lunes, 8 de abril de 2013

¿TE GUSTAN LAS FRESAS?





CUENTOS DEL AMOR VIRIL
LUIS MELERO

¿TE GUSTAN LAS FRESAS? 

Alberto Bouza se lo había pensado durante once semanas, sin conseguir librarse de la duda ni del miedo, que le causaban vértigo. Cuando al fin decidió actuar, lo hizo movido más por un impulso que por convicción.
Once semanas atrás, había hecho algo que hasta entonces le parecía inimaginable. Antes, se había mirado al espejo mientras se afeitaba, contemplando al hombre juvenil que estaba a punto de alcanzar la madurez; había un rictus de insatisfacción en sus labios, y en sus ojos, la falta de audacia de quien pasa por la vida como por un campo minado, sin recorrerla a fondo.  Se preguntó si el amor era todavía una posibilidad para él y no supo responderse. Después, giró el cuello hacia la mesilla de noche, donde reposaba la revista de contactos y, como hiciera varias veces la noche anterior antes de dormirse, trató de encontrar el coraje para responder al anuncio que le había llamado la atención. Por fin, y antes de que el ordenado método que había impuesto a su vida se lo impidiera, escribió la carta y la echó al buzón con franqueo urgente.
A los nueve días, cuando la rutina y la intensidad de su trabajo, junto con el miedo que le exigía evasión, le habían hecho olvidar esa iniciativa que el raciocinio le decía que era una idiotez, recibió una larga carta acompañada de una fotografía. Sonreía a la cámara un muchacho de veintitrés años; aparecía al pie de una cascada, cubierto sólo con un pequeño y abultado bañador azul, lo que le permitía exhibir un cuerpo muy atractivo, rematado por un rostro en el que la indudable inteligencia de la mirada se opacaba por la sonrisa autosuficiente de quien proclama "estos son mis poderes".
La foto no hubiera bastado para que Alberto se interesara por Pepe Luis. Pero la carta, escrita con una letra algo insegura, revelaba mucha sensibilidad adobada con cierta ironía.
Siguieron otras cuatro cartas y comenzaron las llamadas telefónicas. La voz de Pepe Luis era decepcionante, pero lo que decía, no.
Alberto arrastraba treinta y siete años de indiferencia anestesiada a pesar de su éxito como creativo de publicidad. Entraba en la edad madura condicionado todavía por una educación muy severa y unos frenos atávicos que le habían incapacitado para mantener relaciones afectivas satisfactorias; nunca había permitido que se desmoronasen sus defensas, algo que no sabía identificar le decía que nadie se enamoraría de él. Hacía quince años que deseaba retocar esa parte esencial de su biografía, librarse de la rigidez del pasado y del sentimiento de invalidez sentimental que le hacía creer que era incapaz de inspirar pasiones.
Un viernes, a las tres de la tarde, cuando  se disponía a pasar un fin de semana tan insulso como de costumbre, sonó el teléfono:
-Soy Pepe Luis.
-Hola. Después de tu llamada de anoche, creí que ya no volverías a telefonearme hasta dentro de unos días.
-Es que cuando colgué el teléfono, no podía dormir. Tu voz me hace sentir ganas de abalanzarme sobre ti y besarte hasta perder el aliento.
Alberto calló. Le desconcertaba la vehemencia de Pepe Luis. Éste prosiguió:
-No puedo esperar más a conocerte en persona. A veces, siento la tentación de coger el tren. Ahora mismo, si no fuera porque tengo que trabajar mañana medio día, me dan ganas de echar a correr para conocerte. ¿Por qué no vienes a Moguer?
-Son seiscientos cincuenta kilómetros, Pepe Luis.
-Todo es autopista, Alberto, no creo que tardes ni cinco horas. Ven, por favor. Si no te veo cuanto antes, voy a hacer una tontería.
-Te recuerdo que tengo treinta y siete años.
-Esa es una de las cosas que más me gustan de ti. Me da seguridad.
Impremeditadamente, sorprendido de sí mismo y como quien corre hacia su última ocasión, Alberto preparó un pequeño bolso de viaje y salió a la carretera.
Las cinco horas y media que le tomó llegar al cruce donde la autovía Sevilla-Huelva indicaba el desvío a Moguer, las pasó inmerso en la duda. Le asustaba el momento en que se encontrara frente al joven bronceado y algo jactancioso de la fotografía. Seguramente él iba a decepcionarle, con su carácter reservado y sus costumbres ordenadas, tan distantes de los usos juveniles.
Luego de pasar ante San Juan del Puerto, paró el coche en el arcén, para concederse una última oportunidad de reflexión. ¿Debía continuar? ¿Iba a cometer un error importante? ¿no se vería desorganizada su ordenada vida por la irrupción en ella de un chico tan joven, con las hormonas alborotadas y las pasiones de todos los jóvenes? Era catorce años mayor que Pepe Luis; por mucho que el espejo retrovisor le dijera que resultaba joven y razonablemente atractivo, dudaba que un muchacho de veintitrés años pudiera enamorarse de él de verdad, sinceramente, más allá de un apasionamiento impaciente y tal vez interesado; la vehemencia de Pepe Luis tenía que ocultar algún propósito oscuro, quizás el deseo de ayuda para salir del pueblo y vivir en Madrid. ¿Cómo iba a enamorarse de él un chico así, alguien que cuidaba su cuerpo como un gigoló de lujo, seducido ahora por la posibilidad de trabajar de modelo manipulando su condición de publicitario? No había ninguna duda, había sido enredado por una ambición que no tenía casi nada que ver con los sentimientos, sólo con los intereses. Pepe Luis le había elegido como hierro ardiente donde aferrarse para escapar de una existencia que le aburría. Ese encuentro carecía de sentido. Tenía que volver a Madrid.
Iba a poner el coche en marcha para virar en redondo, cuando vio por el espejo retrovisor que se acercaba un muchacho que, por su aspecto y por el hecho de cargar un macuto verde oliva, le pareció un soldado que volvía a su pueblo con un permiso de fin de semana. Andares muy elásticos y gráciles. La silueta era armónica y desprendía una poderío apreciable. Corrió junto a la ventanilla de un salto que pareció inverosímil, notando que Alberto estaba a punto de accionar la llave de contacto:
-¿Has parado por mí? -le preguntó con un tono tan seductor y provocativo que hizo que Alberto se pusiera en guardia. Olía a fresas y a hierbas silvestres.
Cutis atezado, pómulos prominentes pero sin exageración, ojos verdes que brillaba con chispas incitadoras aun en la oscuridad y unos labios entre dulces y sarcásticos que parecían a punto de besar.
      -Yo... –murmuró Alberto, casi desfallecido
-Te vi pasar y me fijé, porque este coche me gusta mucho. Cuando noté que parabas, he apretado el paso, para que me lleves al pueblo. Porque vas a llevarme, ¿verdad?
Alberto le escrutó. Sus mejillas hundidas y morenas tenían el atractivo de quien hace deporte y pasa muchas horas al aire libre. Sus ojos verdegrises le miraban de modo directo pero brillaban con mucha picardía. Lo había visto al pasar, pero sin fijarse en él; sólo se le había quedado impresa en la memoria la elasticidad de sus zancadas. Llevaba tres botones de la camisa abiertos, como si quisiera que todos apreciaran el contenido firme y anunciador de unos abdominales de escándalo. Su tono revelaba desparpajo y seguridad. La seguridad y el cinismo de quien acostumbra a sacudirse el aburrimiento y las apreturas económicas de la mili yendo en busca de propinas en las rutas de la prostitución, a la caza de hombres de mediana edad que le invitaran a subir al coche. Su aspecto era, sin embargo, muy saludable y sonreía con inocencia que tal vez era fingida, como si qwuissiera dejar patente aún no estabza corrompido del todo.
Alberto se sorprendió al decir:
-Está bien. Entra.
-Me llamo Eduardo -dijo el militón, tendiéndole la mano mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.
Era una mano recia, áspera y cálida, que produjo a Alberto un  estremecimiento. Al estrechársela, trató de no mirar sus muslos que parecían rellenar en exceso los pantalones, marcando un bulto del que se forzó a desviar la mirada. Se dijo que tenía que estar alerta, porque, a su entrada, el coche se había llenado de aromas arrebatadores de campo y aire libre.
-Yo me llamo Alberto -respondió mientras emprendía la marcha.
-¿Vienes de turismo? -el acento de Eduardo resultaba telúrico como la voz de la tierra, en contraste con la serena desenvoltura.
 -No... exactamente. Voy a encontrarme con... un amigo.
 -¿En Moguer?
 -Sí.
 -¿Cómo se llama? Tengo que conocerlo, porque en el pueblo nos conocemos todos.
-Pepe Luis Castellanos.
Eduardo sonrió de un modo que reforzó el alerta de Alberto. ¿Qué estaría pensando? ¿Cuál sería la imagen que Pepe Luis proyectaba ante sus vecinos? ¿Era irónica la sonrisa de Eduardo o, sencillamente, estaba siendo condicionado por la prevención de siempre?
El joven no añadió comentario alguno a la sonrisa y dedicó casi todo el tiempo que duró el corto trayecto a hablar de la playa de Mazagón y los atractivos monumentales de Moguer. Se había retrepado un poco sobre la puerta para mirar más directamente a Alberto. Este se sentía examinado, sopesado; el examen era abrumador, porque aquellos poderosos ojos le recorrían una y otra vez de arriba abajo.  Eduardo parecía hacer esfuerzos para no mencionar a Pepe Luis, mientras Alberto sentía que una tela de araña, compuesta por hilos impregnados con resina y jarabe de fresas, le atrapaba progresivamente.
No se trataba de nada desagradable ni molesto. Era algo que lo forzaba a pegarse a Eduardo, como su hubiera un imán irresistible. Aferró el volante con las dos manos, porque sintió el riesgo de que su mano derecha peregrinase por aquel pantalón tan apretado.
-¿Estás casado?
     Alberto negó sin volver la cabeza hacia Eduardo. Debía tensar el cuello para no mirarlo de un modo que revelase sus pensamientos.
     Entonces… no tendrás hijos.
     Alberto volvió a negar.
     Mi hermano Manolo tenía también en Madrid un amigo mayor, que venía a visitarlo en un coche imponente, como tú vienes a ver a Pepe Luis.
       -Ah, ¿sí? –murmuró con voz atragantada.
      Como era consciente de su turbación, Alberto trataba de no hablar, de modo que Eduardo, tan locuaz, callaba algunos momentos como si estuviese haciendo funcionar una calculadora interna que le inspirase nuevas preguntas.
       Mientras, Alberto no paraba de preguntarse si Pepe Luis iba a inspirarle las mismas sensaciones
      -¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Moguer? -preguntó Eduardo cuando se apeaba del coche frente al monasterio de Santa Clara, tensando al salir los flecos aromáticos enredados en torno a Alberto.
Inesperadamente, inmovilizado por el embrujo y, sin embargo, movido por algo que percibió en el tono de la pregunta, Alberto preguntó a su vez:
-¿Tienes prisa? ¿Quieres tomar una cerveza?
-Claro que sí. Vengo muerto de sed. Pero..., en fin, sólo puedo quedarme contigo unos minutillos. Es que llamé a mi madre desde San Juan y ahora tiene que estar deseando verme. Llevo tres semanas sin librar.
Recorrió unos pocos pasos hasta una taberna, mientras Alberto le seguía sintiéndose agarrotado. Eduardo andaba con naturalidad, pero la anchura de sus hombros, el volumen de sus piernas y el contoneo de sus glúteos resultaban incitadores a pesar de que cargaba el macuto.
Alberto se movía con cierta torpeza,  desconcertado por el embrujo en que estaba siendo envuelto.
Mientras bebían cerveza, Alberto notaba que los sedosos hilos se anudaban a su garganta, piernas y brazos, pero no le causaban ahogo, sino deseos de permitir que la prisión se completase, que le envolviera en un cálido y metamórfico capullo de seda donde inhalar el olor a fresas, hinojos, yerbabuena, madreselva y romero, hasta reventar como una crisálida y desechar la vieja piel para que emergiese por fin el verdadero Alberto que albergaba su pecho. Eduardo añadió:
-Es un rollo. Tendría que venir todos los fines de semana, porque estamos en plena campaña de recogida de la fresa y mi padre necesita que le ayude.
-¿Tenéis fresas?
-Siete hectáreas que dan mucho trabajo. Mañana me levantaré a las cinco y pasaré todo el sábado y el domingo hincando el lomo.
Siete hectáreas de fresa tenían que rendir mucho, pensó Alberto. Si Eduardo se prostituía, lo haría sólo por aburrimiento o porque su padre no le mandaba al cuartel todo lo que necesitaba para sus francachelas. Tratando de no mirarle demasiado fijamente, lo examinó a ver si podía llegar a una conclusión afirmativa y los hilos se rompían. Medía casi un metro ochenta, un cuerpo elástico que conservaba las proporciones juveniles a pesar de su robustez, su pelo era castaño aclarado por el sol, parecía demasiado mayor para estar haciendo la mili y se comportaba con aplomo senequista. Un campesino muy amante de su familia y muy mimado por ella, que se sentía lo bastante a salvo como para pedir con naturalidad a alguien parado en la carretera que le llevase a su pueblo a fin de ahorrarse una caminata, convencido de que ello no le acarrearía consecuencias que él no pudiera controlar. No actuaba con doblez, más bien con simplicidad, y transmitía la impresión de sentirse inmune a lo desagradable y lo escabroso. Parecía, sin embargo, ser muy consciente de la laberíntica maraña de hilos de seda con que estaba anulando la voluntad de su interlocutor, porque cada mirada era un balance de la progresión del tejido
-Trabajo un montón, el trabajo de la fresa es muy duro, mira como tengo las manos -Eduardo volvió del revés sus manos llenas de arañazos-, pero me gusta más estar aquí que en el cuartel, donde no doy ni golpe.
Mientras hablaba, Alberto, definitivamente atrapado en la tela de araña, ansió que fuese él y no Pepe Luis quien le había obligado a conducir seiscientos cincuenta kilómetros.
-¿Cuantos años tienes, Eduardo?
-Veinte.
-¿De veras? Hubiera jurado que eres mayor.
-Recuerda que estoy haciendo la mili.
-Sí, pero...
El joven no paraba de mirar el reloj. Ante de despedirse con cierta precipitación, le pidió el número de teléfono de Madrid, le entregó un papel con el suyo escrito y le dijo:
-¿Te gustan las fresas? Si decides quedarte en Moguer y quieres ver mi plantación, llámame esta noche. Es complicado encontrarla, pero te explicaré cómo llegar. Podrías venir por la mañana. Me gustaría mucho.
-No creo que pueda, Eduardo. Tengo que encontrarme con Pepe Luis y me imagino que habrá hecho planes.
-De todos modos, a lo mejor te dan ganas de venir -dijo Eduardo de un modo que a Alberto le pareció enigmático.
Con desánimo, se dirigió al café donde le esperaba el chico de la foto.
Ésta le hacía justicia; poseía una figura de gimnasio y un rostro agradable, pero le afeaba su afán. Le explicó a Alberto que estaba loco por él desde el primer momento que escuchó su voz y que soñaba con el día que pudieran vivir juntos. Le pidió, sin transición, que le acompañase a visitar a unos amigos "que tienen muchas ganas de conocerte" y, mientras caminaba a su lado, Alberto se sintió desleal, porque no pensaba más que en Eduardo, cuyos sedosos tentáculos notaba todavía enredados en todo su cuerpo. Se recriminó la incoherencia, porque la principal objeción que le encontraba a Pepe Luis antes del encuentro era la edad, y Eduardo era aún más joven.
Llegaron a un local destartalado, donde dos muchachos y un hombre maduro elaboraban con moldes figuras de escayola, para venderlas en un mercadillo parroquial. El mayor de los tres tenía los ademanes propios de esa clase de personas que son en ciertos lugares andaluces la "mariquita-bufón del pueblo". Alberto dedujo que Pepe Luis formaba con el grupo una especie de clan hermético con el que se protegía del medio, porque no es cómodo amar a los hombres siendo hombre en la sociedad donde vivía. Sintió muy pronto la necesidad imperiosa de marcharse:
-Debo irme. Mañana temprano tengo una cita en Huelva.
-Creí que venías sólo por conocerme -dijo Pepe Luis con decepción.
-Sí, es cierto. Me he decidido a venir por esa razón, pero con el pretexto de que tengo ese compromiso pendiente hace varias semanas.
-¿Por qué no me llevas al hotel? Me muero por pasar la noche contigo.
Alberto lo miró un momento antes de responder:
-Otro día, Pepe Luis, estoy muy cansado. Ya hablaremos por teléfono.
Apretó el paso en dirección al coche y salió de Moguer resuelto a no regresar jamás. Conforme se alejaba, los hilos se tensaban sin romperse, transmitiéndole el latido de la piel atezada por la intemperie y el revoltillo de aromas embriagadores. Una vez acomodado en la habitación del hotel de Huelva, vio que la maraña crecía; los hilos anclados por todo su cuerpo formaban un dogal que no le ahogaba pero le producía jadeos de anticipación. Antes de que la duda le hiciera vacilar, marcó el número escrito en el papel:
-No he salido, esperando que me llamaras -dijo Eduardo.
 Era muy listo; había previsto la decepción. La pregunta de dónde sacaba esa clase de sabiduría hizo que volviera a rondar la mente de Alberto el barrunto sobre su probable condición de prostituto ocasional.
 -Tienes que conducir en dirección a Mazagón dos kilómetros y medio pasado Moguer. Verás un pinar a tu izquierda y una venta junto a un camino de tierra. Entra por él  y ya no te explico más, porque es un lío. Ve preguntando por mí a los que encuentres. Todos me conocen.
A la mañana siguiente, mientras se afeitaba, volvieron las dudas; el hombre que le miraba desde el espejo era un sujeto lleno de escepticismo y carente de ilusiones y un joven de veinte años tenía que encontrarle aburrido, cargante. Pero entraba un sol radiante por la ventana que refulgía en el lustre de los perfumados hilos de seda; además, le apetecía caminar por el campo.
Encontró la finca del padre de Eduardo con facilidad; todos los campesinos que se cruzó lo conocían y daba la impresión de que era muy popular. Varios marroquíes que recogían fresas fueron indicándole cómo llegar al punto remoto donde el joven militón se encontraba. No lo reconoció a primera vista; comprendió que era él al aumentar de improviso la maraña de seda. Estaba entre dos caballones poblados de matas de fresa, en cuclillas, cubierto sólo por un pantalón vaquero deshilachado y cortado por medio muslo. Las piernas velludas y fibrosas no parecían las de un chico de veinte años, sino las de alguien de más de treinta, lo mismo que el torso firme y bronceado, también cubierto de un vello castaño muy abundante entre los marcados pectorales y en el centro de los nítidos abdominales.
-Hola.
-¡Alberto! No te has perdido. Creí que...
-¿Qué?
-Que al final no vendrías. Tendrás cosas importantes que hacer.
-Yo...
-¿Te gustan las fresas? Come todas las que quieras.
Se mostraba ansioso por corresponder el esfuerzo de encontrarle.
-No querría estorbar tu trabajo...
-Bueno, a lo mejor se cabrea mi padre un poco, pero estoy muy contento de que hayas venido. Ven, te voy a enseñar todo esto.
Durante dos horas y media, le explicó con minuciosidad cómo había que cultivar y recolectar fresas; los hilos de seda se multiplicaban y se anclaban uno a uno en todos los poros de Alberto. El joven parecía tan complacido por la visita, que Alberto olvidó sus recelos, que iban siendo sustituidos por otra clase de emociones cada vez que Eduardo le empujaba o sujetaba para evitar que dañase las plantas. A veces, le cogía el brazo o le apretaba por la cintura, para obligarle a discurrir por las estrechas bandas de tierra libre sin perjudicar la plantación, como si la tela de araña con que lo envolvía no lo hubiera amarrado ya a su voluntad. Con intensidad creciente, Alberto comenzó a sentir el deseo de abrazarlo también, no eludir su contacto, sino todo lo contrario, pasarle también el brazo por la cintura, apretarle contra sí. Se contenía, se negaba a ello, pero al momento sentía de nuevo el estremecimiento de la recia y ancha mano de Eduardo posada en su espalda, su cintura o su brazo.
El deseo, por reprimido, llegó a ser doloroso. Eduardo le tocaba con despreocupación, como si tales gestos carecieran de importancia, pero Alberto se estaba quedando sin aliento, porque el dogal le oprimía más y más. El júbilo que subía por su esófago le ahogaba y el sol intenso no caldeaba su escalofrío.
Escuchó las explicaciones casi sin prestar atención. Sólo el entusiasmo de su tono traspasaba el capullo de seda, el orgullo de hablar sabiendo de lo que hablaba, la emoción que parecía haberle producido la visita. Algo que había durado treinta y siete años se desvaneció en el pecho de Alberto, que sintió que se liberaba del arnés que le paralizara desde que tenía memoria. Alguien conmovedoramente atractivo se mostraba feliz de tenerle cerca mientras reforzaba las amarras con que lo estaba varando a su destino.
El anhelo apremiante de devolverle el abrazo se materializó por fin. Tenían que saltar sobre una zanja y, tal como había venido haciendo, Eduardo le tomó por la cintura para forzarle a brincar. Alberto cruzó también la cintura del joven con su mano y, tras el salto, al quedar muy próximas sus cabezas, sin premeditación ni consciencia de lo que hacía, permitió que la tensión de los hilos de seda se aflojase al dejar de resistirse; rozó con los labios la mejilla morena, que sabía a sal y a miel.
-¡Alberto! -exclamó Eduardo.
Vio la sombra que cruzaba por su rostro y Alberto se sintió como si hubiera profanado un altar. Anheló desvanecerse en el aire. Creyó que todas las miradas, la del padre y los hermanos de Eduardo y la de los trabajadores marroquíes, se clavaban en él. Pero no. No había caído un rayo sobre las fresas, el sol continuaba refulgiendo, la brisa ondulaba las plantas y nadie había dejado de hacer lo que estaba haciendo. Sólo Eduardo cambió; todos los nudos de la telaraña se habían soltado y Alberto sintió el vértigo del que pierde pie ante el abismo. De repente, Eduardo se apartaba unos metros de él y le precedía como si tuviera prisa.
Alberto deseó morir.
Eduardo le condujo en silencio hasta el automóvil y miró para otro lado mientras lo ponía en marcha. Por el espejo retrovisor, lo vio internarse en la plantación con los hombros hundidos y sin volver la cabeza.
Durante una semana, el trabajo fue lo más tedioso que recordaba en su vida. Le rechazaron una campaña que había diseñado para una marca de automóvil y se sintió vacío, sin ideas, incapaz de enmendar el fracaso, porque la rotura de los hilos era como si hubieran cortado los tubos que le hacían respirar. Cada noche, miraba durante horas el papel con el número de teléfono escrito, negándose a la tentación de marcarlo mientras notaba algo parecido al síndrome de abstinencia de un licor que no había llegado a saborear aunque todos los sentidos estuvieran abiertos a su aroma. Eduardo estaría en el cuartel; sólo podría dejarle un mensaje en el que era imposible incluir la disculpa que le quemaba en la garganta, una disculpa que ante el padre o la madre sonaría carente de sentido.  Fue una semana de inanición, de la que emergió cuando el sábado siguiente respondió el teléfono a las cinco y media de la madrugada:
 -Soy yo, Eduardo -su tono era muy severo, tenso, pero el aroma de fresas e hinojos brotaba a raudales por el auricular.
-Yo...
-Me insultaste... ¿por qué tuviste que hacer aquello?
-Lo siento, Eduardo. No fue premeditado.
-Pero no era un beso guarro, ¿verdad? Tuvo que ser un beso de cariño...
-No sé lo que quieres decir con "guarro", Eduardo, pero me salió del alma, no lo pude evitar. Sin querer, llevabas dos horas y media haciéndome sentir que el viaje a Moguer había sido una idea maravillosa y que vivir merecía la pena. Ese beso fue como un grito de júbilo.
-Pero... ¿era un beso guarro?
-No creo que un beso pueda ser guarro, Eduardo.
-Me has hecho pasarlo muy mal. Toda la semana, he estado haciendo tonterías en el cuartel; peleándome con los compañeros, ya sabes... Anoche, cuando volvía al pueblo, me acordaba de cuando paraste para esperarme y luego, pues ya ves, dentro de un rato tengo que ir a deslomarme al campo sin haber conseguido dormir. ¿Por qué tuviste que hacer eso?
-Tampoco yo lo he pasado bien esta semana, Eduardo.
-Yo quería que fueras mi amigo. Y ahora...
-Ojalá continuases queriéndolo, porque...
-Sigo..., yo... No vuelvas a hacerlo.
-Disculpa, Eduardo. Sería un hipócrita si te lo prometiera.
-¿Volviste a ver a Pepe Luis?
-¿Pepe Luis? ¡Ah!. No me acordaba de él. No, ¿cómo iba a volver a verlo? Creo que habías previsto que me iba a decepcionar, ¿no es cierto?
-Pero tú eres de su... gremio.
-¿Qué? Bueno..., supongo que tienes razón. Pero conoces una parte muy limitada de mi realidad.
-Nunca hubiera pensado que tú... Bueno, tengo que irme. Mi padre me está esperando. Perdona que te haya despertado.
Alberto escuchó el chasquido del corte de comunicación, que fue como si un interruptor le cortara el pulso aunque veía brillar y multiplicarse de nuevo los hilos lustrosos y perfumados que medían seiscientos cincuenta kilómetros y le arrastraban en dirección a Moguer.
Las siguientes dos semanas continuó sin reaccionar. Su trabajo resultaba gris y comenzó a intuir que iba a tener problemas, porque pasaba más tiempo atento a los flecos de seda que a las instrucciones creativas que le daban.
Tras dos semanas sin oír su voz, el teléfono volvió a sonar el sábado a las cinco de la mañana:
-Te odio, hijo de puta -dijo Eduardo, mientras el auricular se convertía en un surdidor de perfume a fresas-. Si te tuviera a mano, te daba dos puñetazos.
-¿Quieres que vaya a Moguer?
-Como te vea, te voy a majar. Otra vez me he quedado toda la noche sin dormir. Eres un maricón hijo de puta.
-Si quieres, cojo el coche ahora mismo y salgo para Moguer.
-Si te viera aparecer por la finca, armaría un escándalo.
-Podría llegar a mediodía.
-Eres un hijo de puta. ¿Por qué me has hecho esto?
La media hora de insultos cambió el humor de Alberto. El lunes siguiente, creó una campaña para la marca de automóvil que fue una de las más elogiadas de su vida. Para celebrar el éxito, sus jefes le invitaron a cenar y, mientras le hablaban, él vigilaba la progresión de la tela de araña perfumada que empezaba a parecer una estela de plata sólida.
De lunes a viernes, tuvo una semana de éxitos acumulados, cuyo origen no podía ser más que los hilos que le anclaban a Eduardo, acelerando el flujo de su sangre a través de las arterias fortalecidas por los efluvios que le enviaba desde Moguer. Volvía a tener veinticinco años, volvía a salir de la universidad dispuesto a ponerse el mundo por montera, la vida se abría prometedora ante él, su piel se erizaba por el deseo de una caricia y  por primera vez en doce años presentía que esa caricia estaba a punto de producirse. El viernes, la impaciencia le impidió dormir. Leyó hasta que el teléfono sonó a las cinco y diez de la madrugada. El perfume de fresas mezclado con esencia de romero chorreó en cataratas a través de la mano que asía el auricular.
-Me han dado dos días de permiso que me debían en el cuartel. Voy a quedarme cuatro días en Moguer, porque mi padre no da abasto. Algunas fresas están pudriéndose.
-¿Quieres que coja el coche y vaya?
-Te echaría a patadas de la finca.
-Me pondré espinilleras.
-Le diré a la gente que te diga que no estoy.
-Pero yo te encontraré. ¿Cuándo te licencian?
-¿A ti qué te importa, degenerado?
-¿Has dormido bien esta noche?
-Sabes de sobra que no. Anoche, cuando llegaba a Moguer andando desde San Juan, se cruzó un coche como el tuyo, creí que eras tú y aparté a correr para alcanzarte y cuando me di cuenta de que no... que me había equivocado, me sentí... me dio un cabreo de mil cojones y...
-¿Qué?
-Tienes que olvidarte de mí, Alberto. Me haces soñar cosas que...Yo no...
-Ya lo sé.
-Pues eso... Ni se te ocurra venir a Moguer. Si se lo cuento a mi padre, sacaría la escopeta y...
-¿Cuando acaba la recogida de la fresa?
-Me duele la espalda, estoy hecho mixto. El médico del cuartel me ha dicho que tengo agotamiento y estoy durmiendo muy mal.
-¿Cuándo acaba la recogida?
-Todavía hay fresas para un mes, y luego vienen los rebrotes. Paso el día cabreado.
-Si tienes tantas ganas de golpearme, iré por ahí para que lo hagas.
-Me licencio dentro de tres meses y medio.
-¿Vendrías a Madrid si te invitara?
 Sonó el chasquido. Había vuelto a cortar. Alberto tuvo que ponerse a cambiar muebles de sitio para resistir el impulso de bajar y lanzarse con el coche a la carretera, a fin de que el dogal de hilos de seda se aflojase.
 Todas las noches de viernes a sábado llegó a través del auricular la cascada de aromas que iban reforzando la tela de araña, y la estela de plata se convirtió en una pista directa, sin obstáculos. Cuatro meses más tarde, justos, a la misma hora, estaba desayunando en una cafetería de Atocha, sin apenas poder mover los brazos enredados en la madeja de seda y con el corazón detenido.
No había conseguido pegar ojo.
Y  todavía faltaban cuatro horas para que llegase el AVE donde Eduardo acudía a su encuentro.

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