viernes, 30 de marzo de 2012

LEYENDAS DE MEIGAS (BRUJAS)


Meiga- Mitología Española

La palabra meiga, es decir, maga, viene del latín magicus y se emplea en Galicia y en las provincias de León y Asturias (sobre todo en Galicia), con el significado de “persona de poderes extraordinarios o mágicos y que puede pactar con el diablo” (en muchos aspectos son el equivalente a las brujas).
La figura de la meiga está muy arraigada en la tradición popular, y se diferencia de la bruja en que esta última actúa siempre con maldad, pudiendo tratar y hasta pactar con los demonios, y sin embargo, las meigas también son conocidas como curanderas y videntes, y las gentes acuden a ellas para ser curadas con sus rescritos, ensalmos y conjuros.
Las hay que vuelan a caballo de los estadojos de los carros (estacas para sostener la carga) o de sus escobas. Pero otras son sólo mujeres con poder para realizar el mal de ojo y para curarlo, además de otros males.

Tipos
Se dice que hay un gran número de ellas, cada una con diferentes poderes:
Meigas chuchonas (o chupadoras): son las más peligrosas, y se presentan con distintas caras o transformadas en vampiros e insectos, como abejorros. chupan la sangre a los niños y les roban los untos (grasa corporal) para ser empleados en la elaboración de ungüentos y pociones.
Asumcordas o brujas callejeras: espias de las gente y vigilantes de quienes entran y salen de las casas.
Marimanta: es la meiga del saco, roba niños y los hace desaparecer.
Feiticeira (Hechicera): viven cerca de los ríos y riachuelos, aunque anciana, su aspecto no repele, posee una voz muy bella que con sus cantos hipnotiza a los chicos que se acercan al río y hace que se vayan metiendo en el río, donde al fin se ahogarán.
Lavandeira: esta meiga sorprende al caminante que pasa por un lavadero, invitando a este a que la ayude a escurrir las prendas que lava, tintas de sangre todavía tibia, a consecuencia, según se dice, de un mal parto. La persona ha de tener cuidado de torcer la ropa en el mismo sentido que ella, porque de lo contrario, la desgracia caerá sobre su casa.

Lobismuller (mujer loba): tienen que haber nacido en Nochebuena o Viernes Santo, o bien ser la séptima o novena de una familia donde todas las hijas son mujeres.
Vedoira: es esbelta y agradable en el trato. Posee facultades adivinatorias, y son expertas en contactar con el más allá para decir si alguien fallecido está gozando eternamente en el cielo o si aún penan en el Purgatorio.
Voladoira: vuela y hace piruetas acrobáticas en el cielo.
Cartuxeira: son meigas echadoras de cartas, que siempre aciertan en sus vaticinios.
Agoreira: estas meigas envejecen prematuramente, pero viven muchísimos años.
Dama de castro: estas meigas viven bajo castros milenarios o bajo tierra en un castillo de cristal, llevan siempre un largo vestido blanco de cola y siempre atienden a solicitudes de la gente. Ya que goza de bienestar y fortuna ningún tipo de halago o favor sirven para recibir de ella consejos o regalos; al contrario suele aparecerse a personas afligidas por alguna situación difícil de su vida, y a esas personas de condición humilde otorga sus favores.

Para defenderse de ellas y de sus hechizos existen amuletos que pueden colocarse en las casas o colgarse del cuello del afectado.
Estos son algunos de ellos:
• Colocar una escoba vuelta del revés tras la puerta de la entrada
• Llevar un diente de ajo, una castaña pilonga. Llevar una higa (mejor de azabache compostelano) colgada del cuello o unos cuernos de vacaloura (ciervo volante)
• Tener en casa tierra bendita de los cementerios o ramas de laurel bendito el Domingo de Ramos
• Buscar garras de fiera o dientes de lobo
• Poseer en forma de varitas, colgantes o pectorales, trozos de azabache, ámbar y distintas piedras capaces de rechazar los venenos y encantamientos.
• Tradicionalmente se cree que saltando la cacharela de San Juan tres veces o múltiplo de tres se espanta a las meigas.
Es muy popular la frase, “Eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas” (“Yo no creo en las meigas, pero haberlas, haylas”), que resume a la perfección el equilibrio del carácter gallego entre lo práctico, la incredulidad y el misticismo.
El meigallo es el hechizo que realizan las meigas. Un ensalmo muy común es “¡Meigas fóra!”, que es acompañado del gesto de la higa.

jueves, 29 de marzo de 2012

XANA DE TARDE EN TARDE

Cuento dedicado a Letizia Ortiz, recordando Asturias.


En la revista Integral , una mujer solicitaba "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas. Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.
Damián dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, naturalmente que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.

Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.
Le citó en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un pantalón vaquero.
Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. Su edad no superaba los treinta años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad oída en el auricular del teléfono.
-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría. Serás feliz.
Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible; frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos. Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Procuraba mantener la mirada fija al frente para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.
Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.
Sin explicarse por qué, Damián presintió que no convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir feliz.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.

Despertó por el ruido que Lina producía trajinando en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo y decide tú.

Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta, lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.

Damián la observó, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.

Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha, Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final, resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo de sus pupilas.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de sol en jugosa pulpa.
Sin dejar de observar el camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del bien y del mal del edén.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.
Damián sonrió también con gratitud, con amor, con arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar, pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado junto al espacio que ocupara el de Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital hace nada más que cinco meses.
-Sí, pero con los casi noventa años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

martes, 27 de marzo de 2012

Cuentos y Leyendas africanas EL ESPIRITU DEL ARBOL

EL ESPIRITU DEL ARBOL
Había una vez, una muchacha cuya madre había muerto y que tenía una madrastra que era muy cruel con ella. Un día en que la muchacha estaba llorando junto a la tumba de su madre, vio que la tierra de la tumba salía un tallo que había crecido hasta hacerse un arbolillo y pronto un gran árbol. El viento, que movía sus hojas, le susurró a la muchacha y le dijo que su madre estaba cerca y que ella debía comer las frutas del árbol. La muchacha así lo hizo y comprobó que las frutas eran muy sabrosas y le hacían sentirse mucho mejor. A partir de entonces, todos los días iba a la tumba de su madre y comía de los frutos del arbol que había crecido sobre ella.
Pero un día, su madrasta le vió y le pidió a su marido que talara el árbol. El marido lo taló y la muchacha lloró durante mucho tiempo junto a su tronco mutilado, hasta que un día, oyó un cuchicheo y vió que algo crecía de la tumba. Creció y creció hasta convertirse en una hermosa calabaza. Había un agujero en ella del de caían gotas de un jugo. La muchacha lamió unas gotas y las encontró muy ricas, pero de nuevo su madrastra se enteró pronto y, una noche oscura, cortó la calabaza y la arrojó lejos. Al día siguiente, la muchacha vió que no estaba la calabaza y lloró y lloró hasta que de pronto, oyó el rumor de un riachuelo que le decía "Bébeme, bébeme". Ella bebió y comprobó que era muy refrescante. Pero un día, la madrasta lo vió y pidió al marido que cubriera el arroyo con tierra. Cuando la muchacha regresó a la tumba, vió que ya no estaba el el riachuelo y ella lloró y lloró.
Llevaba mucho tiempo llorando, cuando un hombre joven salió del bosque. Él vio el árbol muerto y pensó que era justo lo que él necesitaba para fabricar un nuevo arco y flechas, ya que él era un cazador. Habló con la muchacha quien le dijo que el árbol había crecido en la tumba de su madre. La muchacha le gustó mucho al cazador y tras hablar con ella fue donde su padre para pedirle permiso para casarse con ella.
El padre consintió a condición de que el cazador matara una docena de búfalos para la fiesta de la boda. El cazador nunca había matado más de un búfalo de una sola vez. Pero esta vez, tomando su nuevo arco y flechas, se dirigió al bosque, y pronto vió una manada de búfalos que descansan en la sombra. Poniendo una de sus nuevas flechas en el arco, disparó y un búfalo cayó muerto. Y luego, un segundo, un tercero, y así hasta doce. El cazador regresó a decirle al padre que mandara hombres para llevar la carne a la aldea. Se hizo una gran fiesta cuando el cazador se casó con la muchacha que había perdido a su madre.

sábado, 24 de marzo de 2012

CUENTOS SIBERIANOS Vladimir Korolenko - "La Necesidad"


Vladimir Korolenko
Novelista y cuentista ruso (también ejerció el periodismo). Se dice que para conocer en profundidad la sociedad rusa es necesario leer a tres autores: a Tolstoi para conocer a la aristocracia, a Chejov para conocer a la burguesía y a Korolenko para conocer a las capas más bajas, a los pobres, a los perseguidos, a los campesinos, a los delincuentes. Su obra se enmarca en el realismo, aunque no sé conformó con mostrar la situación de la sociedad sino que buscaba una salida humanista a esa situación, buscaba la esperanza entre la desolación.
Este cuento pertenece a "Cuentos siberianos".

LA NECESIDAD
I
EEn cierta ocasión, cuando tres buenos ancianos —Ulaya, Darnu y Purana— se encontraban sentados a la puerta de su común vivienda, se acercó el joven Kassapa, hijo del rajá Lichavi, y, sin pronunciar una sola palabra se sentó junto a ellos. Las mejillas del joven estaban pálidas, sus ojos habían perdido el brillo de los años mozos y parecían abatidos.
Los ancianos se miraron y el buen Ulaya dijo:
—Oye, Kassapa: revela a estos tres ancianos, que desean tu bien, qué es lo que hace algún tiempo oprime tu alma. El destino te rodeó desde la cuna con sus dones, pero tu mirada es tan triste como la del último esclavo de tu padre, el pobre Jevaka, que ayer mismo conoció el peso de la mano de vuestro administrador...
—El pobre Jevaka nos ha mostrado los verdugones de su espalda —dijo el severo Darnu.
Y el bondadoso Purana añadió:
—También queríamos llamar tu atención buen Kassapa...
Pero el joven no le dejó hablar. Se puso en pie y dijo, con una impaciencia que antes no se había advertido en él:
—¡Callad, buenos ancianos, cesad en vuestros malignos reproches! Pensáis que estoy obligado a responder ante vosotros de cada verdugón que el administrador dejó marcado en la espalda del esclavo Jevaka. Y eso cuando tan grandes son mis dudas de si estoy obligado a responder hasta de mis propios actos.
Los ancianos se miraron de nuevo y Ulaya dijo:
—Sigue, hijo mío, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —le interrumpió el joven con una amarga sonrisa—. De eso se trata, de que no sé si deseo lo que quiero o si es otro el que lo quiere, y yo no.
Se interrumpió, la calma era completa. Sólo la brisa movía ligeramente las copas de los árboles. Una hoja cayó a los pies de Purana. Mientras Kassapa la seguía con su triste mirada, de la roca calentada por el sol se desprendió un peñasco que cayó rodando hasta la orilla del arroyuelo, donde entonces estaba descansando un gran lagarto... Todos los días, a la misma hora, el lagarto salía de su agujero y, levantándose sobre sus patas delanteras, con los saltones ojos cerrados, parecía escuchar las sabias palabras de los ancianos. Se podía pensar que su verde cuerpo albergaba el alma de un sabio brahmán. Esta vez el peñasco liberó a aquella alma de su verde envoltura para nuevas reencarnaciones...
Una amarga sonrisa se esbozó en la cara de Kassapa.
—Pues bien —dijo—, preguntad a esta hoja si era su deseo caer de la rama, o a la piedra si por su voluntad se desprendió de la roca, o al lagarto si deseaba verse bajo la piedra. Llegó el tiempo y la hoja ha caído, y el lagarto no volverá a escuchar vuestras palabras. Todo lo que sabemos es que no pudo ser de otro modo. ¿Acaso decís que esto pudo y debió ser de otra manera a como ha sido?
—No pudo —contestaron los ancianos—. Lo que fue debía ser en la concatenación general de los acontecimientos.
—Vosotros lo habéis dicho. Pues bien, también los verdugones de la espalda de Jevaka debieron producirse en la concatenación general de los acontecimientos, y cada uno de ellos estaba escrito desde el comienzo de los siglos en el «Libro de la Necesidad». Y vosotros queréis que yo, que soy como la piedra, como el lagarto, como la hoja en el árbol común de la vida, como la más pequeña gota de este arroyo, arrastrada por una fuerza desconocida desde el nacimiento hasta la desembocadura, queréis que luche contra la fuerza del torrente que me arrastra...
Dio con el pie a la piedra ensangrentada, que cayó al agua, y volvió a sentarse junto a los buenos ancianos. Sus ojos se hicieron de nuevo turbios y tristes.
El anciano Darnu guardó silencio. Y el anciano Purana meneó la cabeza. Sólo el jovial Ulaya rompió a reír y dijo:
—En el «Libro de la Necesidad» también está escrito, evidentemente, que yo debía contarte, Kassapa, lo que en tiempos ocurrió a estos ancianos, Darnu y Purana, que ves ante ti... Y en el «Libro» está escrito que tú escucharías su historia:
II
En el país donde florece el loto y corren las aguas del río sagrado, dijo, no había otros brahmanes tan sabios como Darnu y Purana. Nadie como ellos había estudiado los libros sagrados y nadie había penetrado tanto en la antigua sabiduría de los Vedas. Pero cuando ambos habían alcanzado el límite del verano de su vida y la ventisca del próximo invierno había dejado algunos copos de nieve en sus cabellos, aún se sentían descontentos de sí mismos. Los años se iban, la sepultura se acercaba y la verdad parecía estar cada vez más lejos. Entonces, sabiendo que era imposible alejar la tumba, decidieron acercar a ellos la verdad. Darnu, el primero, vistió la ropa del caminante, se ató al cinto una calabaza con agua, tomó el bastón y emprendió la marcha. Después de dos años de difíciles andanzas, llegó al pie de una alta montaña y en un saliente muy alto, donde las nubes se refugiaban a pasar la noche, vio las ruinas de un templo. En una pradera, no lejos del camino, varios pastores guardaban su rebaño. Darnu les preguntó qué templo era aquél, quiénes lo habían levantado y a qué dios lo habían ofrecido.
Los pastores se limitaron a mirar la montaña y no supieron que contestar a Darnu. Por fin, uno de ellos dijo:
—Nosotros, los habitantes del valle, no lo sabemos. Pero entre nosotros se encuentra el viejo pastor Anurudja, quien hace mucho apacentaba sus rebaños en esas alturas. Acaso él lo sepa.
Y lo hicieron venir.
—Tampoco yo sé —dijo él— quiénes construyeron el templo, cuándo lo hicieron y a qué dios ofrendaban sus sacrificios. Pero mi padre dijo haber oído de mi abuelo, y a éste se lo había contado mi bisabuelo, que en las vertientes de esta montaña vivió en tiempos una tribu de sabios y que todos murieron en cuanto terminaron de levantar el templo. El dios se llamaba «Necesidad»...
—¿«Necesidad»? —exclamó animado Darnu—. ¿No sabes tú, buen padre, qué aspecto tenía esa deidad y si sigue viviendo en ese templo?
—Nosotros somos gente sencilla —contestó el viejo—y nos es difícil contestar a tus difíciles preguntas. En mi juventud, hace mucho tiempo, yo llevaba el rebaño a esas laderas. Entonces había un ídolo de piedra negra y brillante. A veces, cuando estaba cerca de él y me sorprendía la tormenta (las tormentas son terribles en aquellos desfiladeros), buscaba en el viejo templo protección para mi rebaño. También solía acudir, temblando y asustada, Angapali, la pastora de la vertiente vecina. Yo la abrazaba dándole el calor de mi cuerpo, y el viejo dios nos miraba con una extraña sonrisa. Pero nunca nos hizo daño alguno, acaso porque Angapali le hacía cada vez ofrenda de flores. Dicen, sin embargo...
Y el pastor se detuvo, mirando con cara de duda a Darnu, como si sintiese reparo en seguir el relato delante de él.
—¿Qué dicen? Sigue, buen hombre, hasta el fin— suplicó el sabio.
—Dicen que todos los adoradores del viejo dios murieron... Algunos se dispersaron por el mundo... A veces, muy de tarde en tarde, vienen, preguntan por el camino del templo, como tú, y van a preguntarle al viejo dios. Los ancianos han podido ver en el templo ciertas columnas o estatuas que se asemejan a hombres sentados, todas cubiertas por la hiedra y otras plantas trepadoras. Algunos pájaros habían hecho allí sus nidos. Luego se fueron convirtiendo en polvo.
Darnu quedó profundamente pensativo al escuchar el relato. ¿Estaría cerca de alcanzar su propósito? Pues ya se sabe que «quien, como el ciego, no ve, como el sordo, no oye y, como el árbol, no siente ni se mueve, ha alcanzado el reposo y el conocimiento».
Y pidió al pastor:
—Amigo mío, indícame el camino del templo.
El pastor accedió a su ruego. Cuando Darnu empezó a subir animoso por el sendero cubierto de hierbas, se quedó largo rato mirando al sabio y, por fin, dijo a sus jóvenes compañeros:
—Llamadme no el más viejo de los pastores, sino el más joven de los corderos que maman la leche de su madre, si el viejo dios no consigue pronto una nueva víctima. Colocadme el yugo del buey o cargadme como a un asno si el viejo templo no ve aumentar sus estúpidas figuras de piedra...
Los pastores escucharon respetuosamente al viejo y se dispersaron por las praderas. De nuevo siguieron apacentando pacíficamente los rebaños; el labrador iba tras su arado, el sol brillaba, venían las noches y los hombres, entregados a sus quehaceres, no pensaban ya en el sabio Darnu. Pero al cabo de poco tiempo, unos días o algo más, un nuevo caminante estaba en las faldas de la montaña y de nuevo se interesaba por el templo. Cuando, valiéndose de las indicaciones del pastor, empezó a subir alegremente el sendero, el viejo meneó la cabeza y dijo:
—Ahí va otro.
Era Purana, quien iba siguiendo las huellas del sabio Darnu. Se decía: «Que no digan que Darnu encontró la verdad que Purana no había sabido hallar».

III
Darnu subía trabajosamente.
El camino era difícil. Se veía que el pie del hombre pisaba en muy raras ocasiones aquellas sendas, cubiertas de hierba, pero Darnu vencía animoso los obstáculos hasta que, por fin, llegó a una puerta semiderruida sobre la que se veía una antigua inscripción: «Soy la Necesidad, señora de todos los movimientos». En los muros no había figuras o adornos, a excepción de los restos de ciertas cifras y de unos misteriosos cálculos.
Darnu entró en el santuario. De las viejas paredes emanaba un hálito de destrucción y de muerte. Pero la destrucción misma parecía haber cesado, dejando en paz los fragmentos de los muros, que habían visto transcurrir muchos siglos. En una de las paredes había un espacioso nicho; varios escalones conducían al altar, en el que había un ídolo de piedra negra y brillante que con extraña sonrisa contemplaba aquel cuadro de destrucción. En la parte de abajo había un arroyo que turbaba el sensible silencio con su rumoreo; unas cuantas palmeras nutrían las raíces con la humedad que de él tomaban y subían hacia el cielo azul, que se asomaba libre a través del hueco que el techo había dejado al derrumbarse.
Darnu, ganado por el peregrino encantado del lugar, decidió preguntar a la misteriosa deidad cuyo hálito parecía dominar aún el derruido templo. Después de recoger agua del frío arroyo y reunir unos cuantos frutos de los que una vieja higuera le ofrecía en abundancia, el sabio empezó sus preparativos conforme a todas las reglas escritas en los libros de la contemplación. Lo primero de todo, se sentó con las piernas recogidas frente al ídolo y durante largo rato lo miró, tratando de grabar en su mente aquella figura. Luego, descubriéndose el vientre, fijó las miradas en el lugar donde en tiempos, cuando aún no había nacido, su ombligo se encontraba unido al vientre de su madre. Porque ya es sabido que entre el ser y el no ser se encuentra cuanto hay de cognoscible, y de allí deben surgir las revelaciones de la contemplación...
En tal situación le sorprendió la puesta de sol del primer día y el amanecer del segundo. Luego, el cálido mediodía sucedió al fresco atardecer y las sombras de la noche desaparecieron ante la luz del sol. Darnu seguía inmóvil. Sólo de tarde en tarde echaba mano a la calabaza del agua o, sin plena conciencia de lo que hacía, tomaba un higo. Los ojos del sabio estaban turbios y fijos; no sentía sus miembros. En un principio, la incómoda posición en la que se encontraba le producía dolor. Luego, esta sensación se perdió en lo más hondo del subconsciente y los ojos inmóviles del sabio vieron un mundo distinto: el mundo de la contemplación empezó a desarrollar ante él sus extrañas visiones y figuras. Estas no tenían ya relación alguna con lo que el sabio experimentaba; eran desinteresadas, no guardaban relación con cosa alguna, se satisfacían en sí mismas, indicio de que en ellas se preparaba el descubrimiento de la verdad...
Sería difícil decir cuanto tiempo pasó. El agua de la calabaza se había secado, las palmeras movían suavemente sus hojas, los frutos maduros se desprendían y caían a los mismos pies del sabio, pero él permanecía sin moverse. Ya casi había superado la sed y el hambre. Ya no le calentaba el sol del mediodía ni le refrescaba el sereno de la noche. Acabó por no distinguir la luz del día y las sombras de la noche.
Entonces, ante la mirada interna de Darnu apareció la tan esperada revelación. En su vientre creció el tallo verde de un bambú, que terminaba en un nudo como una simple caña. De este nudo surgió el siguiente, y así, siempre elevándose, el tallo creció hasta formar cincuenta nudos, tantos como años tenía el sabio. En la misma cúspide, en vez de hojas e inflorescencia, apareció algo que guardaba cierta semejanza con el ídolo del templo. Y este miraba a Darnu con una sonrisa mordaz.
—Pobre Darnu —dijo por fin—, ¿por qué te has tomado para venir aquí? ¿Qué necesitas, pobre Darnu?
—Busco la verdad —contestó el sabio.
—Pues mírame: yo soy lo que buscabas. Pero por tu mirada veo que te soy desagradable.
—Eres incomprensible —explicó Darnu.
—Oye, Darnu: ya ves los cincuenta nudos del bambú.
—Los cincuenta nudos del bambú son mis años —dijo el sabio.
—Y yo me encuentro sobre todos ellos porque soy la Necesidad, señora de todos los movimientos. Todo lo que ha sido creado, todo lo que respira, todo lo que existe, todo cuanto existe, es impotente, carece de fuerza y de poder; bajo la influencia de la necesidad alcanza el fin de su ser, que es la muerte. Soy yo quien dirigí los cincuenta años de tu vida desde la cuna hasta el momento presente. Tú no has hecho nada en toda tu vida, ni bueno ni malo... No has dado ni una sola limosna al mendigo en un impulso de piedad, no has asestado ni un solo golpe movido por la cólera de tu corazón... no has cultivado una sola rosa en el jardín del monasterio, ni has cortado un solo árbol en el bosque... no has dado de comer a un solo animal, ni has matado a un solo mosquito que te chupaba la sangre... En toda tu vida no ha habido ni un solo movimiento que yo no hubiera previsto. Porque soy la Necesidad... Te enorgullecías de tus actos o te sumías en el más profundo arrepentimiento pensando haber cometido un pecado. Tu corazón se estremecía de amor o de cólera cuando yo me reía de ti, porque soy la Necesidad y todo lo había previsto. Cuando tú salías a la plaza con ánimo de enseñar a otros estúpidos lo que debían hacer y lo que debían evitar, yo me reía y me decía: «Ahora el sabio Darnu dará a conocer su sabiduría a ingenuos estúpidos y compartirá su santidad con pecadores. Y eso no porque Darnu sea sabio y santo, sino porque yo, la Necesidad, soy como un torrente, mientras que Darnu es como la hoja que el torrente arrastra». Pobre Darnu, pensabas que habías venido aquí en busca de la verdad... Mas en estos muros, entre mis cálculos, se hallaban escritos el día y la hora en que cruzarías el umbral del templo. Porque soy la Necesidad... ¡Pobre sabio!
—Me eres desagradable —dijo el sabio, con repugnancia.
—Lo sé. Porque te considerabas libre y yo soy la Necesidad, señora de todos tus movimientos.
Entonces Darnu se enfadó, cogió los cincuenta nudos de la caña de bambú, los rompió y los tiró a lo lejos.
—Así hago —dijo— con los cincuenta años de mi vida, porque durante todos ellos no fui más que un juguete de la Necesidad. Ahora me emancipo, porque la he conocido y quiero librarme de su yugo.
Pero la Necesidad, invisible en las tinieblas que rodeaban las turbias miradas del sabio, rió, insistiendo:
—No, Darnu: sigues siendo mío, pues yo soy la Necesidad.
Entonces Darnu abrió trabajosamente los ojos y al momento sintió que las piernas se le habían quedado entumecidas y le dolían. Quiso ponerse en pie, pero de nuevo cayó sentado. Porque ahora el sentido de las inscripciones del templo se le había hecho claro, lo mismo que todos los cálculos. Y, en cuanto quiso estirar sus miembros, vio que su deseo estaba ya escrito en la pared.
Y, como si viniera de otro mundo, oyó la voz de la Necesidad:
—Levántate, pobre Darnu, porque las piernas se te han quedado entumecidas. Ya lo ves: entre un millón de hermanos tuyos, 999.998 lo hacen. Es necesario.
Despechado, Darnu siguió en la posición que ocupaba, que ahora le causaba un sufrimiento mayor todavía. Pero se dijo: «Seré uno entre los que un millón no se subordinan a la Necesidad, porque yo soy libre».
Mientras tanto, el sol se había levantado hasta el centro del cielo y, asomándose por el hueco del techo, empezó a abrasar su mal protegido cuerpo. Darnu alargó la mano hacia su cabeza.
Pero en aquel mismo instante vio que esto estaba escrito entre los 999.998, y la Necesidad volvió a insistir:
—Pobre sabio, necesitas calmar tu sed.
Y Darnu dejó la calabaza en su sitio, afirmando:
—No beberé, porque soy libre.
Alguien se rió en el apartado rincón del templo y en este momento un fruto de la higuera se desprendió, cayendo en la mano misma del sabio. En la pared cambió una cifra. Darnu comprendió que se trataba de un nuevo atentado de la Necesidad contra su libertad interna.
—No comeré —dijo—, porque soy libre.
De nuevo rió alguien en el rincón más lejano del templo, y entre el rumoreo del regato creyó oír: «¡Pobre Darnu!»
El sabio acabó por enfadarse. Se quedó inmóvil, sin mirar los frutos que de cuando en cuando se desprendían de las ramas, sin escuchar el seductor rumoreo del agua, limitándose a afirmar para sus adentros: «¡Soy libre, soy libre, soy libre!» Y para que un fruto, a pesar de su libertad, no le fuese a parar a la boca, la cerró y apretó los dientes.
Así estuvo largo tiempo, sin sentir hambre ni sed y tratando de hacer llegar a los cuatro puntos cardinales la seguridad en su libertad interna. Adelgazó, se secó hasta quedar como un palo, perdió la noción del tiempo y del espacio, no distinguía el día de la noche y seguía afirmándose que era libre. Al cabo de cierto tiempo, las aves, que se habían habituado a su inmovilidad, acudían y se posaban en él. Luego, un par de tórtolas hicieron su nido en la cabeza del sabio libre y criaron despreocupadamente sus hijos en los pliegues de su turbante.
«¡Estúpidas aves! —pensó el sabio Darnu, cuando primero el arrullo de la pareja y luego el piar de las crías llegó hasta su conciencia—. Todo esto lo hacen porque no son libres y se subordinan a las leyes de la Necesidad». Y hasta cuando sus hombros empezaron a cubrirse con los excrementos de las aves, se repitió: «¡Necias! También esto lo hacen porque no son libres».
El se consideraba libre en el más alto grado y hasta se creía cerca de los dioses.
Por abajo, brotando del suelo, salieron los finos tallos de plantas trepadoras, que empezaron a enroscarse en sus inmóviles miembros...

IV
Una sola vez el sabio Darnu fue sacado en parte del estado de plena inconsciencia en que se encontraba, y hasta sintió, en un apartado rincón de su alma, una ligera sensación de asombro.
Esto era debido a la aparición del sabio Purana.
El sabio Purana, lo mismo que Darnu, se había acercado al templo, había leído la inscripción de la puerta y, al pasar al interior, se quedó contemplando los caracteres grabados en los muros. El sabio Purana se parecía muy poco a su rígido compañero. Era bonachón y carirredondo. El centro de su cuerpo presentaba una redondez agradable a la vista, sus ojos brillaban y sus labios sonreían. En su sabiduría no había sido nunca rebelde, como Darnu, y buscaba, más que la libertad, la bienaventuranza del reposo.
Después de recorrer el templo, se acercó al nicho, se inclinó ante la deidad y, al ver el arroyo y la higuera, dijo:
—He aquí una deidad de agradable sonrisa y he aquí un arroyo de dulce agua y una higuera. ¿Qué más necesita el hombre para entregarse al deleite de la contemplación? Y he aquí a Darnu. Ha llegado hasta tal grado de bienaventuranza, que las aves hacen en él su nido.
El aspecto de su sabio compañero no era muy alegre, pero Purana, mirándolo con arrobo, se dijo:
—Es bienaventurado, sin duda; pero siempre recurrió a medidas de contemplación demasiado severas. Yo, en cambio, me abstendré de pretender los grados superiores de bienaventuranza y confió en contar a los hombres de la tierra lo que vea en los grados inferiores.
Y luego, después de calmar abundantemente sus necesidades con el agua del arroyo y con los higos más suculentos, se sentó en posición cómoda, no lejos de Darnu, y también inició, de conformidad con las reglas, lo que había de llevarle a la contemplación: descubrió su vientre y clavó la mirada en el mismo lugar que el primer sabio había hecho.
Así transcurrió el tiempo, aunque de manera más lenta que para Darnu, porque el bondadoso Purana interrumpía a menudo la contemplación para tomar un trago de agua y un higo. Mas, finalmente, del vientre del segundo sabio emergió también una caña de bambú con sus cincuenta nudos, que correspondían a los cincuenta años de su vida. En lo más alto apareció también la Necesidad, pero entre las nieblas en que se encontraba, le pareció que sonreía agradablemente, y él le contestó con una sonrisa no menos agradable.
—¿Quién eres, amable deidad? —preguntó.
—Soy la Necesidad, que ha regido los cincuenta años de tu vida... Todo cuanto has hecho no lo hiciste tú, sino yo, pues tú no eres sino una hoja arrastrada por la corriente, mientras que yo soy la señora de todos los movimientos.
—Bendita seas —dijo Purana—. Veo que no en vano vine a ti. Sigue cumpliendo tu obra por lo que a ti se refiere y por lo que se refiere a mí. Te observaré sumido en agradable contemplación.
Y se sumió en el sopor, con una bienaventurada sonrisa en los labios. Así siguió su agradable contemplación. De cuando en cuando alargaba la mano a la calabaza del agua o recogía un fruto caído a sus pies. Pero cada vez lo hacía con menos placer, pues el sopor contemplativo le dominaba cada vez más, los frutos más próximos se habían acabado y para alcanzar otros del árbol tenía que hacer un esfuerzo.
Finalmente, se dijo:
—Soy vanidoso, me he alejado mucho de la verdad y por eso me entrego a vanas preocupaciones. ¿Será ésta la causa de que la deidad no me haga sus revelaciones? Ante mí, en el árbol, hay un fruto maduro y mi estómago está vacío... Pero la ley de la Necesidad dice que, donde hay un estómago hambriento y un fruto, este último entra obligatoriamente en el estómago... Así pues, buena Necesidad, me someto a tu poder... ¿No reside en ellos el bienestar supremo?
Y se entregó ya a una contemplación completa, como Darnu, esperando que la necesidad se realizase por sí misma. Para aliviarle un tanto la tarea, se volvió hacia la higuera y abrió la boca...
Esperó un día, otro, un tercero... Poco a poco se extinguió la sonrisa de su rostro, su cuerpo enflaqueció, desapareció la agradable redondez de su cuerpo, la grasa que había bajo su piel se agotó y los tendones quedaron de manifiesto. Cuando, por fin, el fruto hubo madurado y cayó, dándole a Purana en la nariz, el sabio no se dio cuenta de la caída ni sintió el golpe... Otra pareja de tórtolas hizo el nido en los pliegues de su turbante, las crías no tardaron en piar y los hombros de Purana se cubrieron en abundancia con su excrementos. Y cuando la exuberante vegetación llegó hasta él, ya no se podía distinguirle de su compañero: eran iguales el rebelde sabio que había luchado contra la Necesidad y el sabio benigno, que se había sometido a ella por completo.
En el templo se hizo un silencio completo en el cual el brillante ídolo contemplaba a ambos sabios con su sonrisa extraña y enigmática.
Se desprendían y caían los frutos de los árboles, rumoreaba el arroyo, las blancas nubes cruzaban el cielo azul y se asomaban al interior del templo, pero los sabios seguían sin mostrar el menor indicio de vida: uno en la bienaventuranza de la negación y el otro en la bienaventuranza de la sumisión a la Necesidad.
V
La noche eterna había extendido ya sus negras alas sobre ambos y ninguno de los vivos habría sabido qué verdad había sido revelada a los dos sabios en lo más alto de la caña de bambú de cincuenta nudos... Pero antes de apagarse el último rayo que en la penumbra de la conciencia iluminaba al sabio Darnu, éste oyó de nuevo la voz de antes: la Necesidad se reía en medio de las tinieblas que llegaban, y esta risa, silenciosa, penetró en Darnu como nuncio de la muerte...
—Pobre Darnu —decía la implacable deidad—, ¡sabio miserable! Pensabas escaparte de mí, confiabas en librarte de mi yugo y, convertido en un leño inmóvil, comprar así la conciencia de la libertad interna...
—Sí, soy libre —contestó mentalmente el terco sabio—. De entre la infinidad de tus servidores, yo soy el único que no cumple los mandamientos de la Necesidad...
—Mira aquí, pobre Darnu...
Y de súbito, ante su mirada interna volvió a revelarse el sentido de todas las inscripciones y cálculos de las paredes del templo. Las cifras cambiaban suavemente, aumentaban o disminuían por sí mismas, y una de ellas atrajo particularmente su atención. Era la 999.998. Y mientras la miraba, de pronto, otras dos unidades cayeron sobre la pared, y la larga suma empezó a transformarse suavemente. Darnu se estremeció y la Necesidad volvió a reírse.
—¿Has comprendido, pobre sabio? Entre cada cien mil ciegos servidores míos, siempre hay un terco como tú y un perezoso como Purana... Los dos vinisteis a mí... Os saludo, sabios que habéis completado mis cálculos...
Entonces de los turbios ojos del sabio se desprendieron dos lágrimas que corrieron por sus secas mejillas y cayeron al suelo como dos frutos maduros del árbol de su vieja sabiduría.
Fuera del templo todo seguía como antes. El sol brillaba, soplaban los vientos, los hombres del valle se dedicaban a sus quehaceres, en el cielo se juntaban los nubarrones... Al pasar sobre las montañas se hacían más pesados y perdían fuerza. En las alturas estallaba la tormenta...
Y de nuevo, como ocurría en otros tiempos, un necio pastor de la vertiente vecina llevó allí su rebaño, mientras que del otro lado traía el suyo una joven y necia pastora. Se encontraron junto al arroyo y el nicho desde el que los miraba la deidad de la extraña sonrisa, y mientras la tormenta descargaba sus truenos se abrazaron y arrullaron tal y como habían hecho 999.999 parejas en idéntica situación. Y si el sabio Darnu hubiera podido ver y oír, seguramente habría dicho, desde la altivez de su sabiduría: «¡Estúpidos! No lo hacen para ellos mismos, sino para complacer a la Necesidad».
La tormenta pasó, la luz del sol jugó de nuevo entre la verdura, cubierta todavía por las brillantes gotas de la lluvia, e iluminó el interior del templo, que antes se había quedado oscuro.
—Mira —dijo la pastora—: dos nuevas figuras que antes no estaban aquí.
—Calla —replicó el pastor—. Los viejos dicen que se trata de adoradores de una antigua deidad. Por lo demás, no pueden hacernos daño... Quédate con ellos mientras yo reúno tus ovejas.
Salió y ella se quedó con el ídolo y los dos sabios. Y como sentía cierto miedo y, además, rebosaba joven amor y entusiasmo, no podía permanecer quieta; iba y venía por el templo y cantaba en alta voz canciones de amor y de júbilo. Cuando la tormenta se hubo calmado por completo y los bordes del oscuro nubarrón se ocultaron tras las lejanas cumbres de las montañas, recogió un ramo de flores, todavía mojadas, y se las ofreció al ídolo. Para disimular la desagradable sonrisa de éste, le puso en la boca una nuez silvestre unida a su rama.
Después de esto lo miró y rompió en sonora risotada.
Esto le parecía poco. Sintió el deseo también de adornar con flores a los sabios. Mas como sobre el buen Purana seguía el nido con las crías, se fijó en el severo Darnu, cuyo nido ya estaba vacío. Retiró el nido, limpió el turbante, los cabellos y los hombros del anciano del excremento del ave que le cubría y le lavó su cara con agua del arroyo. Pensaba que así pagaba a los dioses la protección y felicidad que le dispensaban. Y como esto también le pareció poco, poseída de júbilo como se encontraba, se inclinó y, de pronto, el bienaventurado Darnu, que se encontraba en el umbral mismo del Nirvana, sintió en sus secos labios el fuerte beso de una mujer estúpida...
Poco después volvía el pastor con la última de las ovejas y ambos se alejaron, entonando una alegre canción.

VI
Entre tanto, la chispa casi apagada de la conciencia del sabio Darnu comenzó a revivir y fue adquiriendo más y más calor. Lo primero de todo, como en una casa cuyos habitantes durmiesen, se despertó en él el pensamiento, que empezó a vagar inquieto en la oscuridad. El sabio Darnu pensó toda una hora y únicamente se le ocurrió una frase...
—Ellos se sometían a la Necesidad...
Una hora después:
—Pero, después de todo, también yo me sometí a ella...
La tercera hora trajo una nueva premisa:
—Al arrancar el fruto, cumplí la ley de la Necesidad.
La cuarta:
—Pero al renunciar a él, cumplo sus intenciones.
La quinta:
—Ellos, que son necios, viven y aman, mientras que el sabio Purana y yo nos morimos.
La sexta:
—En esto puede que se revele la Necesidad, pero hay muy escaso sentido.
Después, el pensamiento, ya despierto, se levantó definitivamente y empezó a llamar a las otras facultades, aún dormidas:
—Si Purana y yo morimos —se dijo el sabio Darnu—, esto será inevitable pero estúpido. Si consigo salvarme y salvar a mi compañero, esto también necesario, pero inteligente. Salvémonos, pues. Para ello hace falta voluntad y un esfuerzo.
Trató de buscar en sí la pequeña chispa de libertad que no había acabado de extinguirse. La obligó a levantar sus pesados párpados.
La luz del día irrumpió en su conciencia lo mismo que entra en un edificio cuando se abren las ventanas. Lo primero que vio fue la figura sin vida de su compañero, con la cara petrificada y la última lágrima en la mejilla. Entonces en el corazón de Darnu se alzó tal sentimiento de piedad hacia su desgraciado amigo, que la voluntad se movió en él con más diligencia todavía. Acudió a sus brazos y éstos empezaron a moverse; luego los brazos ayudaron a las piernas... Para todo esto se necesitó mucho más tiempo que el invertido por sus pensamientos. Sin embargo, a la mañana siguiente la calabaza de Darnu estaba, llena de agua fresca, en los labios de Purana, y un trozo de dulce fruto acabó por entrar en la boca abierta del bondadoso sabio.
Entonces se pusieron en movimiento por sí mismas las mandíbulas de Purana, y éste pensó: «Oh, benéfica Necesidad! Veo que empiezas tu promesa». Mas luego, al advertir que junto a él tenía no a la deidad, sino a su compañero Darnu, dijo, un tanto ofendido:
—A las ocho montañas y los siete mares, al sol y los santos dioses, a ti, a mí, al universo, todo lo mueve la Necesidad... ¿Para qué me has despertado, Darnu? Ya estaba en el umbral del bienaventurado reposo.
—Pero parecías muerto, amigo Purana.
—Quien no ve, como el ciego, quien no oye, como el sordo, quien, como el árbol, es incapaz de sentir y moverse, ha alcanzado el reposo... Dame otro trago de agua, amigo Darnu...
—Bebe. Purana. Todavía veo la lágrima en la mejilla. ¿Fue la felicidad del reposo lo que la hizo verter?
Después de esto, los sabios ancianos invirtieron tres semanas en acostumbrar sus labios a la bebida y la comida, y sus miembros al movimiento, y durante estas tres semanas durmieron en el templo, dándose el uno al otro el calor de sus cuerpos hasta que las energías volvieron a ellos.
Al comienzo de la cuarta semana se encontraban en el umbral del destruido templo. Abajo, a sus pies, se extendía el verdor de las faldas de la montaña, que bajaba en escalones hasta el valle...
Muy lejos, abajo, se dibujaban las curvas del río, las manchas blancas de las casitas de aldeas y ciudades en las que los hombres vivían su vida ordinaria, se entregaban a sus preocupaciones y pasiones, al amor, a la cólera y al odio, donde la alegría era reemplazada por el dolor y el dolor era curado por una nueva alegría, y donde, entre el estruendoso torrente de la vida, los hombres levantaban los ojos al cielo buscando las estrellas que les sirviesen de guía... Los sabios se quedaron mirando el cuadro de la vida desde el umbral del viejo templo.
—¿Adónde vamos, amigo Darnu? —preguntó Purana, cegado por la luz—. ¿No hay indicaciones en las paredes del templo?
—Deja tranquilos el templo y su deidad —contestó Darnu—. Si vamos a la derecha, nos sometemos a la Necesidad. Y lo mismo ocurrirá si vamos a la izquierda. ¿No has comprendido, amigo Purana, que esta deidad toma como leyes suyas todo cuanto nuestra elección decide? La Necesidad no es la señora de nuestros movimientos, se limita a tomar nota de ellos. Lo único que hace es registrar lo que hubo. Pero lo que todavía debe ser se realizará a través de nuestra voluntad...
—Quiere decirse...
—Quiere decirse que dejaremos a la Necesidad entregada a sus cálculos. Nosotros elegiremos el camino que nos conduce al lugar donde viven nuestros hermanos.
Y los dos sabios descendieron con paso alegre de las altas montañas hacia el valle donde la vida de los hombres transcurría entre preocupaciones, amores y amarguras, donde la risa estallaba y se vertían lágrimas...
—... Y donde vuestro administrador, ¡oh Kassapa!, cubre de verdugones la espalda del esclavo Jevaka —añadió el sabio Darnu, con una sonrisa de reproche.
Esto es lo que el jovial anciano Ulaya contó al joven hijo del rajá Lichavi, que había caído en la inacción del abatimiento... Darnu y Purana sonrieron, sin negar ni confirmar, y Kassapa, después d

miércoles, 21 de marzo de 2012

La hora de 3.000 años- LLAMADLA REINA Luis Melero

I
Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba.
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz.
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente.
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.

II
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
-Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.
-¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
-¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
-Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.

III
Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.

IV
Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba.
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos.
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación.
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar.
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.

V
-Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.
-¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?
-El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
-¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
-Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
-Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.

VI
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:
-Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.

VII
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
-¿Crees poseer mayor firmeza que yo?
-Sólo soy más viejo, Zerain.
-¿Piensas morir conmigo?
-Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.
-El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.
-La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
-¿Mi hijo será asesinado?
-¿Lo dudas?
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.

VIII
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
-¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
-Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.

IX
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.

X
Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave.
"Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno", se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.
Durmió quince horas.
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.

XI
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.

XII
Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.

XIII
La muchacha dormía.
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos.
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.

XIV
-Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.
-Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain.
-Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.
-Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.

XV
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse.
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.

XVI
Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo.
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa.
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.

XVII
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.

XVIII
Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.
-¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?
-La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.
-Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora.
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
-¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.