CUENTOS DEL AMOR VIRIL
LUIS MELERO
¿TE
GUSTAN LAS FRESAS?
Alberto Bouza se lo había pensado durante once
semanas, sin conseguir librarse de la duda ni del miedo, que le causaban
vértigo. Cuando al fin decidió actuar, lo hizo movido más por un impulso que
por convicción.
Once semanas atrás, había hecho algo que hasta
entonces le parecía inimaginable. Antes, se había mirado al espejo mientras se
afeitaba, contemplando al hombre juvenil que estaba a punto de alcanzar la
madurez; había un rictus de insatisfacción en sus labios, y en sus ojos, la
falta de audacia de quien pasa por la vida como por un campo minado, sin
recorrerla a fondo. Se preguntó si el
amor era todavía una posibilidad para él y no supo responderse. Después, giró
el cuello hacia la mesilla de noche, donde reposaba la revista de contactos y,
como hiciera varias veces la noche anterior antes de dormirse, trató de
encontrar el coraje para responder al anuncio que le había llamado la atención.
Por fin, y antes de que el ordenado método que había impuesto a su vida se lo
impidiera, escribió la carta y la echó al buzón con franqueo urgente.
A los nueve días, cuando la rutina y la
intensidad de su trabajo, junto con el miedo que le exigía evasión, le habían
hecho olvidar esa iniciativa que el raciocinio le decía que era una idiotez,
recibió una larga carta acompañada de una fotografía. Sonreía a la cámara un
muchacho de veintitrés años; aparecía al pie de una cascada, cubierto sólo con
un pequeño y abultado bañador azul, lo que le permitía exhibir un cuerpo muy
atractivo, rematado por un rostro en el que la indudable inteligencia de la
mirada se opacaba por la sonrisa autosuficiente de quien proclama "estos
son mis poderes".
La foto no hubiera bastado para que Alberto se
interesara por Pepe Luis. Pero la carta, escrita con una letra algo insegura,
revelaba mucha sensibilidad adobada con cierta ironía.
Siguieron otras cuatro cartas y comenzaron las
llamadas telefónicas. La voz de Pepe Luis era decepcionante, pero lo que decía,
no.
Alberto arrastraba treinta y siete años de
indiferencia anestesiada a pesar de su éxito como creativo de publicidad.
Entraba en la edad madura condicionado todavía por una educación muy severa y
unos frenos atávicos que le habían incapacitado para mantener relaciones
afectivas satisfactorias; nunca había permitido que se desmoronasen sus
defensas, algo que no sabía identificar le decía que nadie se enamoraría de él.
Hacía quince años que deseaba retocar esa parte esencial de su biografía,
librarse de la rigidez del pasado y del sentimiento de invalidez sentimental
que le hacía creer que era incapaz de inspirar pasiones.
Un viernes, a las tres de la tarde, cuando se disponía a pasar un fin de semana tan
insulso como de costumbre, sonó el teléfono:
-Soy Pepe Luis.
-Hola. Después de tu llamada de anoche, creí que
ya no volverías a telefonearme hasta dentro de unos días.
-Es que cuando colgué el teléfono, no podía
dormir. Tu voz me hace sentir ganas de abalanzarme sobre ti y besarte hasta
perder el aliento.
Alberto calló. Le desconcertaba la vehemencia de
Pepe Luis. Éste prosiguió:
-No puedo esperar más a conocerte en persona. A
veces, siento la tentación de coger el tren. Ahora mismo, si no fuera porque
tengo que trabajar mañana medio día, me dan ganas de echar a correr para
conocerte. ¿Por qué no vienes a Moguer?
-Son seiscientos cincuenta kilómetros, Pepe
Luis.
-Todo es autopista, Alberto, no creo que tardes
ni cinco horas. Ven, por favor. Si no te veo cuanto antes, voy a hacer una
tontería.
-Te recuerdo que tengo treinta y siete años.
-Esa es una de las cosas que más me gustan de
ti. Me da seguridad.
Impremeditadamente, sorprendido de sí mismo y
como quien corre hacia su última ocasión, Alberto preparó un pequeño bolso de
viaje y salió a la carretera.
Las cinco horas y media que le tomó llegar al
cruce donde la autovía Sevilla-Huelva indicaba el desvío a Moguer, las pasó
inmerso en la duda. Le asustaba el momento en que se encontrara frente al joven
bronceado y algo jactancioso de la fotografía. Seguramente él iba a
decepcionarle, con su carácter reservado y sus costumbres ordenadas, tan
distantes de los usos juveniles.
Luego de pasar ante San Juan del Puerto, paró el
coche en el arcén, para concederse una última oportunidad de reflexión. ¿Debía
continuar? ¿Iba a cometer un error importante? ¿no se vería desorganizada su
ordenada vida por la irrupción en ella de un chico tan joven, con las hormonas
alborotadas y las pasiones de todos los jóvenes? Era catorce años mayor que
Pepe Luis; por mucho que el espejo retrovisor le dijera que resultaba joven y
razonablemente atractivo, dudaba que un muchacho de veintitrés años pudiera
enamorarse de él de verdad, sinceramente, más allá de un apasionamiento
impaciente y tal vez interesado; la vehemencia de Pepe Luis tenía que ocultar
algún propósito oscuro, quizás el deseo de ayuda para salir del pueblo y vivir
en Madrid. ¿Cómo iba a enamorarse de él un chico así, alguien que cuidaba su
cuerpo como un gigoló de lujo, seducido ahora por la posibilidad de trabajar de
modelo manipulando su condición de publicitario? No había ninguna duda, había
sido enredado por una ambición que no tenía casi nada que ver con los
sentimientos, sólo con los intereses. Pepe Luis le había elegido como hierro
ardiente donde aferrarse para escapar de una existencia que le aburría. Ese
encuentro carecía de sentido. Tenía que volver a Madrid.
Iba a poner el coche en marcha para virar en
redondo, cuando vio por el espejo retrovisor que se acercaba un muchacho que,
por su aspecto y por el hecho de cargar un macuto verde oliva, le pareció un
soldado que volvía a su pueblo con un permiso de fin de semana. Andares muy
elásticos y gráciles. La silueta era armónica y desprendía una poderío
apreciable. Corrió junto a la ventanilla de un salto que pareció inverosímil,
notando que Alberto estaba a punto de accionar la llave de contacto:
-¿Has parado por mí? -le preguntó con un tono
tan seductor y provocativo que hizo que Alberto se pusiera en guardia. Olía a
fresas y a hierbas silvestres.
Cutis atezado, pómulos prominentes pero sin
exageración, ojos verdes que brillaba con chispas incitadoras aun en la
oscuridad y unos labios entre dulces y sarcásticos que parecían a punto de
besar.
-Yo... –murmuró Alberto, casi
desfallecido
-Te vi pasar y me fijé, porque este coche me
gusta mucho. Cuando noté que parabas, he apretado el paso, para que me lleves
al pueblo. Porque vas a llevarme, ¿verdad?
Alberto le escrutó. Sus mejillas hundidas y
morenas tenían el atractivo de quien hace deporte y pasa muchas horas al aire
libre. Sus ojos verdegrises le miraban de modo directo pero brillaban con mucha
picardía. Lo había visto al pasar, pero sin fijarse en él; sólo se le había
quedado impresa en la memoria la elasticidad de sus zancadas. Llevaba tres
botones de la camisa abiertos, como si quisiera que todos apreciaran el
contenido firme y anunciador de unos abdominales de escándalo. Su tono revelaba
desparpajo y seguridad. La seguridad y el cinismo de quien acostumbra a
sacudirse el aburrimiento y las apreturas económicas de la mili yendo en busca
de propinas en las rutas de la prostitución, a la caza de hombres de mediana
edad que le invitaran a subir al coche. Su aspecto era, sin embargo, muy
saludable y sonreía con inocencia que tal vez era fingida, como si qwuissiera
dejar patente aún no estabza corrompido del todo.
Alberto se sorprendió al decir:
-Está bien. Entra.
-Me llamo Eduardo -dijo el militón, tendiéndole
la mano mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.
Era una mano recia, áspera y cálida, que produjo
a Alberto un estremecimiento. Al
estrechársela, trató de no mirar sus muslos que parecían rellenar en exceso los
pantalones, marcando un bulto del que se forzó a desviar la mirada. Se dijo que
tenía que estar alerta, porque, a su entrada, el coche se había llenado de
aromas arrebatadores de campo y aire libre.
-Yo me llamo Alberto -respondió mientras
emprendía la marcha.
-¿Vienes de turismo? -el acento de Eduardo
resultaba telúrico como la voz de la tierra, en contraste con la serena
desenvoltura.
-No...
exactamente. Voy a encontrarme con... un amigo.
-¿En
Moguer?
-Sí.
-¿Cómo se
llama? Tengo que conocerlo, porque en el pueblo nos conocemos todos.
-Pepe Luis Castellanos.
Eduardo sonrió de un modo que reforzó el alerta
de Alberto. ¿Qué estaría pensando? ¿Cuál sería la imagen que Pepe Luis
proyectaba ante sus vecinos? ¿Era irónica la sonrisa de Eduardo o,
sencillamente, estaba siendo condicionado por la prevención de siempre?
El joven no añadió comentario alguno a la
sonrisa y dedicó casi todo el tiempo que duró el corto trayecto a hablar de la
playa de Mazagón y los atractivos monumentales de Moguer. Se había retrepado un
poco sobre la puerta para mirar más directamente a Alberto. Este se sentía
examinado, sopesado; el examen era abrumador, porque aquellos poderosos ojos le
recorrían una y otra vez de arriba abajo.
Eduardo parecía hacer esfuerzos para no mencionar a Pepe Luis, mientras
Alberto sentía que una tela de araña, compuesta por hilos impregnados con
resina y jarabe de fresas, le atrapaba progresivamente.
No se trataba de nada desagradable ni molesto.
Era algo que lo forzaba a pegarse a Eduardo, como su hubiera un imán
irresistible. Aferró el volante con las dos manos, porque sintió el riesgo de
que su mano derecha peregrinase por aquel pantalón tan apretado.
-¿Estás casado?
Alberto negó sin volver la cabeza hacia
Eduardo. Debía tensar el cuello para no mirarlo de un modo que revelase sus
pensamientos.
Entonces… no tendrás hijos.
Alberto volvió a negar.
Mi hermano Manolo tenía también en Madrid
un amigo mayor, que venía a visitarlo en un coche imponente, como tú vienes a
ver a Pepe Luis.
-Ah, ¿sí? –murmuró con voz atragantada.
-Ah, ¿sí? –murmuró con voz atragantada.
Como era consciente de su turbación,
Alberto trataba de no hablar, de modo que Eduardo, tan locuaz, callaba algunos
momentos como si estuviese haciendo funcionar una calculadora interna que le
inspirase nuevas preguntas.
Mientras, Alberto no paraba de
preguntarse si Pepe Luis iba a inspirarle las mismas sensaciones
-¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Moguer?
-preguntó Eduardo cuando se apeaba del coche frente al monasterio de Santa
Clara, tensando al salir los flecos aromáticos enredados en torno a Alberto.
Inesperadamente, inmovilizado por el embrujo y,
sin embargo, movido por algo que percibió en el tono de la pregunta, Alberto
preguntó a su vez:
-¿Tienes prisa? ¿Quieres tomar una cerveza?
-Claro que sí. Vengo muerto de sed. Pero..., en
fin, sólo puedo quedarme contigo unos minutillos. Es que llamé a mi madre desde
San Juan y ahora tiene que estar deseando verme. Llevo tres semanas sin librar.
Recorrió unos pocos pasos hasta una taberna,
mientras Alberto le seguía sintiéndose agarrotado. Eduardo andaba con
naturalidad, pero la anchura de sus hombros, el volumen de sus piernas y el
contoneo de sus glúteos resultaban incitadores a pesar de que cargaba el
macuto.
Alberto se movía con cierta torpeza, desconcertado por el embrujo en que estaba
siendo envuelto.
Mientras bebían cerveza, Alberto notaba que los
sedosos hilos se anudaban a su garganta, piernas y brazos, pero no le causaban
ahogo, sino deseos de permitir que la prisión se completase, que le envolviera
en un cálido y metamórfico capullo de seda donde inhalar el olor a fresas,
hinojos, yerbabuena, madreselva y romero, hasta reventar como una crisálida y
desechar la vieja piel para que emergiese por fin el verdadero Alberto que
albergaba su pecho. Eduardo añadió:
-Es un rollo. Tendría que venir todos los fines
de semana, porque estamos en plena campaña de recogida de la fresa y mi padre
necesita que le ayude.
-¿Tenéis fresas?
-Siete hectáreas que dan mucho trabajo. Mañana
me levantaré a las cinco y pasaré todo el sábado y el domingo hincando el lomo.
Siete hectáreas de fresa tenían que rendir
mucho, pensó Alberto. Si Eduardo se prostituía, lo haría sólo por aburrimiento
o porque su padre no le mandaba al cuartel todo lo que necesitaba para sus
francachelas. Tratando de no mirarle demasiado fijamente, lo examinó a ver si
podía llegar a una conclusión afirmativa y los hilos se rompían. Medía casi un
metro ochenta, un cuerpo elástico que conservaba las proporciones juveniles a
pesar de su robustez, su pelo era castaño aclarado por el sol, parecía
demasiado mayor para estar haciendo la mili y se comportaba con aplomo
senequista. Un campesino muy amante de su familia y muy mimado por ella, que se
sentía lo bastante a salvo como para pedir con naturalidad a alguien parado en
la carretera que le llevase a su pueblo a fin de ahorrarse una caminata,
convencido de que ello no le acarrearía consecuencias que él no pudiera
controlar. No actuaba con doblez, más bien con simplicidad, y transmitía la
impresión de sentirse inmune a lo desagradable y lo escabroso. Parecía, sin
embargo, ser muy consciente de la laberíntica maraña de hilos de seda con que
estaba anulando la voluntad de su interlocutor, porque cada mirada era un
balance de la progresión del tejido
-Trabajo un montón, el trabajo de la fresa es
muy duro, mira como tengo las manos -Eduardo volvió del revés sus manos llenas
de arañazos-, pero me gusta más estar aquí que en el cuartel, donde no doy ni
golpe.
Mientras hablaba, Alberto, definitivamente
atrapado en la tela de araña, ansió que fuese él y no Pepe Luis quien le había
obligado a conducir seiscientos cincuenta kilómetros.
-¿Cuantos años tienes, Eduardo?
-Veinte.
-¿De veras? Hubiera jurado que eres mayor.
-Recuerda que estoy haciendo la mili.
-Sí, pero...
El joven no paraba de mirar el reloj. Ante de
despedirse con cierta precipitación, le pidió el número de teléfono de Madrid,
le entregó un papel con el suyo escrito y le dijo:
-¿Te gustan las fresas? Si decides quedarte en
Moguer y quieres ver mi plantación, llámame esta noche. Es complicado
encontrarla, pero te explicaré cómo llegar. Podrías venir por la mañana. Me
gustaría mucho.
-No creo que pueda, Eduardo. Tengo que
encontrarme con Pepe Luis y me imagino que habrá hecho planes.
-De todos modos, a lo mejor te dan ganas de
venir -dijo Eduardo de un modo que a Alberto le pareció enigmático.
Con desánimo, se dirigió al café donde le
esperaba el chico de la foto.
Ésta le hacía justicia; poseía una figura de
gimnasio y un rostro agradable, pero le afeaba su afán. Le explicó a Alberto
que estaba loco por él desde el primer momento que escuchó su voz y que soñaba
con el día que pudieran vivir juntos. Le pidió, sin transición, que le
acompañase a visitar a unos amigos "que tienen muchas ganas de
conocerte" y, mientras caminaba a su lado, Alberto se sintió desleal,
porque no pensaba más que en Eduardo, cuyos sedosos tentáculos notaba todavía
enredados en todo su cuerpo. Se recriminó la incoherencia, porque la principal
objeción que le encontraba a Pepe Luis antes del encuentro era la edad, y
Eduardo era aún más joven.
Llegaron a un local destartalado, donde dos
muchachos y un hombre maduro elaboraban con moldes figuras de escayola, para
venderlas en un mercadillo parroquial. El mayor de los tres tenía los ademanes
propios de esa clase de personas que son en ciertos lugares andaluces la
"mariquita-bufón del pueblo". Alberto dedujo que Pepe Luis formaba
con el grupo una especie de clan hermético con el que se protegía del medio,
porque no es cómodo amar a los hombres siendo hombre en la sociedad donde
vivía. Sintió muy pronto la necesidad imperiosa de marcharse:
-Debo irme. Mañana temprano tengo una cita en
Huelva.
-Creí que venías sólo por conocerme -dijo Pepe
Luis con decepción.
-Sí, es cierto. Me he decidido a venir por esa
razón, pero con el pretexto de que tengo ese compromiso pendiente hace varias
semanas.
-¿Por qué no me llevas al hotel? Me muero por
pasar la noche contigo.
Alberto lo miró un momento antes de responder:
-Otro día, Pepe Luis, estoy muy cansado. Ya
hablaremos por teléfono.
Apretó el paso en dirección al coche y salió de
Moguer resuelto a no regresar jamás. Conforme se alejaba, los hilos se tensaban
sin romperse, transmitiéndole el latido de la piel atezada por la intemperie y
el revoltillo de aromas embriagadores. Una vez acomodado en la habitación del
hotel de Huelva, vio que la maraña crecía; los hilos anclados por todo su
cuerpo formaban un dogal que no le ahogaba pero le producía jadeos de
anticipación. Antes de que la duda le hiciera vacilar, marcó el número escrito
en el papel:
-No he salido, esperando que me llamaras -dijo
Eduardo.
Era muy
listo; había previsto la decepción. La pregunta de dónde sacaba esa clase de
sabiduría hizo que volviera a rondar la mente de Alberto el barrunto sobre su
probable condición de prostituto ocasional.
-Tienes
que conducir en dirección a Mazagón dos kilómetros y medio pasado Moguer. Verás
un pinar a tu izquierda y una venta junto a un camino de tierra. Entra por
él y ya no te explico más, porque es un
lío. Ve preguntando por mí a los que encuentres. Todos me conocen.
A la mañana siguiente, mientras se afeitaba,
volvieron las dudas; el hombre que le miraba desde el espejo era un sujeto
lleno de escepticismo y carente de ilusiones y un joven de veinte años tenía
que encontrarle aburrido, cargante. Pero entraba un sol radiante por la ventana
que refulgía en el lustre de los perfumados hilos de seda; además, le apetecía
caminar por el campo.
Encontró la finca del padre de Eduardo con
facilidad; todos los campesinos que se cruzó lo conocían y daba la impresión de
que era muy popular. Varios marroquíes que recogían fresas fueron indicándole
cómo llegar al punto remoto donde el joven militón se encontraba. No lo
reconoció a primera vista; comprendió que era él al aumentar de improviso la
maraña de seda. Estaba entre dos caballones poblados de matas de fresa, en
cuclillas, cubierto sólo por un pantalón vaquero deshilachado y cortado por
medio muslo. Las piernas velludas y fibrosas no parecían las de un chico de
veinte años, sino las de alguien de más de treinta, lo mismo que el torso firme
y bronceado, también cubierto de un vello castaño muy abundante entre los marcados
pectorales y en el centro de los nítidos abdominales.
-Hola.
-¡Alberto! No te has perdido. Creí que...
-¿Qué?
-Que al final no vendrías. Tendrás cosas
importantes que hacer.
-Yo...
-¿Te gustan las fresas? Come todas las que
quieras.
Se mostraba ansioso por corresponder el esfuerzo
de encontrarle.
-No querría estorbar tu trabajo...
-Bueno, a lo mejor se cabrea mi padre un poco,
pero estoy muy contento de que hayas venido. Ven, te voy a enseñar todo esto.
Durante dos horas y media, le explicó con minuciosidad
cómo había que cultivar y recolectar fresas; los hilos de seda se multiplicaban
y se anclaban uno a uno en todos los poros de Alberto. El joven parecía tan
complacido por la visita, que Alberto olvidó sus recelos, que iban siendo
sustituidos por otra clase de emociones cada vez que Eduardo le empujaba o
sujetaba para evitar que dañase las plantas. A veces, le cogía el brazo o le
apretaba por la cintura, para obligarle a discurrir por las estrechas bandas de
tierra libre sin perjudicar la plantación, como si la tela de araña con que lo
envolvía no lo hubiera amarrado ya a su voluntad. Con intensidad creciente,
Alberto comenzó a sentir el deseo de abrazarlo también, no eludir su contacto,
sino todo lo contrario, pasarle también el brazo por la cintura, apretarle
contra sí. Se contenía, se negaba a ello, pero al momento sentía de nuevo el
estremecimiento de la recia y ancha mano de Eduardo posada en su espalda, su
cintura o su brazo.
El deseo, por reprimido, llegó a ser doloroso.
Eduardo le tocaba con despreocupación, como si tales gestos carecieran de
importancia, pero Alberto se estaba quedando sin aliento, porque el dogal le
oprimía más y más. El júbilo que subía por su esófago le ahogaba y el sol
intenso no caldeaba su escalofrío.
Escuchó las explicaciones casi sin prestar
atención. Sólo el entusiasmo de su tono traspasaba el capullo de seda, el
orgullo de hablar sabiendo de lo que hablaba, la emoción que parecía haberle
producido la visita. Algo que había durado treinta y siete años se desvaneció en
el pecho de Alberto, que sintió que se liberaba del arnés que le paralizara
desde que tenía memoria. Alguien conmovedoramente atractivo se mostraba feliz
de tenerle cerca mientras reforzaba las amarras con que lo estaba varando a su
destino.
El anhelo apremiante de devolverle el abrazo se
materializó por fin. Tenían que saltar sobre una zanja y, tal como había venido
haciendo, Eduardo le tomó por la cintura para forzarle a brincar. Alberto cruzó
también la cintura del joven con su mano y, tras el salto, al quedar muy
próximas sus cabezas, sin premeditación ni consciencia de lo que hacía,
permitió que la tensión de los hilos de seda se aflojase al dejar de
resistirse; rozó con los labios la mejilla morena, que sabía a sal y a miel.
-¡Alberto! -exclamó Eduardo.
Vio la sombra que cruzaba por su rostro y
Alberto se sintió como si hubiera profanado un altar. Anheló desvanecerse en el
aire. Creyó que todas las miradas, la del padre y los hermanos de Eduardo y la
de los trabajadores marroquíes, se clavaban en él. Pero no. No había caído un
rayo sobre las fresas, el sol continuaba refulgiendo, la brisa ondulaba las
plantas y nadie había dejado de hacer lo que estaba haciendo. Sólo Eduardo
cambió; todos los nudos de la telaraña se habían soltado y Alberto sintió el vértigo
del que pierde pie ante el abismo. De repente, Eduardo se apartaba unos metros
de él y le precedía como si tuviera prisa.
Alberto deseó morir.
Eduardo le condujo en silencio hasta el
automóvil y miró para otro lado mientras lo ponía en marcha. Por el espejo
retrovisor, lo vio internarse en la plantación con los hombros hundidos y sin
volver la cabeza.
Durante una semana, el trabajo fue lo más
tedioso que recordaba en su vida. Le rechazaron una campaña que había diseñado
para una marca de automóvil y se sintió vacío, sin ideas, incapaz de enmendar
el fracaso, porque la rotura de los hilos era como si hubieran cortado los
tubos que le hacían respirar. Cada noche, miraba durante horas el papel con el
número de teléfono escrito, negándose a la tentación de marcarlo mientras
notaba algo parecido al síndrome de abstinencia de un licor que no había
llegado a saborear aunque todos los sentidos estuvieran abiertos a su aroma.
Eduardo estaría en el cuartel; sólo podría dejarle un mensaje en el que era
imposible incluir la disculpa que le quemaba en la garganta, una disculpa que
ante el padre o la madre sonaría carente de sentido. Fue una semana de inanición, de la que
emergió cuando el sábado siguiente respondió el teléfono a las cinco y media de
la madrugada:
-Soy yo,
Eduardo -su tono era muy severo, tenso, pero el aroma de fresas e hinojos
brotaba a raudales por el auricular.
-Yo...
-Me insultaste... ¿por qué tuviste que hacer
aquello?
-Lo siento, Eduardo. No fue premeditado.
-Pero no era un beso guarro, ¿verdad? Tuvo que
ser un beso de cariño...
-No sé lo que quieres decir con
"guarro", Eduardo, pero me salió del alma, no lo pude evitar. Sin
querer, llevabas dos horas y media haciéndome sentir que el viaje a Moguer
había sido una idea maravillosa y que vivir merecía la pena. Ese beso fue como
un grito de júbilo.
-Pero... ¿era un beso guarro?
-No creo que un beso pueda ser guarro, Eduardo.
-Me has hecho pasarlo muy mal. Toda la semana,
he estado haciendo tonterías en el cuartel; peleándome con los compañeros, ya
sabes... Anoche, cuando volvía al pueblo, me acordaba de cuando paraste para
esperarme y luego, pues ya ves, dentro de un rato tengo que ir a deslomarme al
campo sin haber conseguido dormir. ¿Por qué tuviste que hacer eso?
-Tampoco yo lo he pasado bien esta semana,
Eduardo.
-Yo quería que fueras mi amigo. Y ahora...
-Ojalá continuases queriéndolo, porque...
-Sigo..., yo... No vuelvas a hacerlo.
-Disculpa, Eduardo. Sería un hipócrita si te lo
prometiera.
-¿Volviste a ver a Pepe Luis?
-¿Pepe Luis? ¡Ah!. No me acordaba de él. No,
¿cómo iba a volver a verlo? Creo que habías previsto que me iba a decepcionar,
¿no es cierto?
-Pero tú eres de su... gremio.
-¿Qué? Bueno..., supongo que tienes razón. Pero
conoces una parte muy limitada de mi realidad.
-Nunca hubiera pensado que tú... Bueno, tengo
que irme. Mi padre me está esperando. Perdona que te haya despertado.
Alberto escuchó el chasquido del corte de
comunicación, que fue como si un interruptor le cortara el pulso aunque veía
brillar y multiplicarse de nuevo los hilos lustrosos y perfumados que medían
seiscientos cincuenta kilómetros y le arrastraban en dirección a Moguer.
Las siguientes dos semanas continuó sin
reaccionar. Su trabajo resultaba gris y comenzó a intuir que iba a tener
problemas, porque pasaba más tiempo atento a los flecos de seda que a las
instrucciones creativas que le daban.
Tras dos semanas sin oír su voz, el teléfono
volvió a sonar el sábado a las cinco de la mañana:
-Te odio, hijo de puta -dijo Eduardo, mientras
el auricular se convertía en un surdidor de perfume a fresas-. Si te tuviera a
mano, te daba dos puñetazos.
-¿Quieres que vaya a Moguer?
-Como te vea, te voy a majar. Otra vez me he
quedado toda la noche sin dormir. Eres un maricón hijo de puta.
-Si quieres, cojo el coche ahora mismo y salgo
para Moguer.
-Si te viera aparecer por la finca, armaría un
escándalo.
-Podría llegar a mediodía.
-Eres un hijo de puta. ¿Por qué me has hecho
esto?
La media hora de insultos cambió el humor de
Alberto. El lunes siguiente, creó una campaña para la marca de automóvil que
fue una de las más elogiadas de su vida. Para celebrar el éxito, sus jefes le
invitaron a cenar y, mientras le hablaban, él vigilaba la progresión de la tela
de araña perfumada que empezaba a parecer una estela de plata sólida.
De lunes a viernes, tuvo una semana de éxitos
acumulados, cuyo origen no podía ser más que los hilos que le anclaban a
Eduardo, acelerando el flujo de su sangre a través de las arterias fortalecidas
por los efluvios que le enviaba desde Moguer. Volvía a tener veinticinco años,
volvía a salir de la universidad dispuesto a ponerse el mundo por montera, la
vida se abría prometedora ante él, su piel se erizaba por el deseo de una
caricia y por primera vez en doce años
presentía que esa caricia estaba a punto de producirse. El viernes, la
impaciencia le impidió dormir. Leyó hasta que el teléfono sonó a las cinco y
diez de la madrugada. El perfume de fresas mezclado con esencia de romero
chorreó en cataratas a través de la mano que asía el auricular.
-Me han dado dos días de permiso que me debían
en el cuartel. Voy a quedarme cuatro días en Moguer, porque mi padre no da
abasto. Algunas fresas están pudriéndose.
-¿Quieres que coja el coche y vaya?
-Te echaría a patadas de la finca.
-Me pondré espinilleras.
-Le diré a la gente que te diga que no estoy.
-Pero yo te encontraré. ¿Cuándo te licencian?
-¿A ti qué te importa, degenerado?
-¿Has dormido bien esta noche?
-Sabes de sobra que no. Anoche, cuando llegaba a
Moguer andando desde San Juan, se cruzó un coche como el tuyo, creí que eras tú
y aparté a correr para alcanzarte y cuando me di cuenta de que no... que me
había equivocado, me sentí... me dio un cabreo de mil cojones y...
-¿Qué?
-Tienes que olvidarte de mí, Alberto. Me haces
soñar cosas que...Yo no...
-Ya lo sé.
-Pues eso... Ni se te ocurra venir a Moguer. Si
se lo cuento a mi padre, sacaría la escopeta y...
-¿Cuando acaba la recogida de la fresa?
-Me duele la espalda, estoy hecho mixto. El
médico del cuartel me ha dicho que tengo agotamiento y estoy durmiendo muy mal.
-¿Cuándo acaba la recogida?
-Todavía hay fresas para un mes, y luego vienen
los rebrotes. Paso el día cabreado.
-Si tienes tantas ganas de golpearme, iré por
ahí para que lo hagas.
-Me licencio dentro de tres meses y medio.
-¿Vendrías a Madrid si te invitara?
Sonó el
chasquido. Había vuelto a cortar. Alberto tuvo que ponerse a cambiar muebles de
sitio para resistir el impulso de bajar y lanzarse con el coche a la carretera,
a fin de que el dogal de hilos de seda se aflojase.
Todas las
noches de viernes a sábado llegó a través del auricular la cascada de aromas
que iban reforzando la tela de araña, y la estela de plata se convirtió en una
pista directa, sin obstáculos. Cuatro meses más tarde, justos, a la misma hora,
estaba desayunando en una cafetería de Atocha, sin apenas poder mover los
brazos enredados en la madeja de seda y con el corazón detenido.
No había conseguido pegar ojo.
Y todavía
faltaban cuatro horas para que llegase el AVE donde Eduardo acudía a su
encuentro.
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