momento de recostar la mejilla sobre la tierra, Meng trató de distinguir el rostro de Ah entre las tinieblas. No recordó por qué deseaba analizar sus ojos, pero en su pecho se agitaba la sombra borrosa de un recuerdo que sólo le advertía de la necesidad de no bajar la guardia. Formaba parte de su naturaleza. No podía distanciarse de Ah, pero debía temerle.

Durante la vida de la ensoñación, sintió toda la noche estar rodeado de dioses que se desplazaban ininterrumpidamente muy cerca. Hubo una ocasión en que quiso reprocharles que perturbasen tanto su descanso, pero el cuerpo no le obedeció. Permaneció en ese mundo mudo y quieto. En tales momentos, Ah no le acompañaba; él debía de recorrer un mundo diferente.

Volvieron a despertarle las patadas de Ah, que golpeaba sin mirarlo, vueltos sus ojos hacia algo situado a su izquierda, fuera del campo de visión de Meng, que se alzó al momento, convencido de que la mayor y más fiera bestia peluda caía sobre ellos. Ah podía estar alertándolo a causa de un grave peligro inminente.

Pero lo que Ah miraba no estaba vivo. Sobre los apilamientos de rocas que los dioses le habían ordenado componer, ahora había una montaña. Demasiado pulida, suave como el agua, pero altiva como una nube. ¿Cómo había llegado esa montaña ahí?

Dado que todavía no habían aprendido a especular, no pudieron recrearse más en su asombro. El dios les ordenaba continuar apilando piedras, y su orden se convertía en sus pechos en anhelo insoslayable, en necesidad imperiosa y aterrorizada. Lo hicieron todo el tiempo que el sol se lo permitió, porque la voz del dios había sonado terriblemente amenazadora dentro de sus vientres. De acuerdo con la orden, continuaron el apilamiento en línea hacia el oeste, al lado de la montaña aparecida. Al amanecer siguiente, la mole ya no estaba sola, aislada. Había otra a su lado. 

Hicieron lo mismo un número incalculable de soles. No eran capaces de contar el paso del tiempo, pero sus cuerpos sí; sólo advirtieron  que sus voces se estaban volviendo muy roncas, y cada vez que llamaban al otro, lo que salía de su garganta se parecía al rugido de un fiero animal. Había otras evoluciones, pero se desdibujaban para su atención en los ríos de sudor y no había hembras a la vista que pudieran hacerles notar los cambios. El agotador esfuerzo cotidiano les hacía olvidar también el odio; sus tripas y sus miembros exigían tanto consuelo, que todo lo demás se difuminaba.

Con el alba, siempre había una mole nueva y ellos dejaron de demostrar asombro, porque en seguida la orden les apremiaba llenándolos de temor: debían afanarse en la búsqueda de más piedras que transportar, aunque tuvieran que arrastrarse y jadear por los esfuerzos supremos. Habían exterminado las piedras de todo su alrededor y cada vez tenía que acarrearlas de más lejos. Cierto sol, hubo una novedad: el dios les volvió a exigir nueva búsqueda de piedras, pero debían apilarlas frente a la primera, a una distancia de dos pasos largos; tras hacerlo, Ah y Meng se mostraron de acuerdo con las miradas; estaban prisioneros, los dioses les obligarían a permanecer en ese lugar hasta el día del sueño total, levantando una tras otra y más filas de montañas hasta cubrir todo el paisaje. Poco a poco, la voluntad dejó de inspirarles otra idea que la de sobrevivir.  Cada vez que Ah se alzaba tras haber depositado una piedra, Meng miraba su rostro sudoroso sin acabar de entender si debía volver a odiarlo, tan abatido por el cansancio parecía. Pero Ah había sido siempre el más robusto de los dos, al menos eso era lo que Meng suponía. No se daba cuenta de que Ah realizaba dos recorridos por cada uno de los suyos, como si quisiera pavonearse.

El abatimiento de Ah fue siendo más y más grave. Meng dejó de sentir impulsos de ahogarlo o machacarle la cabeza con una de las piedras que apilaban, y comenzó a sentir necesidad de cuidarlo, a causa de lo espantosa que era la idea de quedarse solo. Cuando el sol se escondía, permanecía vigilando disimuladamente su sueño mucho rato, por si hubiera por qué inquietarse. Tras varias noches de vigilia, una luz se encendió dentro de su cabeza; Ah necesitaba engullir más sangre palpitante. Dormían bajo la protección de la primera montaña alzada por los dioses. Meng se arrastró muy sigilosamente, enderezándose varios pasos más adelante. Sus ojos no le servían con el sol escondido; tenía que bastarle el olfato. Empleó tanto tiempo, que el olor de su propia sangre, resbalando por sus pies, llegó a confundirle, pero consiguió cazar un volumen que le pareció suficiente. Se acercó sigilosamente al abrigo y lo depositó todo junto a Ah, donde él pudiera verlo en cuanto abriera los ojos al renacimiento del sol.

Con la primera claridad, llegó de nuevo la voz del dios. Ya no les asombraban la nueva mole de cada amanecer y por lo tanto no miraban siquiera hasta el conjunto; Meng intentó no sentir el mandato, porque permaneció con los ojos semi cerrados para observar la reacción de Ah ante lo que había cazado.  Notó que tuvo que hacer un esfuerzo para no volver el rostro hacia él; lo engulló todo de inmediato.

A partir de entonces, cada vez que le parecía que Ah flaqueaba, repetía la cacería nocturna y la oferta. Ya nunca sentía el impulso de partir la cabeza de Ah; necesitaba que no lo dejase solo. Los dioses les dieron órdenes todas las noches, hasta completar un extraño apilamiento bajo el que se abría un largo pasadizo; en conjunto, todas las piedras amontonadas por Meng y Ah y las colocadas por los propios dioses, formaban una pequeña montaña. Cuando pareció que ya no había donde colocar más piedras, recibieron una orden extraña: antes del siguiente amanecer, debía internarse en el oscuro pasadizo y volverse completamente hacia la entrada, así debían esperar el regreso del sol.

Fue Meng quien despertó primero; sacudió a Ah y corrieron hacia el fondo del pasadizo de piedras erguidas, coronadas por losas inmensas. Hicieron tal como los dioses habían mandado: sin duda, era un prodigo creado por los propios dioses expresamente para ellos. El resurgimiento del sol encima del entrecejo de la cabeza del dios, apareció esplendoroso justo en el centro de la entrada del pasadizo. El primer rayo luminoso les alcanzó de lleno, iluminando la totalidad del recinto. Pareció que los dioses le autorizaban a volver al poblado allí abajo, junto al agua infinita.

A mitad del descenso de los selváticos montes, acordaron sumergirse en una clara poza del rio. Con el baño, se libraron de las miserias acumuladas en sus cuerpos en aquella fría llanura donde habían amontonado tantas piedras. Al abandonar el agua, Meng se giró hacia el centro de la poza, porque deseaba beber abundantemente, antes de emprender la etapa final del regreso. Al asomarse hacia la poza, sintió un estremecimiento: mientras él inclinaba el torso hacia el agua, vio el reflejo del rostro de Ah, pero Ah seguía retozando en medio de la poza. ¿Cómo podía haber dos Ah? ¿Qué embrujamiento les habían causado los dioses?

Espantado, Meng se enderezó y vio que el Ah reflejado se incorporaba también, a la inversa. Gritó al otro Ah, el que nadaba despreocupadamente en medio de la poza, para que contemplase también el prodigio, pero éste se había desvanecido al ponerse de pie.

miércoles, 4 de junio de 2014

XANA DE TARDE EN TARDE


Cuento dedicado a la princesa de Asturias.
Se lo hice llegar, pero ignoro si lo leyó.
En la revista Integral , una mujer solicitaba "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas. Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.

Damián dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.

Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, naturalmente que sí.

Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.

Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.

 

Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.

Le citó en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un pantalón vaquero.

Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.

La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar.  Su edad no superaba los treinta años. El corazón de Damián se aceleró.

-¿Has tenido buen viaje?

La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad oída en el auricular del teléfono.

-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El pavimento está helado y no traigo cadenas.

-Ahora compraremos un juego.

Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

 

Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.

-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría. Serás feliz.

Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible; frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos. Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?

Procuraba mantener la mirada fija al frente para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.

-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.

Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.

-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.

-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.

Sin explicarse por qué, Damián presintió que no convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir feliz.

 

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:

-¡Damián! la cena está preparada.

Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.

 


Despertó por el ruido que Lina producía trajinando en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.

-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un par de minutos.

-Me alcanza con un café.

Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.

-Los del sur no sabéis comer para un clima como el asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.

-,Qué trabajo hago esta mañana?

-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.

Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:

-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?

-Mira el campo y decide tú.

 

Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta, lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.

-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.

Damián la observó, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.

-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.

 


Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha, Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.

-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.

-Presentarte cuentas.

-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.

-No comprendo.

-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo funcione.

Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final, resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo de sus pupilas. 

-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de sol en jugosa pulpa.

Sin dejar de observar el camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del bien y del mal del edén.

La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.

Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.

Damián sonrió también con gratitud, con amor, con arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar, pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

 

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado junto al espacio que ocupara el de Damián.

-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?

-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.

-Pero no tendrá ni cuarenta años...

-Lina es Lina.

-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe muy antigua de xanas.

-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital hace nada más que cinco meses.

-Sí, pero con los casi noventa años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?

-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.