lunes, 28 de febrero de 2011

domingo, 27 de febrero de 2011

Curiosidades del Bolero

La música en general, está impregnada de resaltantes anécdotas que hacen de los intérpretes y compositores, seres con características muy especiales que los hacen aún más enigmáticos. En el ámbito del Bolero, por ejemplo, hay un sinfín de curiosidades, que algunas, incluso, son difíciles de creer. ¿Por qué no echamos un vistazo a algunas de ellas?

- Osvaldo Farrés, dedicó a su madre en 1954 la canción Madrecita que se convirtió entonces en el himno de las madres en Cuba. Sin embargo, hay algo paradójico en todo esto, ya que ella nunca pudo escuchar la canción porque... era sorda.

- Carlos Eleta compuso Historia de un amor a un hermano que había perdido a su esposa.

- El bolero Nosotros fue la carta de despedida que le hizo Pedro Junco a su novia, cuando le diagnosticaron que padecía tuberculosis... una enfermedad incurable en ese tiempo.

- Mario de Jesús se tardó seis meses en componer la letra del bolero Y... y que hiciste del amor que me juraste.

- El bolero Solamente una vez fue compuesto por Agustín Lara en Buenos Aires, en el año de 1941, y dedicado a José Mójica. Fue cantado por primera vez en el mes de junio de ese año por Ana María González en Radio Belgrano de Argentina.

- Vereda tropical, fue compuesto por Gonzalo Curiel en Acapulco en 1936... Cuenta Lupita Palomera, su primera intérprete, que llegó a ser tan popular este bolero en México, que en los anuncios de los diarios solicitando servicio doméstico se veían algunos que decían así: “Se solicita empleada doméstica que NO cante Vereda tropical...

- Siempre en mi corazón, el hermoso bolero de Ernesto Lecuona se llamó originalmente Si no puedo yo quererte y tenía otra letra. Tuvo gran éxito con la película Always in my Heart, razón por la cual le cambió la letra y el nombre para adecuarla a la versión americana.

- El bolero comenzó a bailarse como bolero-son entre 1927 y 1928.

- La letra del bolero Boda negra que musicalizó el cubano Alberto Villalón, aunque se le atribuye al poeta colombiano Julio Flores, es posible que también pueda ser del tenebroso cura venezolano Carlos Borges, quien afirmaba haberlo escrito en el año de 1885.

- Charlie Figueroa grabó el bolero No pises mi camino de José Barros, cuando ya estaba reducido a una silla de ruedas... lo mató el licor cuando apenas tenía 27 años.

- Datos curiosos de dos cantantes: Julio Jaramillo tuvo, según datos de personas allegadas a él, más de 30 hijos; y Daniel Santos, el “inquieto anacobero” tiene en sus hombros 12 matrimonios: ¡hombres valientes!

- En el bolero Piel canela, famosa composición de Bobby Capó se repite cuarenta veces la palabra “tu”, y curiosamente no es fatigable el decirla tantas veces.

- Juan Arvizu, el famoso tenor mexicano tuvo la suerte de descubrir a dos grandes compositores: Agustín Lara en México, y Mario Curiel en Argentina

jueves, 24 de febrero de 2011

lunes, 21 de febrero de 2011

DE PELÍCULA


Antes de correr en busca de la mágica ensoñación de casi cada tarde, Soledad Peña giró la llave general del escritorio, comprobó que todos los cajones quedaban bloqueados, cerró también los cuatro armarios de archivo y, por último, encajó la puerta del despacho, probando por tres veces que, así mismo, estaba bloqueada.
Respetaba escrupulosamente las ordenanzas, una de las cuales mandaba proteger la confidencialidad de su trabajo de graduada social, perteneciente al programa puesto en marcha el año anterior por el gobierno regional. Sólo ella podía conocer los dramas personales que contenían los expedientes archivados; lo único que salía de su mesa era la propuesta de aprobación o, en su caso, la de denegación de las ayudas solicitadas. Lo demás, las vidas miserables, torturadas, tenebrosas o trágicas de las personas que acudían en busca de auxilio, no debía trascender.
Siempre le producía incomodidad la mirada del conserje al despedirse, cuando él le deseaba buenas noches y la seguía con los ojos al salir por la puerta giratoria. ¿Qué había en esa mirada, conmiseración, burla, sarcasmo?
Sabía que ya había comenzado su decadencia física de mujer en la cuarentena que no había conocido el amor y sobrevivía en soledad, pero lo suyo no era exactamente descuido, sino indiferencia carente de esperanza. Iba regularmente a la peluquería, usaba de noche algunas cremas para el cutis, pero no le gustaba maquillarse de día aunque vestía con la corrección exigida por su cargo. Aun así, se decía que estaba perdiendo de semana en semana la lozanía y si alguna vez había poseído atractivo, estaba dejando de tenerlo.
Cualquier sala del multicine le valía como escenario de sus audacias. Compró la entrada, respondió con la cabeza el saludo del portero, que la cumplimentaba dos o tres veces por semana como a una vieja amiga, y se sumergió en la confortante penumbra.

Esa noche amó a Kevin Kostner, porque, por su trabajo de periodista de un importante diario norteamericano, trataba de identificar al autor de varios mensajes de amor encontrados en botellas en distintos lugares de los Estados Unidos. Conversó animadamente con el padre de Kevin, Paul Newman, se descalzó en la arena, fue indiscreta indagadora, visitó los barcos que él reparaba y sintió celos de la muerta a la que Kevin había amado a través de aquellas cartas lanzadas al mar.
Siguió amando a Kostner al salir del cine mientras recorría el corto trayecto hasta su casa, cenó con él el plato recalentado en el microondas y le rogó que se volviera de espaldas mientras se cambiaba la ropa por el camisón de dormir. Ya en la cama, Kevin fue jugador de béisbol, espía ruso infiltrado en el Pentágono, soldado que pretendía ser indio, guardaespaldas y guerrero de ciencia ficción, y siempre, siempre la amaba. Junto a él, fue exuberante luchadora anfibia, cantante famosa, india, prostituta de lujo y ama de casa del medio oeste americano.
-¿Estás seguro de que me amas?
-He seguido un largo sendero hasta llegar a ti.
-¿Sólo me amas a mí?
-Todas las demás fueron sólo experimentos.
-¿Viviremos siempre juntos?
-Mientras el cielo nos lo permita y la Tierra exista.
-¿Nos casaremos?
En este punto, se producía siempre un ruido, una puerta que batía con violencia, el claxon de un coche o alguien que gritaba en la calle, y despertaba.

Pero también en la oficina la visitaban a veces Kevin Kostner, Harrison Ford, Antonio Banderas, Robert de Niro, Pierce Brosnan y hasta Brad Pitt. Ocurría fugazmente; estaba mirando atenta a su interlocutor, escuchando con interés sus problemas, con frecuencia insolubles, y de repente, allí estaba uno de ellos, de pie tras su visitante, sonriéndole con intimidad, pidiéndole por señas que tuviera paciencia... con la promesa del gozo del que sería partícipe más tarde.
-Mire usted, señora Peña -decía el hombre sentado al otro lado de la mesa-, la pensión no me llega y la Seguridad Social no quiere pagarme la prótesis del dentista. Comprenderá usted que, así, faltándome los dientes de delante, no puedo ir en busca de trabajo.
Tras él, Harrison Ford sonreía con su espléndida dentadura y le decía por señas que esa noche la iba a llevar a conocer a Obi-Wan Kenobi.
-No creo que podamos ayudarle, las prótesis dentales no figuran entre nuestras previsiones.
El hombre compuso una mueca de desolación. Dijo:
-Entonces, ¿estoy condenado a vivir eternamente de la pensión, por no poder conseguir trabajo?
Harrison Ford se había quitado la chaqueta y abierto tres botones de la camisa, mostrando la viril pelambrera de su pecho. Con sus gestos, le prometía que la noche iba a ser menos tremendista y más satisfactoria que la tarde.
-Vea. Voy a presentar un informe sobre usted, y trataré de que alguien le dé una respuesta que yo no estoy en condiciones de darle.
-¿Y si dijera usted, por ejemplo, que se trata de una enfermedad grave?
Indiana Jones agitaba el látigo, dispuesto a quitarle de enmedio a un sujeto que pretendía que incurriera en falsedad administrativa.
-Eso es imposible. Le prometo que voy a hacer lo que esté en mi mano por ayudarle. Pida cita en recepción para dentro de dos semanas.
Junto a un envejecido Sean Connery, Indiana/Harrison alzó el grial y brindó por ella.

Ahora, en la butaca del cine, se había convertido en una sofisticada investigadora que trabajaba por cuenta de la mayor compañía de seguros del mundo, y trataba de demostrar que Pierce Brosnan era un ladrón aunque figuraba entre los grandes millonarios neoyorkinos y pasaba por ser uno de sus más generosos mecenas.
Pero, qué fastidio, Raquel Cañadas no hacía más que interferir. Que volviera deprisa a la pasarela y la dejara disfrutar con míster Crown aquellas elegantísimas fiestas de la Quinta Avenida.
Bueno, menos mal que al final se iban juntos de viaje a disfrutar los Rolls Royce y las suites más caras de todos los hoteles de Europa, porque, si no, iba a coger a la mocosa alicantina y le iba a cruzar la cara a bofetadas, que buena era ella cuando se trataba de defender lo suyo.

A la mañana siguiente, fue Richard Gere quien se situó a espaldas del visitante. Sólo vestía la mitad inferior del pijama.
-Escuche, señora Peña, no tengo derecho a subsidio de paro, porque los últimos cinco años coticé como autónomo. Tampoco puedo jubilarme todavía, porque sólo tengo cincuenta y un años. ¿Cómo cree usted que voy a sobrevivir?
Richard le estaba diciendo que sí, que iba a comprar los astilleros pero no para venderlos, sino para ponerlos a funcionar.
-Hay una ayuda que da la comunidad, y creo que usted reúne las condiciones para que se la concedan. Tome esta solicitud, rellénela y traiga todos los documentos que se relacionan detrás, ¿ve?
-Es que estoy en las últimas. ¿Tardarán mucho en concederme esa ayuda?
Richard se disponía a entrar en la bañera llena de espuma perfumada, para refugiarse entre sus piernas, que medían ciento diez centímetros. Sintió que le subía el rubor a las mejillas al verlo desnudo.
-Voy a tratar de acelerar los trámites todo lo que pueda. Traiga estos papeles lo antes que le sea posible.
Richard le tendía las manos, para que ella le transmitiera coraje en lo alto de la escalera, puesto que él sufría vértigo. Sabía que, en el momento que cogiera el ramo de flores que él le ofrecía, comenzaría un futuro perpetuamente feliz.

Lo de ser suegra y enamorada del Zorro a la vez no le agradó demasiado, ya que Anthony Hopkins pasaba mucho más tiempo con Antonio que ella. Y, además, resultaba que el Banderas apenas enseñaba nada en esa película, con lo bien que se le veía todo, todo, en "La corte del Faraón".
Por otro lado, resultaba que Catherine Zeta Jones era demasiado joven y esbelta para sentirse dentro de su piel.
En adelante, revisaría mejor la cartelera antes de entrar.

-Tengo treinta y siete años -dijo el hombre-. Cometí un error insignificante a los treinta y uno... y aquí me tiene, con la vida destrozada tras haber pasado seis años en presidio. ¿Usted cree que hay derecho?
No había ninguno de sus ídolos detrás del visitante porque todos estaban en él. Medía algo más del metro ochenta, esbelto, moreno, de figura atlética, mejor que Christopher Reeve porque era mucho más agrestemente masculino. Le desagradaba el pequeño tatuaje que asomaba bajo el puño de la camisa, pero, por lo demás, eran un compendio de los rasgos más seductoramente viriles que había visto nunca en la pantalla.
-No sé qué decirle.
-Que no tengo más que morirme de asco en la calle, como un perro.
-Su caso no está previsto en nuestros programas. Ha escrito usted en el cuestionario que se graduó de arquitecto en la universidad y que tuvo trabajo adecuado a sus condiciones... Tenemos varios programas de reintegración, pero no me parece que usted pudiera encajar en ninguno.
-¿Y qué hago?
El hombre movía la prominentísima nuez de un modo que le causaba vahídos. Miró el cuestionario para recordar el nombre.
-Usted, señor Olivares es soltero y no tiene nadie a su cargo. Eso es, en principio, una gran desventaja, porque usted es una persona joven y fuerte, que podría encontrar fácilmente trabajo.
-¿Fácilmente? ¿Sabe usted lo que pasa cuando digo que he estado seis años en la cárcel?
Tenía hombros muy anchos, debía de ser más fuerte que la media, más que Patrick Swayze protegiendo a Demi Moore. En las profesiones de fuerza, como la albañilería o las reparaciones, o el reparto, o el almacenaje, nadie se mostraría reticente para contratarlo por haber cometido un error en el pasado.
-¿Ha intentado trabajar de albañil?
-¿Albañil? Yo hacía planos para que los albañiles trabajaran. ¿Cree usted que podría sentirme a gusto en esa clase de empleos?
Su expresión de ligero enfado añadía atractivo a su angulosa cara, donde los ojos oscuros bajo las cejas espesas, refulgían sobre unos pómulos de centurión romano, superiores a los de Kirk Douglas, y una quijada de héroe de película de ciencia ficción, más viril que la de Harrison Ford. Reía con franqueza, mejor que Clark Gable, mostrando una dentadura muy sana aunque, al parecer, algo descuidada en los últimos tiempos.
-Vea, señor Olivares, voy a preguntar en varios departamentos a ver si se me ocurre de qué modo podemos ayudarle. De momento, le aseguro que no tengo ninguna idea. Vuelva usted... pida cita en recepción, pero diga que yo he dicho que se la den para el lunes que viene, auque sea fuera de horario.
Carlos Olivares se alzó del asiento. Mientras se cerraba la chaqueta, Soledad se recreó en su figura, tan reciamente masculina como la de Nick Nolte, y no pudo evitar contemplar el relieve de su pantalón. Algo ruborizada, alzó la mirada hacia el rostro. El hombre sonreía. ¡Había seguido la exploración de sus ojos! Se sintió pillada en falta.
-Entonces, ¿el lunes?
Soledad asintió.
Mirándola fijamente a los ojos, Carlos Olivares le tendió la mano. Era una mano fuerte, huesuda, cálida, algo velluda en la proximidad de las muñecas, tan sensuales como debían de ser las de Clint Eastwood. Sintió un estremecimiento, porque deseó que la mano y su compañera fuesen más audaces y la abrazaran. Apretó los labios para no retenerlo.

Entre el martes y el domingo, fue cuatro veces al cine.
Pero algo se había revuelto en sus fantasías, habitualmente tan gratificantes. Ahora, descubría a cada momento que Harrison, Richard, Brad, Antonio y Kevin poseían rasgos en común con Carlos Olivares.
Tenía la mirada incisiva de Antonio Banderas, los ademanes suaves de Kevin Kostner, la sonrisa franca de Harrison Ford, la figura atlética de Brad Pitt y la displicencia aristocrática de Richard Gere.
Y no sólo se materializaba en las películas. Sobre todo, se entrometía en los sueños. Estaba amando heroicamente a Kevin en el personaje de Robin Hood y, de repente, zas, acudía un fiero lord al frente de sus mesnadas que, al apearse del caballo, resultaba ser Olivares. Descendía con Antonio Banderas a las profundidades de su oscuro refugio parisino e, inesperadamente, llegaba volando un vampiro a morderle el cuello y, cuando resucitaba como vampiresa, descubría que su mordedor era Olivares. Huía de Richard Gere para no casarse con él, como ya había hecho con otros tres, y, una vez que el periodista de Nueva York le daba alcance, se convertía en Olivares. Exploraba con Harrison Ford la selva de Centro América y la raptaba un capitán maya que, al instante, tenía la cara de Olivares. Amaba al misterioso Brad Pitt en el personaje de la muerte en vacaciones, el señor Black, recorriendo con él los lujosos salones de su padre moribundo y, bajo los juegos pirotécnicos, descubría resplandeciente el rostro de Olivares.
Lamentó que sus averiguaciones fuesen tan poco prometedoras para él después de salir de ver "Locos en Alabama". El sueño le produjo desasosiego, porque cada vez que abría la nevera, guardada en la sombrerera, la cabeza que le había cortado a su marido con la sierra mecánica era la de Carlos Olivares. Abrió esa sombrerera más de cien veces a lo largo de la noche, y siempre era él, y no comprendía cómo podía ser que sintiera su cálida y masculina mano posada su pecho.

La mujer que figuraba penúltima en la lista se estaba extendiendo más de la cuenta. Claro que su problema era de órdago: viuda a los treinta y dos años, con cuatro hijos menores, su marido había desaparecido en el mar, caído por la borda de un barco de pesca, y las autoridades le decían que tendría que esperar más de dos años para comenzar a cobrar la pensión, hasta que no lo dieran oficialmente por muerto o recuperasen el cadáver.
Podía gestionarle una ayuda de subsistencia y la despachó muy pronto. Entonces, entró él.
Al contrario que la primera vez, no llevaba chaqueta; en su polo de color amarillo se marcaba con nitidez el relieve de sus pectorales, como Arnold cuando suplantaba a un maestro de guardería y, bajo las mangas cortas, emergían unos brazos fibrosos, velludos y muy fuertes, como los de Charlton Heston en Ben Hur. El tatuaje de la muñeca era el único, al menos en los brazos, y por el escote del polo no se apreciaba que tuviera ninguno en el pecho, al menos no lo suficientemente grande como para asomarse al escote; lo que sí se asomaba era la pelambrera, no excesiva pero sí abundante, como la de Burt Reynolds. ¿Por qué no trataba ese hombre de trabajar en el cine? Sintió al saludarlo cierta opresión en el esófago y tragó saliva.
Él la miró intensamente, con una leve sonrisa, antes de preguntar:
-¿Tengo alguna esperanza?
Soledad creyó durante un segundo que se refería a un posible encuentro amatorio con ella, como Mel Gibson cortejando a Goldie Hawn. Se sacudió la idea pasándose la mano por la frente, y respondió:
-Es muy poca la ayuda que puedo prestarle. Usted reúne las condiciones para solicitar la pensión de subsistencia...
-¿De cuánto es?
-Unos cuatrocientos mensuales.
-¿Pensión de subsistencia? Querrá usted decir ayuda para cigarrillos.
-No fume.
-No fumo, pero... ¿no se da usted cuenta de que con ese dinero no hay quien pueda vivir? Cualquier alquiler, el más modesto, supera esa cantidad.
-Sí me doy cuenta.
-¿Qué genio del gobierno ha ideado esa humillante ayuda de hambre?
-Entonces, ¿no quiere solicitarla?
-Antes que someterme a esa humillación, me suicido.
Soledad sintió un estremecimiento. El hombre era muy capaz.
-Tenemos un programa de búsqueda de empleo. Le puedo mandar allí...
-¿Qué clase de empleos consiguen?
-Desde luego, ninguno de arquitecto, si es a eso a lo que se refiere. Los pedidos que suelen llegarnos son, sobre todo, de albañiles, jardineros y colocaciones de esa clase.
-Se llama usted señora Peña, ¿verdad?
-Llámeme Soledad -concedió sin poder evitarlo.
Él sonrió.
-De acuerdo, Soledad. ¿Que pretende el estado que hagan los hombres que se encuentran en mi situación, pedir limosna, deprimirse hasta la autodestrucción, morir de hambre?
-Disponemos de comedores...
-Hace una semana, estuve en uno. Había a mi lado un sujeto que no se había bañado en toda su vida y que lo más pequeño que tenía en el pelo eran piojos. Tuve que marcharme sin comer. Dígame, Soledad, ¿está segura de que no existen otras salidas?
Soledad se compadeció de su expresión ansiosa, igual que la de Gerard Depardie en Cyrano; por un momento, había descendido de su arrogancia, más física que anímica, para mostrarse verdaderamente abatido.
-Tendré que estudiarlo. Créame, señor Olivares, voy a dedicarme con los cinco sentidos a encontrar alguna solución para usted. Pida en recepción cita para el viernes.

Terminada la jornada, y antes de disponerse a encontrar la ensoñación mágica de la mayoría de sus tardes, Soledad cerró los cajones del escritorio, echó las llaves de los cuatro armarios de archivo, guardó el llavero, giró el seguro interior de la puerta y, tras encajarla, probó con un empujón que había quedado bloqueada. Saludó con una inclinación de cabeza al conserje, que la contempló con la inextricable mirada de siempre y le deseó buenas noches. Echó a andar con dirección al cine y, entonces, notó que alguien caminaba tras ella, a su ritmo, tal como si fuera Ray Liotta en aquel papel de policía acosador. Se negó a volver la cabeza pero, algo inquieta, apresuró el paso. El persecutor continuaba detrás, sin aproximarse, a su ritmo, calculó que a unos diez o doce pasos de distancia. Por suerte, unos cincuenta metros más allá llegaría a una calle menos desierta.
Ya en las cercanías del multicine, en un paseo donde había mucha animación, dejó de sentirse preocupada porque alguien la siguiera e, incluso, se olvidó del caso, pero, en el momento de ir a sacar el dinero del bolso para pagar la entrada, lo vio. Carlos Olivares, a su lado, le sonreía obsequiosamente.
-Creía que iría a dar un paseo o algo así, y pensaba abordarla para charlar. Qué pena que haya decidido venir al cine.
Su expresión era la de los flaschbacks de Rober Redford en Gastby. Los reglamentos no específicamente escritos, prohibían intimar fuera del despacho con las personas que iban a pedir ayuda. Pero, ¿qué iba a hacer, negarse a hablar?
-¿Por qué pena?
-Porque yo no...
Olivares se interrumpió. Ella entendió que no podía comprar la entrada.
-Me gustaría invitarle -dijo Soledad.
Él sonrió. Nada más. No dijo "gracias" ni expresó de otro modo el agradecimiento, como si la invitación fuese la cosa más natural del mundo y poseyera la irónica calidad sobrehumana de Bruce Willis en "Jungla de Cristal". Soledad calculó el grado de lógica que podía tener pedir a la taquillera que le diera las dos entradas en lugares separados; halló que sería entendido como una estupidez y se limitó a pagar las dos entradas, sin más.
Faltaban diez minutos para que comenzara la sesión y todavía no permitían entrar en la sala.
-Esto es muy irregular -dijo Soledad.
-¿Invitar al cine a quien no puede pagarlo?
-No exactamente. Tenemos prohibido confraternizar con... las personas que atendemos en el despacho.
-Ya hemos hablado dos veces. Somos amigos, ¿no?
-Supongo que sí. Yo siempre soy amiga de las personas que...
-¿Las personas que socorre?
Soledad miró hacia otro lado. Había enrojecido. ¿Por qué la intimidaba tanto ese hombre? No parecía temible, lo único temible era su portentoso atractivo.
En la pantalla, Robert de Niro interpretaba a un mafioso que había perdido sus impulsos asesinos y trataba de recuperarlos consultando a un psiquiatra. Extraordinariamente divertida, la acción no le hacía olvidar el calor del brazo apoyado en el suyo. En cierta medida, Carlos Olivares se parecía a aquel Robert de Niro de veinte años atrás, el de "Taxi driver", pero con ventaja para el que rozaba su brazo, el que le transmitía una calidez que se le extendía brazo arriba, alcanzaba su hombro, ocupaba su pecho y comprimía su esófago, produciéndole, más que ahogo, jadeos de anticipación. Sólo una vez en toda su vida había estado desnuda con un hombre, hacía de eso trece años, cuando tenía treinta. Ahora, sentía necesidad urgente de que el hombre que le transmitía esas ondas se desnudase y la desnudara, abrazarse a él, disfrutar en toda la superficie de su piel un contacto más directo y total que el del codo posado en el apoyabrazos de la butaca.
El pobre psiquiatra trataba de casarse una y otra vez, y siempre llegaba a interrumpir la ceremonia Robert de Niro, con sus exigencias y sus regalos extravagantes. También era muy extravagante estar sentada al lado de ese hombre, un menestoroso ex presidiario que había ido a su oficina en busca de ayuda.
Cuando la película iría más o menos por el segundo tercio, Carlos Olivares retiró el brazo. Por un momento, Soledad se sintió desfallecer, como Vivien Leigh al pie de la escalera cuando Clark Gable le dijo que no le importaba, pero, al instante siguiente, él puso ese brazo sobre su respaldo y, a continuación, ella no supo qué debía hacer. ¿Enfadarse, mandarle retirar el brazo, hacerse la desentendida, permitir la caricia?
Ahora decidía Robert de Niro matar al psiquiatra, influído por sus consejeros, que hallaban que sabía demasiado. En el momento de ir a dispararle, resultaba que el psiquiatra salvaba al mafioso durante un tiroteo. Convertido en héroe, el psiquiatra establecía con Robert de Niro una relación casi de amor.
¿Era algo parecido al amor lo que le transmitía el brazo y la mano que le rozaban ambos hombros? Los jadeos iban a comenzar a ser audibles en el momento más inesperado, porque algo casi material recorría su vientre y anunciaba la convulsión. Entonces, Carlos Olivares apoyó la mano en su nuca, que acarició, y luego la abandonó allí, como una propuesta que, igual que las de Vito Corleone, no podría rechazar. Soledad notaba que había perdido la voluntad y no solamente no iba a sacudirse la mano intrusa, sino que ansiaba que el atrevimiento avanzara más antes de que acabase la película, para cuyo final no podía faltar demasiado. Ahora, sin retirar la mano izquierda de su cuello, Carlos apoyó la derecha en su brazo. Era una mano grande, angulosa, mucho más sensual de lo presentido con la sola contemplación. A continuación, esa mano se deslizó hacia la suya y la apretó un instante, para, en seguida, tomarla y conducirla hacia la bragueta inflamada. Sintió horror, pero se trataba de un horror jubiloso, la alegría de descubrir que, todavía, podía hacer que la bragueta de un hombre se inflamase sin haberla manipulado previamente. Lo que tocaba no tenía un tamaño despreciable, más bien al contrario, y poseía dureza de madera, como si Carlos hubiera introducido en su pantalón el otro apoyabrazos, el situado a su derecha. Sintió que la mano de él oprimía la suya, para obligarla a actuar.
Un residuo de autodefensa cayó sobre su voluntad y retiró la mano.
-Por favor -dijo él junto a su oído derecho.
-No somos una pareja de novios adolescentes.
-Yo estoy como un adolescente. Me han quitado seis años de mi vida y sólo tengo treinta.
-Por favor, espera un poco. Tengo que hacerme a la idea.
-La película va a terminar.
-Podemos...
-¿Qué?
-No, nada.
-¿No podríamos ir a tu casa?
Ella no respondió. Se alegraba de encontrarse en un lugar en penumbra, porque debía de tener las mejillas púrpuras de rubor.
-Vayamos a tu casa, por favor.
-¿No tiene usted..., no tienes casa?
-¡Si vieras donde vivo!
No quiso indagar más. ¿Tenía algo que temer? El nombre, la dirección, el número de carné de identidad y el teléfono de contacto de Carlos Olivares estaban escritos en su expediente. Sabiéndolo, él no abrigaría malas intenciones.
-Te invito a cenar.
-Gracias, Soledad. Puedes dejar de estar sola en cuanto quieras.
La frase le pareció enigmática. ¿Qué sabía él de ella?

Cenaron, en un restaurante de comidas rápidas, pollo frito y ensalada. Ella notó que Carlos comía con fruición, sin parar de dedicarle madrigales. Tenía verdaderamente hambre, y sin embargo, encontraba ánimos para piropearla. Apenas necesitó más súplicas ni violentar aún más sus escrúpulos; lo invitó a subir cuando la acompañó hasta la puerta de su casa.
-¿Cuántos años tienes, treinta y dos o treinta y tres, no?
Soledad sabía que era un cumplido, un cínico cumplido, un nuevo madrigal. Nadie podía calcularle menos de los cuarenta y tres años que había cumplido, teniendo en cuenta, además, lo poco que se arreglaba la cara.
-No digas tonterías.
-Tienes buen cuerpo.
-Me sobran lo menos cinco kilos.
-Me gusta que las mujeres tengan donde agarrarse.
-Pero ya no soy ninguna muchacha, Carlos. Incluso me da apuro quitarme el sostén.
-Deja que te lo quite yo.
Lo hizo. A continuación le mordió los pezones con cierta fuerza. Soledad tuvo una convulsión.
-¿Tan pronto? -preguntó él con decepción.
-Es la falta de costumbre.
-Practicas poco el sexo, ¿verdad?
Soledad se limitó a suspirar.
-Yo no estoy todavía -dijo él-. ¿Te molesta que siga... habiendo gozado ya?
-Sigue, por favor.
Al penetrarla, Soledad no pudo contener el grito. No sonó muy fuerte, pero sí fue lo bastante intenso como para que él se alzara, alarmado.
-¿Qué pasa?
-Yo no...
-¿Eres virgen?
-No exactamente.
-¿Qué tiempo llevas sin hacerlo?
-¡Trece años!
Sin decir nada, él inició un recorrido con la lengua por su cuello, su pecho y su vientre; pasó unos diez o doce minutos acariciándola, manipulándola, transportándola a cielos que no estaban en ninguna película, porque ni siquiera las pornográficas que alguna compañera la había invitado a ver en su casa registraban escenas semejantes, tan delicadas, lentas y estimulantes. Ahora deseó con vehemencia que él volviera a intentarlo.
Cuando amaneció, sabía que tenía los ojos aureolados de violeta. Tres veces había gozado Carlos dentro de ella. Cuatro veces había gozado ella y cada vez fue mejor y más prolongada que la precedente.

Cogió en el despacho la carpeta que contenía el expediente de Carlos Olivares. Sí, soltero. Sí, había nacido en la ciudad, el número del documento de identidad lo confirmaba. Sí, aparecía la dirección y había sido comprobada. ¿Había ocurrido todo en realidad o lo había soñado? ¿Había vuelto una de sus ensoñaciones cinematográficas, engañando del todo a sus sentidos?
No. Sentía en el vientre todavía el ardor y dos compañeras la habían mirado al llegar, con sorpresa; una le había preguntado:
-¿Te has maquillado por fin?
No lo había hecho. Más bien, creía tener mala cara, por la noche pasada en vela. Estaba segura de presentar ojeras muy acusadas.
Recorrió el pasillo canturreando todas las veces que salió a beber agua, para ir a los aseos o a tomar café, entre las miradas sorprendidas e irónicas de los compañeros.

Una semana más tarde, la quinta vez que Carlos dormía junto a ella, dijo:
-No puedo aguantarlo más. Cualquier día, hago una locura.
-Tranquilízate, Carlos. Encontraremos la solución.
-¿Qué solución, que tú me mantengas?
Soledad se mordió el labio inferior.
-No he querido decir eso.
-Pues si lo estás pensando, que se te quite de la cabeza. Yo soy un hombre, tengo una carrera y una cultura. La sociedad no puede marginarme de este modo.
-Estoy al habla con todos mis compañeros y los departamentos autonómicos y de otras administraciones. Algo encontraremos.
-¿Un empleo de caridad? -preguntó él con desdén.
-No, Carlos. Un amigo está haciendo gestiones muy serias en la concejalía de urbanismo, a ver si pudieran contratarte por la puerta falsa. Ten paciencia. Tendrás trabajo, una función de tu nivel.
-¿Para ganar una miseria? Mira, Soledad, cuando pasó aquéllo, yo estaba a punto de abrir mi propio estudio de arquitectura. A estas alturas, tendría que ser millonario. ¿Cómo voy a conformarme con un sueldo de funcionario?
Soledad se mordió el labio. Hallaba que el comentario contenía, en cierto modo, un insulto hacia ella, y esto la entristeció. ¿Se encontraba ante la primera discusión de pareja?
-Nunca te he preguntado cuál fue tu... delito.
-Has hecho bien.
Él no añadió ni aclaró más. Sin duda, jamás le revelaría voluntariamente lo que lo había llevado a la cárcel. En vez de continuar la conversación, Carlos ejerció, con mucha mayor eficacia que las otras cuatro noches, su habilidad sexual. Soledad gozó cuatro o cinco secuencias de orgasmos múltiples. Reconquistaba el tiempo perdido y miró con agradecimiento el cuerpo desnudo que dormitaba a su lado. Toda su carne era firme, una viril figura que aparentaba menos de treinta años. Aparte del tatuaje de la muñeca, sólo tenía otros dos: uno en la cadera, con forma de corazón atravesado por una flecha, y otro en el pene, en la parte superior, casi en el prepucio, una rosa pequeña. Creía que dormía, pero Carlos murmuró:
-¿Te gusta?
-Sí.
-Puede ser tuyo para siempre.
-¿Para siempre?
-Me encanta hacer el amor contigo. La pena es que voy a tener que emigrar de este maldito país, irme con mi título a donde nadie me conozca.
-Ten paciencia.
-¿Más?
-Algo conseguiremos.
-Oye, Soledad... Tú... podrías hacer que mi vida cambiara definitivamente.
-¿Sí?
-Sí. Sólo tendrías que ayudarme una vez...
-¿Qué quieres decir?
-Lo llevo pensando un par de días y se me ha ocurrido una idea. Si lo hicieras, nos casaríamos y viviríamos el resto de nuestras vidas juntos.
Soledad calló. Aguardó a ver qué más decía.
-¿Soledad?
-¿Sí?
-¿Sabes de lo que te estoy hablando?
-No.
-El plan de autoempleo, de eso estoy hablándote.
-¿Quieres que te ayude a conseguir una subvención? Son sólo dos millones. Comparado con el empleo de la concejalía...
-No estoy hablando de dos, sino de veinte millones.
-No comprendo.
-¿No eres tú la que informa favorable o desfavorablemente esas solicitudes?
-No soy yo quien toma las decisiones.
-Pero tu informe es el más significativo, el más decisivo.
-Supongo que sí. ¿A dónde quieres ir a parar, Carlos?
-Podemos prefabricar diez expedientes, y obtener diez subvenciones diferentes, para diez titulares distintos. Tengo quien me haga los documentos...
-¿Falsos?
-Pero parecen genuinos.
Soledad se dio la vuelta en la cama. Llevaba veintiún años como funcionaria, con el historial profesional más limpio y ordenado de toda la ciudad. Lo que Carlos le pedía no era, en realidad, demasiado arriesgado; tal vez podía hacerse sin ningún problema, porque prácticamente era ella la única persona que intervenía en el proceso. Todo lo demás eran sólo papeles emitidos por otros departamentos. La única que tenía que ver a las personas titulares de esos papeles era ella. Haciéndolo sólo una vez, tal vez no sería descubierto jamás. Pero ¿podría soportarlo su conciencia?
Sintió que Carlos la abrazaba por la espalda. Sorprendentemente, tenía el pene tan rígido como la primera vez de esa noche.

El proceso duró sólo tres meses y medio. Lo que más sorprendió a Soledad fue la calidad perfecta de las falsificaciones. Nadie detectaría jamás que esos documentos eran falsos. Le chocó la osadía de Carlos. Todos los carnés llevaban su foto, era él en verdad aunque en unas fuese moreno, castaño en otras y oxigenadamente rubio en otras, con bigote o con barba, con ojos azules o marrones, siempre era él, ella lo reconocía sin duda, aunque nadie más pudiera advertirlo. Diez cuentas diferentes, en seis bancos y cuatro cajas de ahorros distintas, recibieron a los tres meses y medio transferencias de dos millones cada una. Esa noche fueron cinco las secuencias de orgasmos, aunque la noche anterior Carlos la había transportado al cielo cuatro veces. Era incansable, no sufría decaimientos. Se sintió muy, muy feliz.

Pero los siguientes tres días, Carlos no acudió a esperarla a la salida.
Tendría algún problema, se dijo para tranquilizarse.
Un día más y tampoco acudió, pero ella había copiado el número de teléfono y la dirección de su expediente. Lo marcó cinco minutos después de dejar el despacho. Nadie contestó.
Tuvo que tomar un somnífero para conseguir dormir.
Un día más tarde, el quinto desde la desaparición de Carlos, decidió ir al cine, cosa que no había hecho en exceso durante los últimos cuatro meses. Refugiada en la penumbra, lloró y lloró, y las lágrimas no eran por Julia Roberts ante la miopía cobardemente autoprotectora de Hugh Grant, sino por sí misma, por el descubrimiento de su estupidez.
Terminada la película, se preguntó si tenía hambre. Resultó que no. Contó a tientas el dinero; sí, los quince billetes continuaban en el bolso. Sentíase anestesiada cuando, en la última fila de butacas del cine donde proyectaban "El gerrero número 13", en la sesión de noche, se los entregó al hombre a cambio del envoltorio. Salió sin ver la película, cosa que lamentó, ya que le hubiera gustado ver a Antonio Banderas en plan héroe medieval.
Aguardó frente al portal de la dirección que figuraba en el expediente. Carlos Olivares llegó a las dos y cuarto de la mañana, acompañado de una mujer despampanante que no tendría más de veinticinco años. Él estaba irreconocible, pero ella había sido capaz de reconocerlo con diez disfraces diferentes. Ahora tenía el pelo teñido de rubio platino y usaba gafas de brillos metálicos. Estaba acompañado, no le diría nada.
Esperó en el mismo lugar las cuatro noches siguientes, con la misma paciencia de Sean Connery en sus papeles de espía. Dos, no lo vio llegar. Las otras dos, llegó con la misma compañía. La pareja bajaba del taxi haciéndose arrumacos, siempre con ropas lujosas y extravagantes, siempre felices, sonrientes, gozosos, como los personajes de "La dolce vita".
La quinta noche sería domingo. Sintió durante toda la tarde la tentación de apostarse frente al portal, pero eso podía ser una soberana tontería. Las cinco noches de vigilancia, siempre había llevado ropa diferente y, de todos modos, nadie la había mirado de manera especial ni tampoco había pasado demasiada gente. Pero estar parada allí, de día, era otra cosa, un riesgo demasiado absurdo. Lo que tenía que decirle, no debía ser oído por nadie, y de día aquella calle se encontraba bastante transitada.
En cuanto anocheció, aunque ya sabía que Carlos tenía costumbres noctámbulas muy tardías, se situó en su lugar de observación.
Pasaron algunas parejas de adolescentes, de prisa, porque la noche de domingos todo el mundo se recogía más temprano que otros días de la semana. Pasaron también varios grupos, y un joven de uno de ellos le sonrió. Confió que no fuera capaz de recordar su cara.
La mujer con quien había visto ya tres veces a Carlos llegó a las doce y media; vestía pantalones. Salió veinte minutos más tarde, vestida con un escotado traje de fiesta, al estilo de Faye Dunaway, y tomó un taxi que la esperaba en la puerta y que debía de haber llamado por teléfono. Seguramente, Carlos la esperaba en algún centro de diversión nocturna, pero daba igual, aguardaría en el mismo sitio. Tenía que verlo con sus ojos, descubrir a qué grado de desvergüenza había descendido, comprobar si era tan falso como Warren Beatty en "Shampoo". Pero a los quince minutos de irse la mujer, fue Carlos quien entró apresuradamente; vestía chándal y zapatos deportivos. Sin duda, iba a cambiarse también él de ropa, para acudir quién sabía dónde.
Tal como había proyectado, Soledad marcó al azar en el portero electrónico un número de piso. Con voz angustiada y fingida explicó a la mujer que respondió que había olvidado la llave en su piso y su pobre niñito de tres años estaba solo. No supo si la mujer la había creído, pero sonó el zumbido de apertura de la puerta.
Tomó el ascensor, que paró en el piso de Carlos. No tardaría. Obstaculizó con dos palillos de dientes el cierre de la corredera, subió un tramo de escaleras y aguardó con la serenidad de Melanie Griffith en "Working girl". Cinco minutos más tarde, Carlos, vestido con elegancia algo esnob, cruzó ante el tramo de escalera y se introdujo en el ascensor. Soledad escuchó el ruido de la puerta que trataba de cerrarse y, en ese momento, bajó precipitadamente los ocho escalones. Carlos le sonrió con perplejidad.
-¡Soledad, qué alegría verte!
Fue todo lo que pudo decir. Soledad disparó solamente una vez al corazón, pues le pareció que era suficiente. Retiró los palillos de dientes que impedían que la puerta se cerrara, entró en el ascensor, pulsó el botón del ático y, una vez arriba, volvió a bloquear la corredera con los palillos y bajó las escaleras tranquilamente.
Al día siguiente, cuando realizó el acostumbrado rito del cierre de cajones y armarios, dio una última ojeada a la página del periódico, abierto sobre la mesa, donde aparecía la fotografía de un Carlos Olivares con seis años menos. Arrancó la hoja, tiró el periódico a la papelera, guardó el recorte en el bolso y se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada.
Se dirigió al multicine. No sabía por qué, pero sentía ganas de echar en un inodoro, concretamente en el del cine, el recorte de periódico que guardaba en el bolso y pulsar a continuación el botón de la cisterna. Sonriente, compró la entrada para ver "Muertos de risa".

domingo, 20 de febrero de 2011

Una y mil noches

El recorrido entre el trabajo del campo en Extremadura y el éxito actual del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.
Román acababa de materializar el sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de seis años, a los treinta Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable cada uno de los minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que acudían a retozar en el chaparral, sentimientos que jamás logró descifrar, porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.
Aunque la muerte de su padre le entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa, y compró el local en Puerto Marina, en Málaga.
Tenía treinta años cuando empezó la obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era, treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística un artículo donde elogiaba y recomendaba el "sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa cocina familiar de caza".
Había llegado a la meta.
Tenía treinta y tres años y nadie le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario; al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente mucho más joven que él. A su lado, cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos.
El aburrimiento renacía. La alegría por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de "Las mil y una noches".
Tenía que plantearse otras metas, como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué.


Encontró una válvula de escape con el equipo de fútbol.
A Romy, su hijo mayor, de doce años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia del equipo.
-Usted se ocuparía de todo, de elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.
Román aceptó sin tener claro si disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a la clientela los fines de semana. Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina.
Y así fue.
Romy conocía a todos los chicos que jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores, necesitaba un cuadro técnico.
-Hay un morito que juega muy bien -le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que verlo. ¡Es un crack!. Él puede ser el entrenador.
Antes de empezar a preparar las cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con Romy, que le indicó:
-Míralo. Ése es Hammou.
Para ser marroquí, era demasiado moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena. Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los que parecía entregar el alma.
-Dile que venga al restaurante cuando termine el partido -le ordenó a Romy.
No pudo atenderle hasta que el trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la madrugada. Se sintió avergonzado.
-¿Ha comido algo? -le preguntó a su hermana.
-¡Qué va!. No creo que tenga un duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua. Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.
Se acercó al marroquí. Se sintió incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.
-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo que se trata?.
-No le entendí.
Hablaba español razonablemente bien.
-El ayuntamiento quiere formar un equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.
-Yo busco trabajo.
-Pero... en el equipo sólo cobrarías dietas. ¿No trabajas?
-No.
-Como hablas español, creía que ya llevabas mucho tiempo en España.
-No. Hace cuatro meses, nadamás.
-¿Y ya has aprendido el idioma?.
-Lo hablaba antes de venir. Mi casa está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya sabes, buscándome la vida.
Román se dijo que había problemas. Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría. Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería?. Decidió preguntar a bocajarro:
-¿No tienes papeles, verdad?
Hammou bajó los ojos.
-¿Has hecho alguna gestión?.
-El consulado está en Algeciras. Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintidós.
-¿Crees que puedes entrenar el equipo?. ¿Te gustaría?.
-Sí.
-Voy a ver cómo lo puedo arreglar. ¿Dónde vives?
Hammou negó con la cabeza.
-¿Quieres decir que no tienes casa?.
-Duermo en la playa.


Hammou terminó de pintar la fachada del restaurante en tres días. El chalé lo pintó de arriba abajo, por dentro y por fuera, en dos semanas, sin ayuda de nadie para mover muebles o encaramarse en los andamios entre dos escaleras de tijeras. Reparar la valla y pintarla le tomó dos días.
Román no sabía qué otro encargo hacerle. Preguntó a sus vecinos, la mayoría vacacionistas ocasionales, y ninguno buscaba quien le pintara la casa. Todavía estaban en plena temporada y no disponía de tiempo para acompañarle a Algeciras, a averiguar qué tenía que hacer para legalizar la situación. Era imposible emplearle en el restaurante sin papeles, expuesto a que un inspector de trabajo le multase, lo que era muy frecuente en verano a lo largo de la costa.
Le contó el problema al concejal de cultura que, viendo su interés por el marroquí, aceptó que fuese preparando provisionalmente el equipo antes de darlo por organizado, a cambio de alguna propina ocasional y la promesa de ayudar en las gestiones de legalización cuando llegase el momento.
-Escucha, Hammou, no puedo darte trabajo, pero podemos poner una tienda de campaña en el jardín de mi casa, para que duermas allí, porque lo que va a darte el ayuntamiento no te alcanzará para la pensión. Comerás en el Monfragüe. ¿Te parece bien?.
Hammou asintió, sin levantar los ojos del suelo.
El equipo empezó a funcionar. Trasunto de Jeckyll y mister Hyde, Hammou era dos personas diferentes; una, en las cosas cotidianas y otra muy distinta cuando estaba en el campo de fútbol. Habitualmente taciturno, se volvía exuberante y alegre cuando aleccionaba a los niños y, sobre todo, cuando demostraba en la práctica cómo hacer pases, regates y fintas.


Hubo que esperar a septiembre.
El primer lunes del mes, a las cinco de la mañana, Román abrió la cremallera de la tienda de campaña instalada en el jardín, para despertar a Hammou. El muchacho dormía completamente desnudo y presentaba la lógica erección de un joven durmiente sano. Román sintió una turbación incomprensible, contemplándole mientras dudaba si hablarle, porque sus ojos fascinados se habían cosido al cuerpo relajado cuyas proporciones nunca se había parado a calibrar cuando corría en el campo de fútbol; dormía ladeado hacia la derecha, con una pierna flexionada y un brazo tras la nuca, flexiones que resaltaban la sinuosidad lustrosa de todos sus miembros. Los muslos eran gigantescos, pero estriados como si estuvieran tallados en ébano. Volvía a sentir la antigua necesidad de experimentar el vértigo de lo desconocido. Agitó la cabeza, como si quisiera negarse ante un demonio que le tentaba.
-Levántate, Hammou. Nos vamos a Algeciras.
Tal como estaba, desnudo, el marroquí corrió y se lanzó a la piscina. Román ignoraba que su aseo matinal consistiera en eso, aunque Nela ya le había dicho alguna madrugada que le parecía que hubiera alguien nadando. Todavía con la desconcertante turbación de antes, lo vio emerger por el borde, alzándose con la habilidad de un gimnasta; poseía un cuerpo que por fuerza debía atraer poderosamente a las mujeres, ebúrneo y resplandecientemente tachonado con las gotas que brillaban en su piel.
-Vístete deprisa, mientras saco el coche del garaje. Desayunaremos por el camino.
Sólo había dormido tres horas; para vencer el sueño que aún le producía bostezos, Román inició la conversación en cuanto arrancó el coche.
-¿Cómo conseguiste entrar en la península?.
-En un camión.
-¿Te escondiste en un camión?.
-Sí, pero no dentro. Debajo, entre los ejes.
-¿En serio?.
-Traía una ropa muy bonita que me compró la mujer de mi hermano, pero se me llenó toda de grasa. En cuanto el camión llegó al barco, salí a tratar de lavarme, pero fue muy mala idea porque noté que los marineros me miraban y se habían dado cuenta de que era un polizón. Me escondí en los servicios. Un paisa que estaba meando, me preguntó en árabe qué me pasaba. Yo no hablo bien el árabe, porque soy bereber, así que él me preguntó en español si tenía problemas. Primero tuve miedo, porque hay musulmanes en Melilla que son más policías que los policías, pero él se dio cuenta y me contó que trabajaba en Bélgica y que viajaba de regreso con su mujer y su hija. Como no sabía qué hacer, le dije lo que pasaba. Me mandó que tirara la camisa llena de grasa y me dio la camiseta que él llevaba debajo de la suya, y me dijo que me encerrara en el retrete hasta que volviera. Volvió a los diez minutos, pasándome por debajo de la puertecilla una cazadora de cuero. Luego, me llevó a cubierta con su familia. Su hija se agarró de mi brazo, haciendo como que era mi novia. Así pasamos la aduana de Málaga.
-¿Por qué viniste?.
-Tengo nueve hermanos y mi padre se fue hace dos años con otra madre; ahora ya no le da dinero a la mía. Tenemos muchos problemas y los cuatro hermanos que son mayores que yo ya están casados. Tengo que ayudar. Las dos veces que me ha dado dinero el concejal se lo mandé a ella.
Admirado, Román notó que resbalaba una lágrima por la mejilla de Hammou.
-Sientes nostalgia de tu familia, ¿no?.
-No -respondio Hammou con firmeza-. Tengo que ser importante en España antes de volver allí. Mi madre consultó con la bruja, que dijo que yo iba a encontrar a un hombre en España que me haría famoso.
Desayunaron en el primer café que encontraron abierto, en Estepona. Román observó que la melancolía que le causara una lágrima había sido sustituida, sin transición, por una alegría expansiva; Hammou reía sin parar, casi sin venir a cuento. Cuando reiniciaron la marcha, el joven dijo:
-Yo pienso que tú eres ese hombre.
-¿Quién?.
-El que dijo la bruja.
-¿El que va a hacerte famoso?. Creo que no.
-¿Me vas a echar?.
-No, hombre, qué va. Lo que quiero decir es que no creo que yo pueda hacerte famoso de ninguna manera.
-Sí, con el fútbol. Todos decían en mi pueblo que soy mejor que Ben Barek. Sé que un día encontrarás a alguien que me abrirá la puerta de un club importante.
Román apretó los labios. Hammou se estaba haciendo demasiadas ilusiones.
-Hace calor -dijo el marroquí.
-Sí. Empieza a hacer calor. Menos mal que tenemos el sol de espaldas.
-Voy a ponerme el pantalón corto.
-Sólo faltan cincuenta kilómetros.
-Me cambiaré otra vez al llegar.
Hammou sacó el short de la bolsa de mano, se quitó los tenis y se bajó el pantalón. Antes de quitarse el calzoncillo, Román notó que se acariciaba la entrepierna; cuando se lo bajó, tenía una erección. Román fijó la mirada al frente, con las manos crispadas en el volante; no quería que volviera el desconcierto, se negaba a mirar de reojo siquiera.
-Éste es un rebelde -dijo Hammou agitándose el pene-. Si no me corro por las mañanas, sigue revoltoso hasta mediodía. Quiere su ración.
-Vamos, Hammou, ponte el short, no sea que pasemos un autobús y la gente se dé cuenta de que vas en cueros.
-¿No quieres tocar un poco?. Esta mañana te quedaste mucho rato mirándome.
El muy zorro se había hecho el dormido. La vaga e inexplicable inquietud de Román fue desplazada por el enojo.
-¡Cúbrete de una vez, Hammou!.
Alarmado por su tono, el joven obedeció.


Tuvieron que hacer cola a la puerta del consulado durante dos horas. El funcionario, un treintañero delgado que parecía sacado de una tópica película de ambiente árabe, les explicó los trámites y adoptó una actitud que a Román le hizo suponer que esperaba un regalo. Le quitó de las manos a Hammou los papeles que aportaba, que según el funcionario no servían para nada, introdujo un billete de cinco mil pesetas entre ellos y volvió a dárselos al diplomático. Al parecer, los papeles se habían vuelto útiles de repente.
El trámite ante las autoridades marroquíes iba por buen camino. A continuación, deberían realizar las restantes gestiones ante las españolas. De regreso, antes de llegar a Estepona, la carretera rozaba la playa.
-¿Podríamos parar a nadar un poco? -preguntó Hammou.
-Hay mucho trabajo en el restaurate.
-Son cinco minutos. Tengo mucho calor.
-Vale. Cinco minutos.
De nuevo se cambió de calzón dentro del coche, sin cubrirse. La erección continuaba. Román no se desnudó. A través del parabrisas, lo vio zambullirse, mientras él luchaba contra la persistente inquietud; Hammou era un animal bello, ágil, vital, gozoso, despreocupado y carente de doblez. Con la misma naturalidad con que le había invitado a tocarle, había pasado la página para comportarse como un muchacho ilusionado por la inminente resolución de todas sus dificultades, las documentales y las demás. Horrorizado, Román descubrió que se reprochaba no haber tocado.
Al reanudar el viaje, tuvo que resistir muchas veces el impulso. La mano derecha se le escapaba hacia el muslo de Hammou cada vez que cambiaba de marcha, y la retiraba como si le diera un calambre. Su humor era tan sombrío, que apenas escuchaba al marroquí:
-En mi pueblo, es imposible follar con una muchacha. Tenemos que bajar a Nador para hacerlo con las putas, pero cuesta demasiado y es muy peligroso; todas están sucias; cuándo íbamos cuatro o cinco, teníamos que hacerlo con la misma para que nos saliera más barato y a la puta ni siquiera le daba tiempo de lavarse antes de pasar el siguiente. Mis dos hermanos cogieron enfermedades; al mayor, que se llama Mimon, lo rechazó el padre de su novia cuando se enteró de que tenía sífilis y mi madre tuvo que hablar con otra, perdiendo los regalos que ya le había dado a la primera. Hay muchos que lo hacen con las cabras, pero a mí me da asco y siempre hay algún muchacho más joven que no protesta porque se lo hagamos y es mucho mejor. A mí nunca me lo hicieron de chico, porque mis hermanos mayores me decían que no lo permitiera y una vez le dieron una paliza a uno que lo intentó cuando yo tenía once años, que lo pillaron cuando ya me había desnudado y vuelto boca abajo en la cama de mi madre; lo majaron a palos aunque era primo de mi padre y ellos le tenían mucho respeto, y me parece que le habían dejado que lo hiciera con ellos cuando eran tan jóvenes como yo, porque el primo de mi padre les hacía muchos regalos; lo que pasa es que cuando eres mayor y llega la hora en que eres tú el que te follas a los más jóvenes, no te gusta recordar que, según qué gente, por asquerosa, te lo haya hecho; porque esos que tienen los dientes negros son los más sucios y casi siempre tienen enfermedades. Mi madre me decía todos los días que tuviera cuidado si yo lo hacía con alguno, pero que no dejara que me lo hicieran a mí. Un amigo mío que ahora está en Francia, y que se llama Nadir, insistía mucho cuando teníamos quince años, a pesar de que esa es la edad que ya comienzas a dejar de ser el que se deja y a querer dar tú; aunque tenía curiosidad, porque todos mis amigos decían que da mucho gusto cuando uno se la menea con una polla dentro del culo, yo no le dejé, porque Nadir tiene una polla que es el doble más grande que la mía, y eso que yo tengo diecinueve centímetros, y me daba miedo. Entonces, como él decía que me quería mucho y aunque insistía yo no quería, porque, además del bicho que tiene, es mi amigo, me llevaba con él cuando iba a follarse a un primo mío, que no protestaba y que me parece que es un poco mariquita. Se lo follaba siempre en el mismo sitio, contra una roca que había al lado de un algarrobo que nos tapaba del camino; le gustaba que yo me subiera a la roca y que me la meneara cerca de su cara mientras él follaba con mi primo, que gritaba igual que una mujer. Siempre le hacía sangre, porque su polla es así, mira, Román, así, como este apoyabrazos. Tendrías que verla. Cuando pase por aquí en las vacaciones camino de Melilla, le diré que venga a enseñártela. Yo creo que es casi tan grande como la del burro que tiene mi madre. Mira si es grande, que cada vez que yo se la metía a mi primo después que él, estaba tan abierto que no sentía nada y no me gustaba. Nadir quiso que yo se la metiera el día antes de irse a Francia, aunque ya no tenía edad de dejarse follar, porque había cumplido los dieciocho; me dijo que ya que no quería que él me follara a mí, le hiciera por lo menos una paja con mi mano mientra yo se la metía. Me costó trabajo, porque, como es mi amigo, me sentía un poco cortado, y además tardó mucho rato en correrse, y yo sin parar de bombear aquello tan asqueroso de tan grande que es, y que me estaba haciendo sudar por la fuerza que tenía que hacer; tardó tanto, que quiso metérmela por cojones; estuvo hasta llorando, pidiéndome por favor que le dejara, y lo que hice fue obligarle a correrse con la boca, para que me dejara tranquilo. El año pasado, vino de vacaciones con su mujer, porque se ha casado con una francesa, y entonces, aunque ya teníamos los dos veintiún años, sí le dejé que me la metiera después de metérsela yo, porque me dio mucha alegría que volviera, y no me dolió porque ya soy un hombre.
Román tragó saliva. La deshibición del joven era asombrosa, y su carencia de rubor por lo que estaba relatando, increíble, pero él sentía crecer el desconcierto y la turbación. Suspiró aliviado cuando aparcó junto al restaurante.


El equipo marchaba bien. Entusiasmado con su genialidad futbolística y por lo bien que conducía a los muchachos, el concejal comenzó a interesarse por los problemas legales de Hammou, impaciente por formalizar su fichaje para asegurarse de que iba a continuar la labor toda la temporada. Una vez resueltos los trámites del consulado, le prometió a Román que realizaría gestiones para solucionar los españoles en un plazo breve.
-¿Tendría problemas si le diera trabajo en el restaurante? -preguntó Román.
-No creo. Ahora que comienza la temporada baja, la vigilancia afloja mucho. Pero no te preocupes; si apareciera un inspector, dile que es empleado del ayuntamiento, que sus papeles los tengo yo y que venga a hablar conmigo.
Hammou engrosó la plantilla del Monfragüe, en la que, despedidos ya los refuerzos del verano, sólo figuraban dos camareros que no eran parientes de Román. La hermana llevaba la caja y se responsabilizaba del almacén; el cuñado se tomaba muy a pecho su papel de maitre y la madre hacía de pinche en la cocina. Nela realizaba la decoración floral, que renovaba cada dos días, comprando ella misma las flores y negándose a que cualquier otro las eligiera. También los dos hijos se empeñaban en colaborar con frecuencia a la hora de montar las mesas. De modo que lo único que Román podía encargarle a Hammou era de la limpieza matinal, que apenas representaba el retoque y mejora de lo que los camareros habían limpiado de madrugada.
-Eres un loco -le dijo a Román su hermana-, darle la llave a ese moro, para que se hinche de robarte.
-No le llames "moro", por favor, Carmela. Ellos creen que esa palabra es un insulto. Sabes de sobra su nombre.
-Muchas molestias te tomas tú por el moro ése, que un día va a dejarte con el culo al aire. Cualquier día, vendremos a abrir el restaurante y nos encontraremos que se ha llevado la registradora.
-Quítate esas ideas de la cabeza, Carmela. Hammou es incapaz de robar ni un caramelo.
-¿Qué sabrás tú?. Todos los atracos que trae el periódico son moros los que los hacen.
A Hammou le intimidaba Carmela; siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba o cuando notaba que le estaba acechando; en tales momentos se mostraba torpe y cohibido, deseoso de echar a correr. Un día, cuando ya llevaba un mes trabajando en el Monfragüe, cuyas vitrinas, espejos, botellas y cristalería brillaban como nunca, llegaron al mismo tiempo, a las once, Carmela y Román. Con el suelo, las cristaleras y los espejos ya relucientes, el marroquí se encontraba pulimentando con un paño las copas de vino y las de agua, que iba colocando de nuevo en las mesas. Carmela se detuvo junto a él y le dijo con tono muy ácido:
-Te he explicado un montón de veces que las colocas al revés. Eres un estúpido.
Román observó que palidecía. Sujetando el paño en la mano derecha y la copa que pulimentaba en la izquierda, se paró, mirando con expresión indescifrable a la hermana. Con mano temblorosa, fue a poner la copa junto a la otra, tal como se le acababa de indicar; a causa del temblor, golpeó entre sí las dos copas, que se rompieron a la vez. Mientras contemplaba los fragmentos de cristal esparcidos sobre el mantel de color salmón, la piel del marroquí se había vuelto de cera.
-¡Moro de mierda! -gritó Carmela-. Eres un inútil y un desgraciado.
Como si tuviera ganas de golpear, Hammou tiró violentamente el paño sobre la mesa y corrió a ocultarse en la cocina.
-Carmela, Carmela... -murmuró admonitoriamente Román, y fue tras Hammou, previendo lo que iba a encontrar.
En la cocina, había un cuartillo más allá de las cámaras frigoríficas, donde los camareros disponían de seis taquillas para guardar la ropa. Hammou estaba dentro, con la puerta cerrada. Román intentó abrir, pero el pestillo se encontraba echado. Trató de oír. Sonaban golpes sordos, aunque propinados con mucha fuerza.
-Hammou -dijo muy bajo-. No se lo tomes en cuenta. Abre, vamos a hablar.
Los golpes dejaron de sonar, pero la puerta permaneció cerrada.
-Venga, Hammou, abre.
-No puedo.
-¿Por qué?.
-Te vas a cabrear conmigo.
-No.
-Sí.
-Coño, abre, Hammou. Me estás poniendo nervioso.
La puerta se entrebrió.
-Entra -le dijo Hammou, y cerró de nuevo con Román dentro.
Éste descubrió al instante las manchas de sangre en la pared. Comprendió lo que había pasado.
-Enséñame la mano.
Hammou se resistió, pero Román le tomó la muñeca y le obligó a torcerla para examinar las heridas. Los huesos de los nudillos eras visibles a través de la piel hecha jirones y la sangre
-Joder, Hammou. Tengo que llevarte en seguida al hospital. Estás como un cencerro. Venga, vamos.
-Me va a gritar otra vez.
-No le hagas caso a mi hermana. Venga, vamos, antes de que se nos haga tarde para volver a trabajar.
Con la espalda apoyada contra la puerta, Hammou se abrazó a Román
-Perdona por manchar la pared.
Aunque nervioso por lo que el abrazo le hacía sentir, Román consideró que agravaría la situación si le empujaba para rechazarle.
-No te preocupes por eso. Es una tontería. Vamos a que te curen.
-La aguanto porque te quiero.
-Ya lo sé. También a mí me dan ganas de darle una hostia.
-Yo te quiero mucho, Román. Y ella quiere echarme.
-No te preocupes. No lo va a conseguir.
-Si ella te convence para que me eches, me mato.
Román sintió lo que estaba ocurriendo bajo el pantalón de Hammou. Espantado, trató de separarse. El marroquí se lo impidió. Forzó más el abrazo y de modo inesperado le mordió los labios para que no pudiera rechazar el beso.
Román cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando?. Su propio cuerpo estaba respondiendo como el de Hammou. ¿Qué demonios significaba eso?.
-Vámonos al hospital -dijo, mientras apartaba con energía a Hammou.


Cuando terminaba los preparativos del restaurante para afrontar la siguiente temporada de verano, Román miró con orgullo el trofeo que intentaba colocar del mejor modo en la vitrina. Romy, su hijo, había querido que se expusiera allí, ya que su padre no vivía en su casa. El equipo había resultado campeón de la liga provincial infantil; aparte del trofeo grande, entregaron otros más pequeños a cada uno de los chicos. A Romy, por ser el capitán, le habían premiado con uno de tamaño intermedio, que Román cambió varias veces de posición hasta conseguir que el nombre de su hijo fuese legible.
-¿Va a venir Hammou? -preguntó Romy.
-No, hijo. Ya pasó la prueba para que el Málaga lo contrate, pero todavía tienen que hacerle hoy el reconocimiento médico.
-¿Ya no va a entrenarnos más a nosotros?.
-Me parece que sí. Aunque consiga ser titular en el Málaga, le permiten venir a entrenaros dos veces por semana.
-¿Cuándo vas a llevarme a vuestra casa?.
-Cuando quieras.
-¿El martes, que cierras el restaurante?
-¿No tienes colegio?.
-Las vacaciones empiezan mañana, ¿no te acuerdas?.
-Disculpa, hijo. No me acordaba. ¿Te han aprobado?.
-Claro. Díselo a Hammou, porque me prometió regalarme un balón firmado por los jugadores del Málaga si las aprobaba todas.
-Esta noche se lo diré cuando llegue a casa. No te preocupes.

viernes, 18 de febrero de 2011

EL PROFESOR DE INGLÉS

José Almeida era chapero de Sol.
No lo ocultaba. Le enorgullecía el título, porque jamás había tenido otro, ninguna profesión que le caracterizara. Sabía que procedía del más subterráneo de los niveles de la pirámide social.
Ser chapero representaba un progreso meteórico en su vida.
Porque siendo chapero visitaba casas muy elegantes, de un tipo que ni siquiera suponía que pudieran existir en Portugal. Porque siendo chapero, recibía como regalos ropa que sólo había visto usar a la gente en televisión. Porque siendo chapero, le invitaban a comer de vez en cuando en restaurantes donde cobraban por persona mucho más de lo que él necesitaba para pagar la pensión a diario.
Claro que era importante ser chapero.
Porque desde que lo era, había viajado ya cinco veces a la aldea cercana a Goveia donde vivía su familia, y siempre asombraba a sus hermanos y a sus antiguos vecinos con su ropa, sus expresiones y el dinero que podía gastar.

Había descubierto su poder cuando más asustado se sentía. Llegado a Madrid sin un escudo ni un duro, encontró a dos jóvenes portugueses en una tasca de Atocha. Viendo que hablaban en portugués, se acercó a pedirles ayuda.
-¿Estás sin dinero? -le preguntó el que parecía más desenvuelto.
-No tengo ni para comer. Tampoco sé dónde voy a dormir.
-Pues tienes fácil la salida.
-¿Qué tengo que hacer?
-Ven con nosotros. Hay una sauna donde van los hombres en busca de muchachos como nosotros. Pagan mucho dinero y sólo tienes que quedarte quieto mientras te tocan.
-A mí sólo me gusta que me toquen las mujeres.
-Si cierras los ojos y piensas en mujeres, verás que difrutas igual. Y además, te pagan.
-¿Cuánto?
-Unas cinco mil pesetas.
Cinco mil pesetas era lo que podía ganar en la aldea en una semana. Tenía que intentarlo.
La sauna, sin embargo, le cohibió. No podía creer que aquellos hombres, con aspecto de verdaderos hombres, quisieran mantener sexo con él. Todos eran muy elegantes a pesar de estar desnudos. Las gafas que usaban algunos y las cadenas que casi todos llevaban al cuello, revelaban un poder económico que, desde la perspectiva de su aldea, parecía estratosférico.
Se mantuvo mucho tiempo aparte, casi oculto, observando amedrentado a la gente que circulaba constantemente de una planta a otra, del baño turco a la sauna, de las duchas a la sala de proyección, del bar al cuarto oscuro.
Finalmente, decidió que no tenía nada que hacer en ese lugar. No sabía hablar español, era demasiado tosco en comparación con toda aquella gente, era demasiado inculto para esperar que le entendieran. Se daría una ducha y saldría a ver qué podía hacer en el exterior.
La sala de duchas tenía ocho alcachofas y un pequeño jacuzzi.
José Almeida se despojó del paño que le cubría la cintura, abrió el chorro de agua, tomó abundante gel del dispensador, se enjabonó el pelo, el rostro y todo el cuerpo y gozó la primera ducha verdadera de su vida, puesto que en la vieja casa de piedra de la aldea tenía que asearse echándose por encima baldes de agua fría, que sumaban a la tiritona la idea de estar siendo sometido a un suplicio medieval. Entre el jabón que le cubría la cara y el placer que le producía el agua tibia, permaneció mucho rato con los ojos cerrados. Cuando los abrió, vio que había siete hombres formando un corro a su alrededor; le miraban con expresión radiante y dos de ellos estaban manoseándose.
José bajó la cabeza, tratando de descubrir qué asombraba tanto a aquellas siete personas. Examinó su torso blanco, donde casi no había vello, pero donde se distinguían claramente sus músculos tallados por el duro trabajo del campo; ese pecho duro como la piedra no podía resultar atractivo para nadie. Se preguntó si serían las piernas, tan robustas que parecían las de un animal; no, tampoco eran atractivos sus muslos tan masivos ni las pantorillas que parecían dos bolas de billar juntas en cada pierna. Mucho menos podía atraerles el pingajo fláccido y cubierto por un laberinto de venas, y muy oscuro en comparación con el resto de su piel, que le colgaba hasta más abajo de medio muslo. Tal vez aquellos hombres le miraban por ser un bicho raro.
El que estaba más cerca, le dijo con un tono que evidenciaba tensión interior:
-¿Puedo invitarte a tomar algo?
José entendió a medias la pregunta, pero asintió. Siguió al hombre hasta la sala del bar, sintiendo que le temblaban las piernas. Tomó con fruición el refresco de naranja y luego aceptó la señal del hombre, que le condujo hasta una habitación tan pequeña que parecía un armario, con toda la superficie ocupada por una colchoneta.
Cuarenta minutos más tarde, salió de la sauna admirado por dos motivos: Había disfrutado con lo que el hombre le hab ía hecho y llevaba cuatro mil pesetasen el bolsillo.
Aunque nunca consiguió hablar bien español, un año más tarde reflexionaba sobre lo estupendo que había sido descubrir la vida de chapero, puesto que disponía de una agenda de bolsillo con varias decenas de números de teléfono. No sabía leer los nombres, pero recordaba a las personas por el trazo de las letras. Era muy raro que le dijeran que no cuando preguntaba si podía ir a sus casas, cada vez que se quedaba sin dinero y tenía que buscarlo con urgencia para pagar la pensión.

El profesor de inglés representó un paso adelante en su carrera.
Robert Kent tenía cuarenta y dos años, un cuerpo del que la musculatura universitaria comenzaba a descolgarse, un pisito en el Puente de Vallecas y dos pasiones: los toros y los jóvenes que tenían cuerpos de torero.
Conoció a José Almeida en un bar de la calle Espoz y Mina. Robert era capaz de desnudar a la gente con la mirada, por lo que radiografió las posesiones de José de una sola ojeada.
Siguieron dos meses durante los que José fue el sábado, sabadete del profesor. Con el tiempo, los sábados se extendieron a todo el fin de semana y, poco más tarde, el profesor era el recurso cuando José no encontraba un cliente. Dado que Robert rellenaba muchos de los altibajos que la economía de José había venido teniendo, éste llegó a la situación de holgura que le incitaba, periódicamente, a viajar para pavonearse en su aldea.

-Me gustaría irme a Madrid contigo -le dijo a José su hermano Paulo.
El ruego estremeció a José. La posibilidad de que un miembro de su familia llegase a saber cómo se ganaba la vida, escapaba a sus previsiones. Se trataba de un asunto demasiado oscuro como para ser revelado. Trató de disuadir a su hermano, dos años menor que él.
-Las cosas no son fáciles allí.
-¡No pueden ir peor que aquí! Mira, José, aunque tenga que dormir en la calle, quiero irme a Madrid. No soporto pasar más días con las cabras.
-Aquí no te falta nada.
-¿Que no me falta nada? ¿Es que no te das cuenta de la diferencia que hay entre como vistes tú y cómo visto y el dinero que gastas y el que gasto yo?
La conversación se repitió cuatro días consecutivos, en los mismo términos. José llegó a sentirse muy nervioso. Carecía de argumentos que pudieran desalentar a Paulo, porque él mismo había viajado a Madrid la primera vez en circunstancias mucho más inciertas, sin un hermano que pudiera ayudarle. El último día, vio que, desde el punto de vista de Paulo, la decisión estaba tomada. ¿Qué hacer?
Decidió ir a Gobeia y telefonear a Robert.
-¿José? ¿Cuándo vuelves?
-Mañana. Tengo un problema y necesito que me ayudes.
-¿Qué has hecho?
-Nada malo. Es mi hermano, que quiere venirse a Madrid conmigo.
-Estupendo. Tráelo.
-Es que...
-¿Qué?
-No quiero que sepa a lo que me dedico.
-¿Tu hermano es ciego? Mira, José; peor es ser camello o maleante. Tú no le haces daño a nadie,¿verdad?
-Yo quisiera... ¿No puedes tenerlo en tu casa, para que te limpie y te haga la comida... o algo así? Pero sin tocarlo, ¿eh?, sin pasarte. Sólo sería hasta que yo pueda decirle la verdad.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tráelo. Ya veremos cómo lo resolvemos.

La primera noche, Robert instaló a Paulo en una pequeña habitación y José fue acomodado en el sofá del salón. A la mañana siguiente, José salió con su equipaje en busca de una pensión.
-No dejes que mi hermano se dé cuenta de lo que hay entre nosotros, ¿eh? -pidió a Robert.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tranquilo.
Durante la comida, al estar largo rato a su lado, Robert descubrió que Paulo olía muy mal.
-¿No te has bañado?
-Me toca dentro de dos días.
-¿Qué? Estás loco. Uno se baña cada vez que lo necesita, que es todo los días; no a plazo fijo.
-Ya me bañé el sábado, en la aldea.
-Aquí tienes que bañarte todos los días. No hay cabras cerca que enmascaren los malos olores de la gente.
Casi a la fuerza, Robert empujó al joven hasta el cuarto de baño. Pocos minutos después, extrañado por no oír el chorro de agua, entreabrió la puerta.
-¿Algún problema?
-No sé cómo funciona esto -respondió Paulo, que estaba desnudo, ante la bañera, como quien se encontrase inesperadamente al mando de un Airbus.
Robert le explicó en la práctica cómo funcionaba el grifo mezclador y las diferentes posiciones de la alcachofa. Sólo contempló el cuerpo del muchacho cuando éste ya había comprendido el funcionamiento y se disponía a situarse bajo la ducha. Era una reproducción casi exacta del agreste atractivo escultural de José, con tres salvedades: Su rostro era mucho más hermoso, su pene era más grueso y sufría fimosis. No supo reprimir a tiempo el impulso de tocar.
El chico sonrió mientras se ruborizaba.
-Tu prepucio necesita una operación, ¿no lo sabías?
-No. No sé de lo que hablas.
-Esto, ¿ves? Esta piel tiene que retraerse y descubrir el glande. ¿Nunca has hecho sexo?
-No... yo...
-¿Te duele?
-Sí. No puedo...
-Me lo imagino. Esta tarde vamos a arreglar este problema.

El doctor Álvaro Martín, el amigo más íntimo de Robert en Madrid, aficionado como él a los toros y, en realidad, quien había originado la afición de norteamericano, rebanó el prepucio de Paulo entre risas.
-Hay piel suficiente para hacerle un sombrero -le comentó a Robert.
El profesor de inglés pidió a su amigo por señas que no hurgara en la evidente cortedad del muchacho.
Viendo que casi no le entendía, el médico tuvo que repetir varias veces a Paulo los cuidados que habría de tener y las precauciones que debía adoptar mientras se producía la cicatrización. No paró de reír mientras lo hacía. Al despedirles, susurró al profesor de inglés:
-Bien, Robert. Ya me contarás cómo funciona dentro de quince días... y si te produce algún desgarro, no te dé vergüenza venir a que te cosa.
-Eres un degenerado, Álvaro. Este chico es hermano de José. No tiene nada que ver conmigo.
-Bueno, si tú lo dices... Pero a partir de ahora, cuando se le cicatrice, tendrás ahí un fenónmeno de la naturaleza; ¿por qué desaprovecharlo?

José acudía casi a diario a casa de Robert. La convalecendia de su hermano era un buen pretexto, que le permitía ahorrarse el gasto de la comida sin tener que acostarse con el profesor, lo que le dejaba con energías para un par de chapas cada tarde, de modo que, durante dos semanas, aumentó su prosperidad.
Paulo no quiso contarle cómo había descubierto Robert que necesitaba operarse de fimosis.
-Fue que yo se lo comenté.
-¿Y cómo te entendió tan rápido?
-No sé. Yo se lo dije, simplemente. En seguida me ofreció ir al médico.
-Bueno. Pero él... ¿no ha tratado de tocarte?
-No, qué va.
José escrutó a su hermano y, por primera vez en su vida, intuyó que le mentía.

Durante el mes y medio que siguió, las emociones de José se volvieron tan contradictorias, que no era capaz de discernir qué le ocurría.
Primero fue la sospecha de que el profesor de inglés había descubierto la fimosis de Paulo durante un encuentro sexual, sospecha que se convirtió muy pronto en certidumbre. Tenía dos motivos para sentir rabia: que le hubiera revelado tan de inmediato a su hermano lo que él no quería que supiera y que le hubiera metido mano, en contra de sus ruegos.
Más adelante, halló sospechosas las evasivas de su hermano. Que no quisiera decirle que se había acostado con el profesor no podía significar más que una cosa: quería desplazarle a él de la posición privilegiada que había ocupado en esa casa cerca de un año, aprovecharse de un trabajo que le había costado muchos esfuerzos, porque el profesor de inglés era demasiado varonil para sentirse a gusto en la cama con él. Cuando no sólo había conseguido superar la aversión por el fornido y excesivamente viril cuerpo del norteamericano, sino que había llegado a sentirse plenamente a gusto con él, y cuando del recién estrenado placer compartido había comenzado a extraer mayores beneficios económicos que nunca, llegaba un pazguato a tomar posesión de una conquista que sólo a él le pertenecía..
Con el paso de las semanas, el asunto se convirtió en obsesión.
Los dos le habían traicionado: Robert era doblemente culpable, pero su hermano lo era más por eso mismo, por ser su hermano. El profesor no iba a disfrutar del joven y tierno Paulo por las buenas, sin que él recibiera algo a cambio ni cayera sobre el norteamericano el castigo merecido por no cumplir su promesa. Y, por otro lado, aunque a su hermano no pudiera castigarle sin incurrir en un pecado grave, Paulo tenía también que pagar por haberle desplazado, entregándole una parte de sus beneficios semanales, una renta que añadir a lo que ganaba en tantas camas donde entraba conteniendo la náusea. Menudo chollo había conseguido el piojoso pastor de cabras nada más llegar a Madrid, con los apuros que él había tenido que pasar los primeros meses. La cosa no iba a quedar así.
Maquinó toda la noche anterior al día que el profesor le había invitado a comer de un modo algo más formal de lo acostumbrado. José no consiguió dormir, arrebatado por el rencor y la necesidad de revancha.

Dos días más tarde, el profesor de inglés le dejó un recado en el bar de la calle Espoz y Mina donde José solía encontrarse con sus amigos. Le urgía para que se presentase sin demora en el piso del Puente de Vallecas.
José acudió, dispuesto a negarlo todo y resistir el interrogatorio. Total, con un maricón no había peligro ninguno; jamás le denunciaría a la policía.
-¿Por cuánto lo has vendido? -preguntó Robert en cuanto abrió la puerta-. Seguro que por una misera. Ladrón de mierda, ¿no sabes que el anillo que me has robado tiene un diamante que vale casi trescientasmil pesetas?
La cantidad escapaba a la capacidad de cálculo de José. Se lo había vendido por diez mil pesetas a uno de sus clientes, un locutor de televisión jubilado a quien le gustaban los tríos eróticos y que obligaba a José a llevarle a todos los portugueses recién llegados que encontrabay ameterse en la cama con ambos; un viejo baboso, casi ciego por las cataratas, que debía de tener sida hasta en el DNI, que hablaba como si supiera más que nadie y que protestaba por todas las cosas que ocurrían en la calle, negándose a dar propina a los camareros porque, según su parecer, todos eran antipáticos y negligentes y siempre le estafaban al cobrarle. Y precisamente alguien tan puntilloso, le había estafado dándole una miseria por un anillo que valía treinta veces más. La rabia por haber sido víctima de tal estafa le descompuso tanto, que su determinación de negar el robo se vino abajo.
-¡Eres un mentiroso! -gritó José-. Esa mierda de anillo valía sólo diez o doce mil pesetas.
-No grites, José -rogó su hermano.
-Grito lo que me sale de los cojones. Tu maricón es una histérica y un embustero.
-Ya sabes lo que te espera -le advirtió Robert-. Ahora mismo voy a llamar a la policía. Te van a caer lo menos cuatro años de cárcel.
José vio con más sorpresa que miedo que Robert se dirigía hacia la mesita donde reposaba el aparato telefónico. Sin poder contenerse, corrió hacia el profesor, se interpuso entre él y el teléfono y le lanzó el puño contra la nariz, de la que manó la sangre al instante.
El manantial rojo actuó como un banderín de salida. En vez de contenerse, José continuó golpeando. Robert era una persona corpulenta, que conservaba, aunque reblandecida, su musculatura de jugador de béisbol universitario, por lo que logró machacar con el puño el pómulo izquierdo de José que, aturdido momentáneamente, fue alcanzado también en el hombro y en el hígado. José amagó un puntapié contra el estómago de Robert que, viéndolo venir, aferró la pierna que se le lanzaba, propinándole al mismo tiempo un golpe en el muslo; la pérdida de equilibrio del portugués propició que el norteamericano atinara a darle nuevos golpes hasta turmbarle en el suelo. En el momento que Robert iba a echarse sobre él, José rodó sobre la alfombra, despojándose de la pátina complaciente de chapero con que había logrado revestirse durante el último año para recuperar sus dotes naturales de escalador peñas donde se refugiaban las cabras. Se alzó de un salto y, enloquecido por la mezcla de rabia, rencor y dolor, se lanzó contra el profesor como un torbellino que arrasa todo a su paso. Puñetazos, tarascadas, patadas en los genitales y, ya abatido el cuerpo en el suelo, saltos sobre su espalda y sus caderas, hasta que Paulo murmuró quedamente, como si tratara de no exaltarle más aún:
-Para, José. Le has hecho mucho daño. ¡Lo vas a matar!
Robert estaba inmóvil en el suelo. Toda su cara se había convertido en un amasijo sanguinolento. Sus ojos estaban abiertos, pero estáticos. Aterrorizados, los dos hermanos buscaron afanosamente su pulso.
-Lo has matado -dijo Paulo-. Estás loco.
-Tenemos que evitar que nos acusen de nada. Vamos a simular que se ha suicidado.
-¿Suicidado, así como está?
Sin prestar oídos a los razonamientos de su hermano, José le obligó a arrastrar el cuerpo hasta el cuarto de baño. Llenaron la bañera de agua caliente e introdujeron a Robert, mientras José pedía a Paulo:
-Busca un alambre grande.
Paulo volvió con un rollo de alambre del dos, localizado en el cuartillo donde Robert guardaba la caja de herramientas. José rodeó el cuello del profesor de inglés con varias vueltas y luego enredó el hilo metálico en el grifo.
-Así, la policía pensará que se ha suicidado.
-Tú no estás bien de la cabeza -dijo Paulo.
-¡Ahora llamas loco a tu hermano!. Hijo de puta, me quitaste el maricón con el que más ganaba, pero ahora te jodes, porque tú eres tan culpable como yo. ¿Dónde están las llaves del coche?
-No sé. Las tendrá en el bolsillo.
-Cógelas.
-Yo no...
-¡Si no quieres que te haga lo mismo que a él, coge ahora mismo las llaves!

Ninguno de los dos poseía carné de conducir. José apenas tenía una idea muy vaga de cómo había que manejar un coche.
-Tenemos que ir despacio, no vaya a pararnos la policía -se justificó José ante su hermano, para embozar su impericia.
Enfilaban la autopista de La Coruña, con idea de atravesar las provincias de Ávila y Salamanca, en busca del paso fronterizo que les llevaría a Guarda, en Portugal, donde José suponía que estaría a salvo si alguien le acusaba de asesinato.
-¿Por qué tuviste que acostarte con ese panaleiro de mierda? -reprochó José.
-¿Qué dices?
-Que lo jodiste todo. No respetaste que soy tu hermano.
-¿De qué estás hablando, José?
-De que me quitaste el maricón que más dinero me daba.
-Yo no te he quitado nada. ¿Robert es maricón?
-¡Claro!.
-Pues a mí no me ha tocado en estos dos meses.
-¡Mentira!
-Ten cuidado, José, que nos vamos a matar. ¿Por qué dices que Robert es maricón?
-¡Porque lo sé! Me he acostado con él cientos de veces.
-¿Tú también eres maricón?
José lanzó el puño hacia su hermano.
-¡Sin insultar!
-¿Entonces, qué significa que te hayas acostado con él?
-Lo hacía por dinero.
-¿Te acostabas con Robert por dinero?
-Sí, mierda, que pareces que te has caido del árbol. Sabes muy bien de lo que estoy hablando.
-Tú no estás bien de la cabeza. Si es verdad que te acostabas con Robert, igual de verdad es que yo no lo he hecho.
-¡Embustero!.
-Mira, Jose. Ya tengo bastante. Me dejas en la aldea y no quiero que vuelvas a hablarme en la vida.
José miró a su hermano de reojo. No podía ser que se hubiera metido en el lío en que estaba por una equivocación.

Faltaban sólo unos veinte kilómetros para llegar a la divisoria entre España y Portugal. Dentro de veinte kilómetros, serían libres.
Inesperadamente, como si hubieran brotado como hongos del campo, tenían un coche policial delante y otro detrás. Su aparición fue casi simultánea con el inicio del estruendo de las sirenas. En el instante que el coche se detuvo, José sintió la gelidez de una pistola apoyada en su sien.
-Sal con las manos en alto -dijo el policía.
-Nosotros no le hemos hecho nada -dijo José.
-Vosotros, no. Robert Kent te acusa sólo a ti, y exculpa a tu hermano. Le has roto cuatro costillas, la clavícula derecha y la nariz. Quedas detenido por intento de asesinato.
-¿No ha muerto?
El policía no respondió. Le recitó sus derechos mientras le esposaba y, a continuación, le dijo a Paulo:
-No estás detenido, pero tienes que quedarte en España para prestar declaración. Una vez que lo hagas, tú no tienes problema.

-Espero que no me guardes rencor -murmuró Robert mientras abrazaba a Paulo en el ascensor.
Volvían de la Audiencia, tras el juicio en el que José había sido condenado a catorce años de prisión.
-Lo único que me importa es el disgusto de mi madre. Por mí, que a mi hermano se lo follen o lo maten en la cárcel. Es un loco irrecuperable. Lo hubiera matado por lo que te hizo.
-Ahora ya pasó. De todos modos, tenemos que agradecerle que nos uniera.

jueves, 17 de febrero de 2011

domingo, 13 de febrero de 2011

TRES COPLAS MÍAS

Título: TAJO NEGRO Y CATORCE COPLAS
Registro de la Propiedad Intelectual nº 2683

NORIA DE PASIONES
Copla-romance.


Crucé la calle deprisa
y a tu rival me encontré;
un suspiro, una sonrisa,
una copa, un no sé qué...
una cita, cuatro noches...
una cabina de tren...
¡Y sin darte explicaciones
por tu rival te dejé!.

No quise volver siquiera
por las maletas.
Ni para darte las llaves
tuve valor.
Abiertas se me olvidaron
todas las puertas
y eché las llaves, sin carta,
en tu buzón.

Rival de pasión,
rival de tu amor,
noria de pasiones.
Rival de pasión,
rival de tu amor,
hielo roto al sol.
¡Qué poco duró la noche
de los placeres!.
¡Qué poco duró la hora
del nuevo amor!.




RIVAL DE PASIÓN
Por las calles de la vida
ando sola, ya lo ves;
oigo voces que murmuran...
y no las quiero creer.
¡Que la savia se te escapa,
que tu aliento dice "adiós",
que los pulsos se te apagan,
que agonizas por mi amor!.

No puedo volver siquiera
a rendirte cuentas,
ni para implorarte un beso
tengo valor.
Yo misma he puesto cerrojos
en todas tus puertas
y por eso, echo esta carta
en tu buzón.

Rival de pasión,
rival de tu amor,
noria de pasiones.
Rivas de pasión,
rival de tu amor,
hielo roto al sol.
¡Qué poco duró la noche
de los places!.
¡Qué poco duró la hora
del nuevo amor!.



Luis Melero
Título: TAJO NEGRO Y CATORCE COPLAS
Registro de la Propiedad Intelectual nº 2683


AMOR DE IGUALES
Copla-romance.

Si dos hombres se pelean
con bravura, con pasión,
los aplauden, les jalean,
se ganan la admiración.

Si dos hombres jaranean,
beben y por diversión
acosan a una muchacha...
¡qué grandes machos que son!

Si esos hombres se encaraman
en la cumbre del poder
y avasallan lo que pisan
¡triunfadores deben ser!.

Si dos hombres cogen armas
y en la guerra, con ardor,
hieren, matan, descalabran...
¡saben defender su honor!.

Mas si se cogen las manos
y suenan juntos soñar
y se acarician riendo
y riman versos de paz,
los señalan con el dedo,
les acusan de pecar
contra las leyes escritas
y las que escritas no están.

Si dos hombres se requiebran
y sueñan juntos soñar,
tienen que correr un velo,
tienen que disimular,
tienen que expiar la culpa
que les cargan los demás
y soportar la agonía
de amar sin deber amar.

viernes, 11 de febrero de 2011

OPINIÓN SOBRE LOS INGLESES.



La tienda de Regent street
Si se ha estudiado historia sólo a niveles escolares, lo normal es que uno no sienta ninguna simpatía por los ingleses. Y para qué engañarnos, los ingleses que no han pasado de la primaria nos odian cordialmente a los españoles. Y francamente, si se llega a la universidad la cosa no se compone.
Los prejuicios nacen de la falta de conocimiento. Y hay que ver la cantidad de oportunidades que nos perdemos si nos quedamos en el prejuicio y no damos una segunda mirada a las cosas. La miopía emocional resulta bastante más limitadora que la miopía física, que ya lo dijo la filósofa Marilyn Monroe.
La primera vez que viví en Inglaterra, fui a la fuerza. La empresa donde trabajaba en Venezuela pretendía mandarme unos meses a su central de Nueva York, y era indispensable estudiar inglés. La propia empresa me contrató un curso de mes y medio en Bournemouth y allá que fui, con tantas ganas como si me mandaran con un simple cólico a la clínica del doctor House.
El prejuicio dominó completamente mi viaje, el traslado desde el aeropuerto y la llegada a la casa donde me alojé, que por cierto se llamaba villa nosequé en español, y su propietaria, mi hospedera, se desvivió desde el primer momento por darme comidas que parecieran españolas, con lo cual la pobre señora la acabó de enmendar. Era marzo, lloviznaba aguanieve todos los días a pesar de que los naturales de Bournemouth dicen que ellos son la Málaga británica, las casas y calles me parecían clonadas y el verde-azul noche de los árboles y plantas hubiera matado de melancolía al mismísimo Luis Cernuda.
Así que cuando llegó el fin de semana, salí despavorido, maquinando cómo me las maravillaría yo para convencer a mi empresa de volver inmediatamente a Caracas. Visité el sábado Stonhenge, que queda bastante cerca. El plan era que cada fin de semana iría de excursión a un sitio diferente, pero volví cuatro veces a Stonhenge, donde para quien tenga sensibilidad ocurren cosas más bien rarillas. Al mes de permanencia, convertido en una especie de zombi celta, ya no me acordaba del deseo de desertar y resistí hasta el quinto fin de semana, en que me tocaba ir de excursión a Londres.
Tropical de costumbres y ropa, pasaba más frío que un Pocholo en la Antártida. Cuando llegué ese sábado a Londres, lo primero que pensé fue comprarme un abrigo. Me atrajo el arranque de Regent Street desde Picadilly, muy monumental, y por allí me di a pasear en busca de una tienda.
Encontré en un escaparate de un negocio muy pequeño, personal, un gabán tres cuartos que me pareció bien. Entré, pedí probármelo y me satisfizo. Iba a salir con él puesto cuando me di cuenta de que le faltaba un botón y se lo señalé al dependiente-dueño-sastre, que todas esas cosas era. El hombre se mostró apuradísimo y me hizo entender que no me preocupara, que iba a correr en busca de un botón igual a la tienda de un amigo suyo. Que esperase, porque sólo tardaría cinco minutos.
Salió presuroso, dejándome en el interior de la pequeña tienda con la caja a mi alcance. Me pasaron por la mente las ideas más estrambóticas, pero, sobre todo, me preguntaba con qué clase de suicida me había topado.
Regresó a los quince minutos, pidiéndome disculpas como si hubiera pegado a mi madre y se dio urgentemente a colocar el botón en su sitio.
Mitigado mi frío, cuando volví Regent abajo se me habían borrado todos los prejuicios sobre los ingleses.

miércoles, 9 de febrero de 2011

FRÍO

Hojas
Hosca es la luz que las desvela
por los intersticios pardos del caos de silicio.
Una fuerza telúrica las mece
para vestir de limo que agoniza
los caudalosos ríos del silencio.

Tenaz, en su encomienda metabólica,
el tiempo las derrite como médanos
y teje los nutrientes
que no aprovecharán negadas sementeras.

Y en el caos, los sustratos del invierno
no encuentran poros por donde fecundar
la costra yerta e insondable
de la acerada superficie del desierto.

Cúpulas iluminadas de gemidos
y las cloacas, obstruídas de terror,
mientras el sol decae, como un grito
ahogado en la niebla.
En medio, la textura alborotada
que es ausencia, mortaja
y anulación.