miércoles, 27 de febrero de 2013

NO SE PIERDAN EL CUENTO DE MI BIOGRAFÍA NÚMERO 15, PUBLICADO A CONTINUACIÓN.

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, número 15


Cuentos de mi biografía
15 – MANGLARES

Nunca había visto paisajes más bellos ni más multicolores; muchos rincones venezolanos me parecían únicos, al menos nunca los había visto parecidos; algunos de los bosques que ellos llamaban “selva” eran extraordinarios, con ejemplares increíbles de árboles y plantas; había numerosas variedades de orquídeas muy hermosas; el clima de la costa era tropical caluroso, pero el de Caracas era como si funcionara aire acondicionado de hotel de lujo. Todo el país presentaba una gama interminable de colores, pero al volver para comenzar a vivir permanentemente en Venezuela mi ánimo se volvió de color petróleo.

Para aquellas personas que tan fastuosamente me habían atendido durante mi visita “turística”, ahora no se trataba ya de acoger a un visitante que pronto se iría. Yo no constituía una novedad y había dejado de estar revestido con el halo del exotismo improbable. Me enfrentaba a la vida real, a partir de ahora no pasaría días tras día y semana tras semana en maravillosas excursiones en yate ni travesías en jeep por la selva, amparado por los mimos y la solicitud de cuatro o cinco personas. Que siempre habían sido hombres. La gelidez de la nieve negra de Nueva York ya no traspasaba mis mocasines, pero encontraba una frialdad imprevista en el trato de la gente que pocos días antes me obsequiaba y halagaba como a un rey. 

Fue como caer de una nube. Durante mi mes de turista, me habían impresionado tanto Chichiriviche y los manglares de Barlovento y Chirimena, que deseaba regresar cuanto antes a uno de esos sitios. Sentía enormes deseos de volver a navegar en lancha por los canales, bajo el estrepitoso toldo multicolor de las bandadas de loros y cotorras. Me habían dicho que pasaban de doscientas las especies de loros existentes en el país, y yo creía haberlas visto todas durante el fabuloso mes de visitante. Bandadas que teñían el cielo de rojo; bandadas que volvían azul metálico el firmamento. Bandadas tan nutridas, que ocultaban el sol. Esas aves de todos los colores eran las verdaderas amas de extensos parajes venezolanos.

Ante mi solicitud de una nueva excursión, Pepe me contempló con lo que me pareció sarcasmo en la mirada. Estuvo varias veces a punto de hablar, pero se mordía el labio inferior en seguida. Tras más de un minuto de vacilación, me respondió que tendría que esperar a valerme por mí mismo:

-Cuando trabajes y puedas comprarte un carro o alquilarlo, podrás ir por tus propios medios.

Habían terminado mis privilegios de visitante provisional. Hasta noté que modificaban sus expresiones. No percibía curiosidad en sus miradas ni el entusiasta propósito de complacerme. Mi relación con ellos había dejado de ser pasajera, pues me había convertido en un inmigrante más que, tal vez, podría ser competidor en algún sentido. Y también había perdido el encanto de la novedad; ya no era un debutante en su cerrado círculo, donde funcionaban misteriosas claves que no lograba comprender. La expresión que más cambió fue la del enigmático Fraga, que se había vuelto elusiva, como si existiera alguna cuenta pendiente entre los dos que a él le hiciera avergonzarse; tardé en comprender que él era un intruso en las prerrogativas de los otros tres, un intruso no demasiado bienvenido, y a mí me veía como un competidor que pudiera disputarle el puesto de gorrón o hacer resaltar demasiado su intrusión.

Pasé varios días sintiendo una incomodidad que no sabía explicarme. Aquellas personas que habían sido parte fundamental de mi decisión de abandonar Nueva York y volver, resultaba ahora que no debía contar con ellas. Que no podía contar con ellas. Caracas era una ciudad tan difícil como todas las demás, no era lo que había idealizado durante mis frías dificultades de Nueva York, la especie de “fuente de la eterna juventud” y “paraíso soñado” en pos de los cuales había regresado. Había sufrido un espejismo, fruto de mi entonces ignorada necesidad de tener a quien amar y en quien confiar; en aquellos tiempos, yo no era consciente de lo que me estaba perdiendo: los placeres de juventud, el amor, el sexo, la compañía, la solidaridad… Lo intuí más tarde en mis prolongadas sesiones de psicoanálisis cuando obtuve medios suficientes, y fue en la propia Venezuela.

El contraste entre mi cotidianidad de emigrante de ahora era demasiado fuerte comparado con el mes de turista que me habían hecho gozar pocas semanas antes, como si fueran personas que se desvivieran por mí porque me querían. Había sido un espejismo de sediento que vislumbra agua porque la necesita. Sólo me había beneficiado del viso de turista de paso, con quien no se adquieren compromisos, pero tardé años en comprenderlo.

Ahora, tanto tiempo después, reconozco que abandoné Nueva York, donde dispuse del privilegio legal que millones de hispanoamericanos soñaban, y regresé a Caracas por la belleza de los manglares pero mucho más por la felicidad ignorada de compartir mi vida con otra gente.

Pepe y su padre vivían en un piso pequeño para los usos sudamericanos, donde hallan inconcebibles los espacios que habitamos los europeos. Se trataba de una vivienda pequeña según los estándares de por allá, pero mi habitación era la más grande que había ocupado en ningún sitio. El dormitorio de Pepe no estaba al lado, porque aun quedaba en el medio una habitación que usaban como almacén. Debo confesar que sufrí episodios de insomnio la primera noche, alerta por la expectativa de que Pepe pudiera entrar en mi cuarto en el momento más inesperado, a reclamar su “derecho de pernada”, de quien proporciona cobijo a un desconocido. Pero no ocurrió. El insomnio me martirizó varias noches más, por no haber esperado lo que estaba resultando tan inesperado en el retorno al paraíso gozado un mes. La mañana siguiente, me desperté ojeroso; el padre me ofreció un café, al tiempo que me decía:

-Aunque te parezca mentira, hay una churrería aquí al lado.

No me hacía falta nada más para interpretar que tendría que desayunar por mis medios. Pero a causa de mi decepcionante impresión del regreso, estaba desenfocándolo todo, porque al volver de desayunar unos churros rarísimos, encontré a Pepe comiendo una arepa; se apresuró a preguntarme:

-¿Dónde habías ido? Te hemos esperado para desayunar, pero ya no podía demorarme más, porque es la hora de trabajar.

Pepe era barbero. Tenía un local pequeño, con solo un sillón; sin embargo, el sofá de la espera estaba siempre ocupado por dos o tres hombres. Sorprendentemente, Pepe no paraba ni un momento durante todo el día y siempre tenía que prolongar su jornada por algún rezagado que se lo rogaba. Me pareció comprender por qué se entrenaba tanto en el gimnasio de pesas; nadie que no fuera tan fuerte como él podía resistir tantas horas de pie, sin cansarse.

-No me canso en absoluto –respondió cuando le pregunté.

-Claro, tienes muslos de elefante…

Pepe me miró con lo que me pareció brevemente enfado. Pero esa noche y los siguientes dos o tres días me di cuenta de que se exhibía a todas horas en calzoncillos o bañador, dejando ver sus muslos. No se había enfadado, pero tardé todavía varias semanas en comprender lo que significaba en realidad aquella mirada tan intensa.

Actualmente, me resta muy poco tiempo; no he comprendido hasta ahora cuánto me he perdido, cuánto he rechazado el amor, cuántas personas me han amado sin que yo les abriera la puerta. Pepe no encajaba ni de lejos en lo que yo pudiera considerar adecuado o accesible para mí, un poco como el brasileño Xico. De ningún modo podía creer que alguien de sus características físicas pudiera amarme o, por lo menos, desearme. Evitaba mirarlo de modo contemplativo; en realidad, lo miraba muy poco, sobre todo cuando iba del baño a su dormitorio sin cubrirse, sin ninguna clase de pudor. Pero lo que había visto ya era suficiente para considerar que su cuerpo era lo más cercano a la perfección de las estatuas que estudié en Italia. Y su cara era también hermosa, a su manera intensamente viril. Nadie con tales características podía estar al alcance de mis deseos. Nadie así podía amarme.

Toda mi vida he creído que no merecía recibir regalos, ni elogios ni concesiones. Mis padres se empeñaron de niño en hacerme creer que no merecía nada y que sólo pagando conseguiría placeres o gestos de amor. Enseñanza que he seguido inconscientemente durante toda mi vida. Nunca he consentido que me amen. Nunca.

Siempre he rechazado, a causa de creerme tan rechazado. No tenía nada que esperar en Venezuela, tampoco en Venezuela. ¿Me había equivocado en Brasil con Xico, exagerando el miedo a la Umbanda, con tal de no reconocer la prohibición de amar que los golpes de mi padre habían impreso en mi pecho? ¿Había cometido un acto de inconsciencia absurdo, apartando a Xico de mí?

Era demasiado improbable dar de nuevo con alguien como Xico. Desde los enfoques de mis prejuicios, la sospechada devoción de Pepe tenía algo de ilegítimo, como si al pretender seducirme buscase una relación pedófila; lo cual era un disparate, puesto que yo tenía veintiocho años y aunque él me pareciera mayor, no pasaba de los treinta y cinco. Era posible que, juntos, pareciéramos David y Goliat, lo que me inspiraba ese sentimiento de poquedad frente a él.

Tuve que aplazar tales ideas y temores, porque mi única preocupación presente debía consistir en  conseguir un empleo. Sólo cinco semanas antes, había rechazado el empleo que me ofreciera el director creativo de J. Walter Thompson, porque por aquellos días no tenía el menor propósito de permanecer en Venezuela. Ahora, ¿podía ir a pedirle que me ofreciera de nuevo trabajo? ¿No había detectado en aquel hombre la evidencia de un deseo ilícito, como el que yo le atribuía a Pepe sin razones consistentes?

Sabía ya que nadie en otros países se carga de tantas culpas como nos cargamos los españoles, por la influencia atroz de condicionantes religiosos muy ignorantes. En los trópicos, y en general en toda Hispanoamérica, los hombres no tienen reparos en acariciar y proporcionar placer a algún amigo que se lo solicite, y nadie elude con firmeza tales ocasiones. Yo, sin embargo, no había conseguido desatar los arneses mentales que me habían impuesto en España, aunque llevaba más de cinco años viviendo en otros lugares. Mi vida ha sido así siempre, hasta ahora: una incansable negación de mí mismo; una renuncia masoquista y obcecada a cuanto me pueda complacer.

En Río de Janeiro, y también en Buenos Aires, había experimentado muchas veces la sorpresa de que, al cruzar brevemente la mirada con un hombre que estaba acompañado de su mujer o su novia, viniera un poco después tal hombre a proponerme una cita. A pesar de ello, persistía en el empeño de reprenderme y hasta martirizarme a mí mismo. ¿Podría rendirme al deseo alguna vez? ¿Podía disponerme a fingir, sugiriendo de algún modo al director creativo de J. Walter Thompson que iba a corresponderle, a fin de conseguir el empleo?

No, no podía. Todos los rincones de mi conciencia y todas las moléculas de mi cuerpo me lo impedirían. Nunca he podido actuar como actúa la mayoría de la gente; jamás he podido usar la lisonja ni el fingimiento para hacerme sitio en ninguna parte.

Decidí dejar para más adelante la posibilidad de volver a J. Walter Thompson y me afané presentándome en todas las agencias publicitarias caraqueñas que tuvieran alguna importancia. A despecho de mis angustias, noté en seguida que un par de agencias iban a llamarme para hacerme propuestas. No afirmaron nada, pero al reflexionar al fin del día, saqué esa conclusión, que no me produjo júbilo, no comprendo por qué.

Porque durante ese día había visto y presentido lo suficiente como para que el alerta molecular de mi cuerpo se pusiera al rojo vivo. Las personas que me habían entrevistado, las que había visto en los cafés, dos tipos que había a mi lado ante el mostrador de una arepera, Pepe durante el almuerzo… Con tanto como necesitaba un empleo con urgencia, los arneses paralizantes que me había puesto mi “educación” española comenzaron a ahogarme en cuanto me acosté. Entre duermevelas y pesadillas, y a despecho de llevar ya casi siete años considerándome ateo, un río de culpa como lava se deslizaba abrasadoramente por mi pecho.

No iba a ser capaz de vivir en Venezuela bajo esa tortura. Pero después del mes turístico, el intento en Nueva York y los tres pasajes de avión, no me quedaba apenas dinero. Creo que conservaba sólo unos ochenta dólares.

Estaba obligado a romper mis ataduras o, por lo menos, librarme brevemente de ellas a fin de echar a andar en Caracas.

¿Conseguiría trabajar antes de verme obligado a confesar mi ruina a Pepe y su padre?

Aconteció en la más importante agencia venezolana, Corpa, que era filial de Ogilvy and Mather; comencé a trabajar como “director de arte asociado” la mañana del mismo día que tuvo lugar, por la tarde, uno de mis principales acontecimientos en Venezuela: conocí a Olga. 

De adolescente, había tratado de encauzar mis aficiones artísticas actuando en un grupo de teatro de aficionados, que dirigía una célebre cubana llamada Guillermina Soto. Tuve un éxito sonoro interpretando el Hijo de Alí Babá en una versión del cuento escrita por el marido de la Soto. Esta mujer, retaca y gorda como una bola de billar, se reservaba siempre el papel de la heroína de la función; entre otras, Magdalena, la amada de La Venganza de Don Mendo. En la función de Alí Babá la gorda cubana era la bella princesa adolescente, en tanto que yo –más delgado que un lápiz, era su modesto enamorado. La representación fue en el Teatro de la Merced, que antes había sido una iglesia. Entre tantas barbaridades arquitectónicas cometidas en Málaga, este teatro/iglesia fue derribado para construir un feo y vulgar edificio de viviendas. La cuestión fue que mi padre no paró de atosigarme por mi deseo de ser actor, hasta el punto de que lo dejé, atosigado. La Soto le pasó mi papel a otro de los alumnos, el cual vino a mi casa para pedirme el libreto; yo no estaba. Cuando llegué esa noche, me recibió un puñetazo seguido de una paliza despiadada, aunque yo tenía ya diecisiete años. Supe muchos años más tarde que mi sustituto era amanerado y que lo había recibido mi padre..

En Caracas, le había comentado a Pepe muchas veces mi nostalgia de actor. Resultó que había un grupo de teatro en la Hermandad Gallega y Pepe me consiguió una cita con su director precisamente la tarde/noche del día que comencé a trabajar, y no tuve que esforzarse siquiera para hacerlo bien. Durante la espera, entablé conversación con una chica sentada un par de butacas más allá. Entre susurros, nos contamos nuestras vidas y yo le hablé de mi deslumbramiento por los manglares.

-Este fin de semana, vamos de excursión a Coro, que no está lejos de Chichiriviche. Seguramente, también iremos a los manglares. ¿Te apuntas?

Los siguientes cuatro días hablé más por teléfono que en toda mi vida. La sintonía con Olga era tan absorbente, que nunca conseguíamos interrumpir la conversación. Me dormía y me despertaba pensando en ella y me costaba grandes esfuerzos aguantar las ganas de telefonearle.

Durante cuatro días, viví en una espléndida nube irisada de nácar.

martes, 26 de febrero de 2013

NIÑOS AZULES, de Luis Melero


             


De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.

La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño azul.
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal, como parece?
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus amigos?
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor -rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos comunicantes?
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó Celeste.
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió Celeste.
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó Azul.
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi sueño?
-Algo parecido -respondió Azul.
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele un poco.
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.

La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego con vosotros.
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría muerto?
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos ojos?
-Verás con todos los ojos.
-Vamos.
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña Piedad.
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la cabeza.
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando me pega?
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.

Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:
-¿Está su marido, señora?
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su padre.
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que alegar?
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?

Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.