CUENTOS DEL
AMOR VIRIL. LUIS MELERO
ADRIÁN Y
ANTONIO
La ausencia era dolorosa.
El rastro de Kepa latía en todos los objetos del
piso. En el sofá de cuero blanco donde había pasado horas y horas hablando por
teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le
aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que
tanto había usado para alardear de su talento culinario y, sobre todo, en la
cama, en el lado derecho de la cama del que le había desplazado "porque
aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y más
arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba
Adrián.
Cinco años que habían representado la serenidad
tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa, había jadeado en millares de
camas, en la mayoría de las saunas y en casi todos los cuartos oscuros, donde
su sexualidad impetuosa le permitía descargar las tensiones acumuladas en el
estudio de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor
de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos del
programa que le había llevado a la cresta de la ola; al principio lo miró igual
que a todos los bailarines, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos
los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo,
aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego
recurrir a artimañas, hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin
dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo y sin
exigírselo, con él había llegado la estabilidad. Adrián abandonó la
promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan
vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar
el fuego sin necesidad de buscar a diario más combustible.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis permanente,
hacía dos semanas de su abandono. Kepa se lo explicó con naturalidad:
-Cumplo treinta y un años el mes que viene. Es
hora de casarme y formar una familia. No se puede vivir esta locura para
siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes de conocerte, Adrián.
Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que te iba a sentar mal. Yo la quiero y
ahora que he ahorrado lo suficiente, ya podemos casarnos. La boda es el catorce
de junio. Me gustaría que vinieras a Bilbao.
Tenía grabado el diálogo en la memoria como si
fuera un sketch del programa, como si
debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber
estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos
tranquilo, más preocupado, en lugar de la indiferencia monocorde con que
hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal
anuncio a quien había obligado dos veces a llegar al orgasmo la noche anterior.
Contemplaba la fotografía de Kepa con la misma
mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el
teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín-. ¿Qué haces
encerrado en tu piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las
doce y media de la noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para
invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estás solo
y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización
había ido creciendo los últimos días, porque notaba su indiferencia y
desinterés en el estudio de grabación. Le había bastado preguntarle dos veces
por Kepa para descubrir en sus respuestas lo que pasaba.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si
mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero,
hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; me parece que deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos
comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa. Si Kepa te ha
abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro, métete en
orgías, contrata a un chapero, lo que sea. Pero no te jodas más, hombre.
¿Quieres venir mañana al chalet?
-¿Mañana?. Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos cualquier noche
de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo
a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Colgó el auricular dejando la mano encima.
Joaquín tenía razón, debía reaccionar.
Kepa no iba a volver, la invitación de boda llegada en el correo del
viernes retrataba todos los tintes de la situación convencionalmente burguesa
en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces
reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de
vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a
correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de convivencia le habían
deshabituado. Apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna actual y no
le atraía la cita a ciegas que representaba contratar a un chulo de las páginas
del periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo
entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los
coches que se paraban a su lado en los semáforos había gente eufórica,
acudiendo a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones,
personas alegres que no compartían su sensación de vacío.
La calle Almirante era la solución. Sabía
reconocer a los drogadictos y llevaba una caja de condones en la guantera, así
que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja
de que le vería la cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber
realizado previamente un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a
quien vio por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche
estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido
era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de camionero y la
desenvoltura de la experiencia.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno
de mano y abría la portezuela.
-Tudos os
panaleiros sao iguais -dijo el portugués,
viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó.
-No. Yo...
Parecía asustado.
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con un acento que
parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura
hacía suponer que había trabajado muy duro. De cerca, resultaba extremadamente
guapo, cosa que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente
a causa de su expresión de miedo o reserva; algo velludo para su edad, la barba
ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente
dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía ánimos
para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los
ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas,
como si fueran producto de la cosmética femenina; pocas veces había contemplado
pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que
no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que debía medir, porque
podía tener algún futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía tener defectuosa la
dentadura, puesto que apenas entreabría los labios tensados por el rictus
defensivo.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin
alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un
estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de hombros. Parecía embozar
un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián se dijo que con la ropa sucia
que vestía no podía invitarle a comer en un Vips, no le permitirían entrar.
Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al
menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro lado, temía que el
recuerdo de Kepa le inhibiera. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio
un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si
quieres.
Volvió cinco minutos más tarde, con tres
sandwiches envasados y una lata de refresco de naranja.
-¿Quieres un bocadillo?
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras
emprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía
drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo propio de toxicómano.
Olía mal, aunque a un nivel soportable. Necesitaba urgentemente un baño , pero
aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo
diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer
la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con
que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo,
pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de
agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Al aflojarse el pantalón sin correa,
advirtió que era varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba
rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese
taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación.
Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se
dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una
talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi
casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos
mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los
calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven
demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me
traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los
seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió sin poder contener su
expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la
toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio parecía aterrorizado
bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación.
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron
precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en
busca de una señal que pudiera contradecir su convicción de que no se drogaba.
No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la
contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de
Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en
el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía
ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto
para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como
el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de
examinarle, sobre todo porque supuso que le alarmaría notar lo repentinamente
que había aparecido su erección. Intuyó que tenía que contenerse y esperar a
que estuviese preparado.
-Cierra la taquilla. Date un baño y córtate las
uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso de los que se te
acerquen. Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa puerta quince minutos
más tarde, sonreía, razón por la cual a Adrián le costó reconocerle. Se trataba
de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran
perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el
sentimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus
hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí.
-Tienes razón. Creo que no es conveniente para
ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que
me cuentes algo.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le
preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo
encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un chapero, pero no te
comportas como tal. Tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con
clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron
ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa
y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad de
observación.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar
libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuando?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en
orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los
trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año
pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que
fuera con él a robar a un chalet que según él estaba vacío, pero nos pillaron
con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó.
He estado más de seis meses en la cárcel porque no había nadie que pagara la
fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el
estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... me pasó de todo. Un
compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has
encontrado, pero he pasado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que había
cedido su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Cuando al abrir la
puerta vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en
él las últimas dos horas.
Con frecuencia, había alguien en la emisora que
preguntaba lo mismo:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría
interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la
semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a
violarlo.
-No se trata de mí, Rafa; Antonio se niega
siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico
espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su
negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no.
Adrián lanzó una mirada hacia el lugar donde
Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y
mujeres, no conseguían evitar contemplarle, algunos de soslayo y otros,
descaradamente. A veces, le divertía el efecto que Antonio causaba entres
quienes le miraban; cualquiera que pasaba cerca de él, aunque transitase
absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en
seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto
y realista de los maniquíes, realizado por un artesano que hubiera decidido aunar
en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza
tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una
inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que
él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses
a las claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más
inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y
sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas, tan juicioso, que obligaba a
los demás a olvidar su juventud.
Bendita fuera la hora en que se le ocurrió pasar
por la calle Almirante.
Los exámenes del primer curso universitario los
superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio no estaba conforme.
Adrián merecía mejores resultados.
Abrumado por tal convicción, decidió sentarse un
rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse
ante Adrián con calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la
treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas,
resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores
callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián?
Tampoco él tenía aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser
griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy
ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-No.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu
físico.
-¡Qué!
-Eres la cosa más hermosa que he visto nunca,
pero eres un cardo. ¡Mierda!.
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Sólo con
haber sido un poco más cordial con ese fulano, hubiera sentido que traicionaba
a Adrián.
Le desagradaba que elogiasen tanto su físico y
Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con
propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una
belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente
le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y
embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama
en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo
algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, dado que
le trataban como a una persona y no como un objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas?
Por fin, se dijo que el asunto no tenía arreglo
y decidió volver al piso. Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de
calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios. Estaba
sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte. El ánimo
de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de sus ojos
por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un
escalofrío en la espalda. Los intantes que Adrián tardó en darle una ojeada
parecieron siglos. Finalmente, exclamó mientras lo abrazaba con los ojos
húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes
tres notables. Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado
anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del
júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te
distrajera de los estudios. Ahora veo que puedes compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese
dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero?
Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad.
Yo no necesito dinero ninguno.
Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a
la emisora. Sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y
sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones, ambas por llamadas urgentes de
la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso
suficientemente grave?.
Se recostó en el sofá y encendió la televisión.
El programa en directo que dirigía Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le
producía saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los
movimientos de las personas y las cámaras, eran consecuencia de una orden de
Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente aunque nunca
apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo
mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y
el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que
predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era
generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián
estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarle.
Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle
de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a
Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Él
le había proporcionado objetivos, metas, y los medios para conseguirlos. Dentro
de tres años, acabaría la carrera. Podía ser una persona que antes de conocer a
Adrián ni siquiera era capaz de imaginar. Y ahora, resultaba que todo era
imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate
los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la
televisión, auque a él no le entusiasmaba la idea, porque había estado muchas
veces en el plató observando a Adrián y le parecía que estar bajo sus órdenes,
bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y
malentendidos. El amor podía resentirse. Se negaba a arriesgarlo. Se incorporó
en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los
codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que
habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le
entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes con forma
de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su
lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o
cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y
la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría,
extranjeros. Golpeado, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por
cuatro, le forzaron por turno. Le costó más de un mes conseguir sentirse limpio
bajo la ducha y casi tres consumar la venganza. A todos ellos había conseguido
causarles algún perjuicio importante, sin descubrirse. Pero las pesadillas protagonizaron
todas las noches que pasó entre rejas. Cuando creía que ese tormento nocturno
duraría toda la vida, en sólo cuatro noches consiguió Adrián que se
desvaneciera.
Adrián era un emperador. Imperaba en el plató,
donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el
menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había
madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más
sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde
le había colocado desde el momento de
conocerlo. Todo lo contrario. El sitial se hacía cada día más alto, más
resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino
todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en
el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente
de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave
ocurría.
Le costó varias horas reunir coraje para
contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre.
Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Me siento muy mal cuando
me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la
universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un
hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos
de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes,
podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré
también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a
hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la
hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias
ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos.
También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos
por controlarse.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los
envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha
habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más
que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a
cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no vamos
a hablar más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para
preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que
llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador
del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y
que recorramos juntos el camino que nos falte.
Antonio fue a contradecirle, pero Adrián le
obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le
impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de
la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo
seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de
semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de
costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle
casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la
melancolía, mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la
muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales
momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole
una promesa eterna.
El lunes por la mañana, mientras desayunaban,
dijo:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso
cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los dientes apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a
sacar de esos análisis?. No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos
juntos; pondremos todos los medios
necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no
lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrás que andar con mucho más
cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no
hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he
contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra,
y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme
contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas
en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes
que esta tarde vamos a ir a que te hagan el análisis, haré las maletas en
cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el
dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un
muchacho hacía mucho tiempo. Le asombró la madurez que había en la resolución
de su cara.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos
juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de
ropa. No iría a la universidad, ¿para qué?. Permanecería lo más cerca posible
del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor
que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento
de Adrián ahora que dejar de respirar
era una posibilidad no demasiado lejana. Tomó de la vitrina el libro que
ya había querido leer otras veces, "Memorias de Adriano"; ahora le
sobraba tiempo.
Supieron el resultado el miércoles por la tarde.
Milagrosamente, Adrián estaba limpio.
Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde,
durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía
ausente. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser
rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor
sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro
años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy va a ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de
protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me
quiero proteger, Antonio. He leído que hay gente que no se contagia aunque se
exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave
de la solución para el sida. Es posible que yo sea uno de esos. Si es así, no
tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías
enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día
se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Así
que, Antonio, no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar con la
boca el preservativo que Antonio se había enfundado ya. A mordiscos, lo arrancó
a jirones.
Tras desepedirse de Adrián en el ascensor con un
beso, Antonio salió con los libros, como siempre que iba a la universidad. Pero
no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral
que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en
los setos de la plaza de Oriente, en los rosales de los jardines de Sabatini,
resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho
que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no
tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy juvenil,
podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión,
escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable,
gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante generaciones seres
desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso
con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de
seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera
un peligro para él, una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la
Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez;
Adrián apoyaba la mano en su hombro. En aquel momento, anheló con toda su alma
que pudieran entrar abrazados al templo y que su unión fuera bendecida y
consagrada para siempre.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su
mejilla izquierda.
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios
conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.
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