lunes, 23 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXVIII Templar


XXVIII – Templar

El Cañita no paró de reír en toda la mañana.
-Estás teniendo mala pata con las mujeres casás -dijo-. Primero, lo de Palencia, huyendo por los balcones, y ahora, el médico queriendo ponerte una inyección. Vas a tener que volverte una mijilla más selectivo y una pechá más tunante.
-¡A la marquesa, todavía tengo que ponerle un remache! En cuanto toree cerca de Madrid, ya verá. Oiga, don Manuel, ¿usted cree que tengo la picha demasiao grande?
-Un poco, sí.
-Pero... ¿no seré algo así como un monstruo de feria?; porque... es que toas las tías que me follo hablan de eso, y ya me están dando complejos.
-No, Omarito. Tanto como un monstruo de feria... No es que abunden mucho, pero hay fulanos mejor dotaos que tú, incluso más. ¿No te acuerdas de aquellas películas pornográficas que viste en mi casa el día de la travesti? Aunque yo no me lo puedo creer, dicen que había un actor norteamericano que tenía más de treinta centímetros, así que no te angusties por esa tontería. Tú eres un tío normal y corriente. Pero, eso sí, con más arte que ninguno. ¡Que conste!
La afirmación del apoderado no lo tranquilizó. Era viernes, por lo que el entrenamiento acabaría a la una del mediodía; cuando se acercaba esta hora, descubrió que no conseguía quitarse de la cabeza la idea de que pudiera no ser un muchacho como los demás. Le desagradaba muy profundamente la posibilidad de pasar toda su vida temiendo que las mujeres que intentaran conquistarlo lo hicieran seducidas sólo por el tamaño. Tenía que encontrar una respuesta que le tranquilizara. Después de ducharse, pidió permiso para hablar por teléfono y llamó a su primo:
-¿Tomás? Soy yo, Omar. Oye, que si nos vamos a tomar un bañito en el río. ¿Tienes la motillo?
-Sí, cojonúo. ¿A qué hora?
-Llegaré a las dos menos cuarto.
-¿Donde íbamos de niños?
-Sí -respondió Omar, pensando que no hacía tanto tiempo de eso.
-Te espero en la poza de siempre.
Una vez emprendida la marcha con el coche, pidió al apoderado:
-Don Manuel, ¿no puede usted arrimarme a la vera del río, por el sotillo? Es que, como hoy no me deja usted que haga sexo, pues que pensaba yo nadar un poco con mi primo, pa cansarme y dormir más a gusto, ¿sabe usted?
-Vale, pero ten cuidao, que no te dé una insolación y no vayáis a caeros con el vespino. Recuerda que toreas el domingo en Lucena.
-No se preocupe, don Manuel. Yo soy un tío serio. A ver.
El Cañita sonrió. En efecto, el niño se estaba convirtiendo en un adulto con mucha rapidez. Semana a semana, se volvía más responsable, gracias al espionaje que consideraba indispensable, había descubierto que le quedaban en la cartera quince mil pesetas de las veinte mil que le había dado el miércoles, y día a día, depuraba su toreo a ojos vistas. Le enorgullecía saber que él tenía mucho que ver con la evolución.

Llegado a la poza tras atravesar el sotillo de eucaliptos, Omar sintió decepción. Tomás nadaba cubierto con un bañador y en la orilla de enfrente, de la que sólo le separaban quince metros, había un grupo familiar, padre, madre, suegra y tres niños, retozando en la orilla delante de una sombrilla clavada en la arena y una mesa de camping con la comida dispuesta. Comprendió que Tomás no estuviera nadando desnudo, como solía. El problema era que él no tenía bañador y tendría que bañarse en slip, lo cual era como estar en cueros y, por otro lado, tampoco iba a poder resolver, sin más, el enigma que le había llevado al río. Se quitó el pantalón y la camisa dentro del agua, y los lanzó hacia la yerba, sumergiéndose en seguida hasta la cintura.
-Oye, Tomás, tengo un problema. Necesito que te pongas dura la polla, pa tocártela.
-¡Tú has perdío el sentío! ¿Ahora te has vuelto maricón?
-¡Joé!, ¿tú qué te has creído? Es que me están entrando dudas...
-Pues no trates de aclararlas conmigo, ¿sabes?, que a mí no me van esas guarrás. Se ve que lo del bailaor aquél te impresionó.
-Escúchame una mijilla, joé, que no me entiendes. Toas las tías me dicen que tengo la polla mu grande, y ya estoy mosqueao. Primero, yo respondía que no, que la tengo normal, porque me acordaba de cuando veníamos aquí a bañarnos, y la mía era más chica que la tuya y más o menos como la de tu hermano, lo mismo que las del Juanito del lagar y el Rafalillo de los perotes. Pero como toas me lo siguen diciendo, que me estoy empezando a pensar si no me habrá crecío más y, como me la veo tós los días, pues que, a lo mejor, pues no me he dao ni cuenta.
-Pero, contigo delante y metío en el agua, yo no puedo ponérmela dura.
-Mira a la gachí aquélla.
-¿A cuál, a vieja o a la ballena? ¡Tú estás pirao!
-Piensa en algo.
-Mierda, Omar -se quejó Tomás, que había comenzado a manipularse mientras miraba hacia la otra orilla con miedo a que alguien se diera cuenta-. Esto no es como encender la luz, joé.
Omar reflexionó. A lo mejor bastaba con las descripciones.
-¿Cómo de grande es la tuya cuando te empalmas? -preguntó.
-Más o menos, así.
Tomás tensó el pulgar y el meñique de la mano derecha, señalando un palmo.
-¿Esto serán más de veinte centímetros? -preguntó Omar.
-¡Claro! -exclamó Tomás, que poseía grandes manazas de labrador.
-Entonces, una gachí de Valencia, que me la midió y vio que yo tenía veintitrés centímetros, será verdad lo que dijo.
-¿Qué dijo?
-Me contó que tuvo un empleao cartameño que la tenía caballuna y que también había escuchao hablar a sus amigas de otros paisanos nuestros que por ahí andaban.
-¿Tú no se la has visto nunca al Antoñito el del esparto?
-No. Ése no es de nuestra quinta.
-Pues una noche que estábamos en la venta de Río Grande medio alpistelaos, nos la enseñó a unos cuantos. Mira, Omar, sin empalmar era lo menos así, como de mi rodilla a mi talón.
-¡Venga ya!
-De verdad. Pero dijo el pobre que nunca ha podío metérsela a naide, que lo ha intentao con toas las putas y con los maricones del parque de Málaga, y nanay.
-¿Tú tienes más, o menos, de veintitrés centímetros, Tomás?
-Creo que más.
-Venga, hombre, empálmate -instó Omar, alentado por la expectativa de que hubiera alguien mejor dotado que él.
-Empálmate tú también. Si no, me voy a sentir como si estuviera dando el espectáculo.
-Adelante -alentó Omar, introduciéndose la mano bajo el slip.
Con sólo recordar la melena suelta de Lola y aquellos pechos de los que, por la irrupción del degenerado del marido, se había quedado en ayunas, obtuvo la erección a los dos minutos.
-Ya estoy -anunció.
-Yo creo que no voy a conseguirlo -confesó Tomás-. Namás que se me pone morcillona. A ver, ponte de espalda a esa gente y enséñamela, y te diré si es más grande o más chica que la mía.
Omar alzó los talones, para que emergieran sus caderas del agua, y se exhibió ante Tomás.
-¡La tienes más grande que yo! -se asombró el primo.
-Lo dices pa asustarme -acusó el novillero, angustiado.
-¡Que no, Omar! La tuya es más gorda que la mía.
-¿Y de larga?
-Más o menos igual.
-¿De verdad? -suspiró, aliviado.
-Sí.

Omar rescató de su memoria las muchas veces que había retozado en ese lugar con su primo y otros amigos. Estaba seguro de que, entonces, Tomás le ganaba lo menos en tres centímetros. Si, entretanto, su maduración física había ocasionado que lo superase, sería un problema.
-No te creo -aseguró.
-Espera un poco -pidió Tomás -Trata de que no se te baje.
-No hay problema -se jactó Omar.
Con la mano sumergida en el agua, Tomás permaneció masturbándose mucho rato, unos diez minutos. Finalmente, preguntó:
-¿La tienes todavía dura, Omar?
-Sí.
-Venga, sácatela antes de que se me afloje, que esto no es un azadón.
Hombro con hombro, alzaron ambos los talones y se calibraron mutuamente.
-¡Es verdad -exclamó Omar- son del mismo tamaño! Menos mal que no la tengo más grande que tú, joé.
En ese momento, surgió de entre los eucaliptos la pareja de la Guardia Civil, justo frente a ellos, a sólo unos tres metros de distancia. Tomás y Omar bajaron al mismo tiempo los talones y doblaron las piernas para ocultar sus joyas. El más viejo de los guardias gritó:
-¡Eh, vosotros, sinvergüenzas, qué carajo estáis haciendo!
Ambos muchachos se encontraban enmudecidos por el espanto. Sabían lo que iba a ocurrir a continuación: El hecho sería divulgado en el pueblo y cada vecino lo interpretaría a su modo, que sería en todos los casos de la peor manera imaginable. Por parte de Omar, el escándalo podía representar el final de su carrera taurina. Ocurrió, sin embargo, un milagro. El mismo que había gritado, preguntó:
-Oye, ¿tú no eres el novillero Omar Candela?
-S... sí -respondió en un murmullo.
-¿Y resulta que tienes huevos pa enfrentarte a un toro, pero no pa follarte a una hembra?
-No es lo que parece. Mire usted, se lo voy a explicar...
-Sí, será mejor que nos lo expliquéis. Venid acá pacá.
Salieron del agua, todavía con las prendas en situación de merecer, aunque cubiertas con el bañador y el slip. Omar intuyó que sólo diciendo toda la verdad podrían salir del apuro:
-Mire usted, señor guardia. Que a mí me van las gachís una pechá y resulta que toas se quejan de que les hago la pascua con el tamaño de mi polla. Me lo han dicho tanto, que ya estoy más escamao que un besugo en navidad. Así que quería comprobar que no soy un monstruo ni ná. Recordaba cuando de chicos nos bañábamos en cueros y que mi primo la tenía más grande que yo, por lo que yo no podía ser un bicho raro. Anoche, me follé a dos gachís, y las dos me dijeron lo mismo, que si el pollón, que si la herramienta, ¡leche! Por eso he liao a mi primo, pa venir aquí a medirnos y comprobar que tampoco es pa tanto, porque me daba angustia pensar que la mía fuera a estas alturas más grande que la suya.
-¿Anoche te follaste a dos gachís, de verdad? -preguntó el guardia joven, deslumbrado.
-¡Claro! A ver.
-¡Qué potra que tenéis los toreros!
Los dos uniformados sonrieron con una mezcla de envidia e indulgencia. El mayor dijo:
-Bueno, que pase por hoy. Pero como os pille otra vez y yo me dé cuenta de que me habéis metío la bacalá, os vais a enterar.
Cuando volvían hacia el pueblo en la motocicleta, dijo Tomás:
-¡De buena nos hemos librao! La Marieva me hubiera matao a guantazos si llega a armarse el follón. ¡Tienes unas caídas!
-¿Cuando os casáis?
-¡Tú estás majareta! ¿Casarme, con diecinueve años? Además, eso de casarse ha pasao de moda.
-Pues yo... me lo estoy pensando, Tomás.
-¿Casarte, tú? ¡Si eres más chico que yo!
-Pero es que la vida de un torero es mu jodía, primo.
-¿Y ya has pensao con quién?
-No sé. Hay una vallisoletana que me hace sentir cosas mu raras... De pronto, me dan muchas ganas de vengarme por una broma que me gastó, y luegoe... me da un nosequé... De tós modos, antes de casarme quiero superar a don Juan Tenorio.
-Y ése, ¿quién es?
-Uno del teatro, que se comía más roscos que los niños en Reyes.

domingo, 22 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXVII Sorteo

TERCIO DE GLORIA

XXVII - Sorteo
-¡Eres un tigre! -alabó el Cañita cuando a la mañana siguiente, a punto de acabar el entrenamiento, Omar le contó su aventura con Viky -¿Seguro que no le diste falsas esperanzas a la muchacha?
-Seguro. Quiere que la llame por teléfono, pero no sé...
-No lo hagas, Omarito. La próxima vez que salgas de caza, evita ese sitio y no llames a esa niña antes de que pase un mes... o dos... a no ser que te interese de veras. Si, como me huelo, la vallisoletana te tiene alborotás las entretelas, sería una guarrá que le des alas a otra.
-Haré lo que usted diga, don Manuel. Pero hoy es mi última oportunidad antes de la novillá de Lucena y es un rollo eso de tener que dar tantos rodeos. Me gusta mucho haber sido capaz de trajinarme a una niña decente, pero hoy querría echar un polvo rápido y adiós muy buenas, sin tanta monserga. Lo que pasa es que... eso de las prostitutas...
-La belleza aquélla de Vélez -citó el Cañita-, ¿no te había dado el número de teléfono?
-¿Lola?, sí.
-Y la valenciana de Nerja, que nos conviene una pechá por la pila de hoteles que tiene el marido. Ya ha pasao más del mes que te dijo que esperases antes de llamarla. Tengo su número en la agenda.
-Las llamaré a las cinco, ahora cuando terminemos. ¿Han estao bien los afarolaos?
-Regular, Omarito. Tienes que ponerles más alma. Sin embargo, estás cogiéndole el truquillo al estoque, y eso tiene más valor.
Después de ducharse, Omar pidió permiso al dueño del cortijo para hablar por teléfono. Alentado por la alusión del Cañita, llamó primero a Quimeta, aunque le parecía demasiado vieja; debía de tener por encima de cuarenta años. La valenciana respondió en seguida:
-¿Omar Candela? Llevo tres días esperando que me llames. Llegué el lunes, y estoy de un aburrimiento... ¿Puedes venir esta noche?
-¿Ir a Nerja?... no sé. Tendré que averiguar. ¿Puedo llamarla a usted un poco más tarde?
-¡No me hables de usted, hombre! ¿A qué hora crees que me llamarás?
-Dentro de poco, una media hora.
-Estaré esperando, impaciente.
El novillero fue a la sala vecina, donde el Cañita conversaba con el propietario de la finca. Éste se encontraba manipulando una calculadora de bolsillo; nunca se había preguntado Omar lo que costaba usar el tentadero en exclusiva tres o cuatro días por semana y, ahora, de repente, le pareció que debía de ser una barbaridad, una cifra que rebasaba todos sus parámetros. Sintiendo una ternura que hasta ese momento ignoraba sentir por la enjuta y encanecida figura de su apoderado, se juró que, bajo ninguna circunstancia, haría jamás nada que pudiera enojar al Cañita.
-Don Manuel... ¿puedo ir a Nerja esta noche?
No le pidió que lo llevase, porque lo consideraba un abuso. En la costa circulaban los autobuses con mucha frecuencia y casi toda la noche.
-No, Omarito, no puedes. Yo tengo quehacer y no puedo llevarte ni esperarte, y tú tienes que dormir tus ocho horas mínimo. Otro día.
Sin protestar, regresó junto al teléfono. Marcó el número de Lola. Estaba comunicando. Volvió a llamar a Quimeta.
-Mi apoderao no puede llevarme -adujo.
-Ven en tu coche, solo.
-No tengo coche, ni siquiera tengo carné. No puedo sacarlo todavía.
-¡No tienes ni dieciocho años! -Quimeta carraspeó-. Creía que andabas bastante por encima de los veinte.
-¡Qué va!
-Lo dejaremos para más adelante, Omar. ¿Cuándo cumples dieciocho?
Halló extraña la pregunta, ¿qué tendría que ver el dato? Respondió con desánimo, intuyendo que su edad era una pega insuperable para aquella señora. Intentó de nuevo la llamada a Lola.
-¿Omar, el torero? -la voz de la guapa veleña sonó sorprendida y alegre.
-Sí. Que yo me preguntaba si usted... pensaría bajar a Málaga hoy...
-Si vuelves a hablarme de usted, cuelgo el teléfono -amenazó Lola-. No me había planteao bajar hoy, porque no tengo que llevar en el coche a mi marido al hospital; lo ha llevado un compañero. Pero... oye, pues no sería mala idea. Acabo de caer en la cuenta de que a mi marido le parecerá muy bien que vaya a tomar algo con él, pa disfraerlo en su guardia. Espérame en la cafetería "Gallo de Indias" a las nueve y media. Es un local que hay cerca de La Malagueta.
-Allí estaré. A ver.
Rondó la cafetería durante tres cuartos de hora, porque el Cañita lo dejó a las nueve junto a la puerta y Lola llegó a las diez menos cuarto. Contento de haber gastado la noche anterior sólo mil doscientas pesetas de las vente mil que le diera el apoderado, descubrió que le hacía sentir poderoso tener dinero en el bosillo, de modo que se propuso no gastar más que lo indispensable, así que permaneció fuera del local hasta que se le aproximó la señora de Vélez.
-¡Chiquillo, qué puntual! Suponía que tendría que esperarte.
-Hace mucho rato que llegué.
-Había un poco de caravana pa entrar en Málaga -se excusó Lola-. Vamos a tomar algo.
Sentados frente a frente, Omar la contempló con mejor ángulo que el que había tenido en la tasca donde la conociera y en el malecón del puerto, donde por la escasez de iluminación ni siquiera había podido recrearse con la visión de sus pechos. Llevaba el pelo suelto, y no el moño de la primera vez, como si hubiera adivinado sus gustos. Los ojos verdes eran como para zambullirse en ellos. Y la boca... ¡cómo le urgía besarla!
Por indicación de la mujer, que vio con cuánta avidez devoraba a puñados los frutos secos con que acompañó el camarero las cervezas, pidió un plato combinado que incluía un entrecot y patatas y dos huevos fritos. Observando cómo engullía, Lola dijo:
-Creo que necesitas más.
Omar calculó que se le iba a reducir en un buen pico el tesoro que guardaba en el bolsillo, porque el local parecía caro, pero era verdad que necesitaba comer más. Repitió idéntico plato. Cuando les presentaron la cuenta, fue a sacar el dinero, pero ella lo detuvo:
-Nanay de la China, Omar. Esta noche eres mi invitao. ¿Tienes lugar?
-No comprendo.
-¿Dispones de un sitio discreto, un apartamento o algo así?
-Podemos ir a un hotel. A ver.
-¡De manera ninguna! -protestó Lola, como si tal idea fuese inadmisible-. Soy una mujer casá.
-Entonces, no sé...
-Tendremos que pensar... Oye, antes de que se nos haga más tarde, y pa que mi marido no vaya a pensar mal, lo mejor será que vayamos un ratillo al hospital, a saludarlo. Así nos quedamos tranquilos.
-¿Yo también voy?
-Natural.
Primero, decía que no podía entrar en un hotel porque era una mujer casada y ahora, quería llevarlo ante el marido. ¡Qué cosa más rara!
Aguardaron en la cafetería del hospital al "doctor Peña", el esposo, que había sido llamado desde la recepción. Apareció veinte minutos más tarde, cuando Omar, embrujado por la belleza extraordinaria de Lola, ni se acordaba siquiera de que estaban esperándolo. Era un hombre que no podía el novillero entender que su mujer se la diera con queso: Muy alto, bastante más del metro ochenta, rubio como un sueco y una cara de ésas que tanto les gustaba a las gachís, con los ojos azules y demás.
-Pedro, ¿te acuerdas de Omar Candela? -señaló Lola.
-¡Tú eres el maestro que vimos torear en Vélez! -exclamó el hombre vestido con una bata hospitalaria.
-Novillero.
-Lo he encontrao por casualidad en el Gallo de Indias -mintió ella-. Trato de que me explique cómo es que los toreros tienen tanto valor.
-Toreaste mu bien -alabó Pedro, con un entusiasmo que Omar halló incomprensible-. Nos llamaste mucho la atención.
¿Sería un cornudo consentidor?
El médico permaneció conversando con unos diez minutos, muy simpático y sin parar de ensalzar los pases que había dado durante la lidia en Vélez. Los recordaba todos. Finalmente, dijo poniéndose de pie:
-Tengo un parto que está casi a punto. Debo volver a la planta.
-¿Quieres que nos quedemos por aquí? -preguntó Lola.
-Sí, esperadme. Iré a dar una ojeá y si veo que se retrasa, bajaré dentro de un rato a seguir charlando con ustedes.
En cuanto el doctor Peña salió de la cafetería, dijo Lola:
-Vamos a ver el hospital. ¿Has recorrío alguna vez un hospital sin salirte de las zonas públicas?
-No.
-Es mu curioso. Ya verás.
Le precedió en un intinerario que comenzó en un sótano lleno de maquinaria, calderas, sillas de ruedas y camillas abandonadas en cualquier parte, con aspecto de averiadas. Subieron luego en el ascensor a una planta, que no se fijó qué piso era; Lola transitaba con soltura por los pasillos, las salas llenas de instrumentos y los laboratorios, aparentando conocer muy bien el edificio. No se cruzaron con nadie en todo el recorrido. Omar miró el reloj con disimulo; se acercaba el límite a partir del cual le caería una bronca por la mañana; además, sentía sueño y aburrimiento. Estaba maquinando una disculpa para irse, cuando ella abrió una puerta y le miró con complicidad. Dentro, en una habitación pequeña, había una cama de a cuerpo. Sin decir nada, tras entornar la puerta muy cuidadosamente como para no hacer ruído, y sin echar el pestillo, Lola comezó a desnudarse. Omar dudó. Por primera vez en su vida, se sentía alerta y no sabía por qué. Bueno, sí; el tal Pedro podía pillarlos, pero si a ella no le preocupaba esta posibilidad, ¿por qué habría de inquietarle a él? Se desnudó también, sin dejar de contemplarla.
En el malecón del puerto sólo le había bajado las bragas; ni siquiera había tenido ocasión de ver la forma de los muslos. Pues había sido una verdadera pena, porque eran unos muslos espléndidos, torneados, macizos, igual que el resto del cuerpo. Lola se encontraba en la frontera exacta a partir de la cual una mujer se consideraría a sí misma gorda, aunque su cintura era muy fina, pero las caderas eran anchas y los brazos, redondos, sin trazos de nervios ni venas. Y los pechos... ¡joé!. No demasiado grandes, pero erguidos, puntiagudos y firmes. Cayó sobre ella en cuanto se recostó, incitadora. Descubrió con alegría que había dejado de ser eso que llamaban "eyaculador precoz" y que tanto le hacía reír al Cañita. Ni el acto de enfundarse el condón ni la penetración le hicieron explotar como otras veces. Besó largamente la boca y el cuello.
-No me dejes marcas -solicitó ella con un murmullo.
Ensayó Omar las caricias que comenzaba a sentir que dominaba. Besó los ojos, murmuró las palabras que el Cañita le sugería, hurgó en las orejas con la lengua, recorrió la espalda con las manos, arriba y abajo tratando de no ser brusco, aguantando junto a la suavidad enloquecedora de la vulva antes de penetrarla. Notó que Lola se estremecía y gemía. Había pensado manipular el clítoris, pero notó que ya no era necesario. Emprendió la cabalgada y ella, simultáneamente, se puso a bombear con fuerza.
-¡Síii! -exclamó con un estallido de júbilo.
Estimulado por lo que le pareció el anuncio de su llegada, aceleró. En ese momento, sintió una mano que se apoyaba firmemente en sus glúteos. Ella le revolvía el pelo con la derecha y sentía la otra mano aferrada a su espalda, así que la mano apoyada en su culo no era ninguna de las de Lola. ¿Qué coño pasaba? Giró la cabeza. Pedro, desnudo y sentado al borde de la cama, sonreía y bizqueaba cayéndosele la baba.
Omar dio un salto para caer de pie.
-¿Qué haces, tío?
-Déjalo participar -rogó Lola-. No va a hacerte ná, sólo mirar. Los dos estamos alucinaos con el tamaño de tu polla desde que te vimos torear. Venga, no seas tonto, y ven aquí.
-¿Seguro que sólo va a mirar?
-Bueno, tocar un poquillo tampoco es malo, ¿no? -dijo él.
-¡Que os folle un tiburón! -exclamó Omar.
Recogió la ropa y, sin ponérsela, echó a correr pasillo adelante. Antes de optar por una de las dos bifurcaciones que había al fondo, y mientras intentaba vestirse, Pedro asomó la cabeza y el hombro por la puerta de la habitación. Estaba ajustándose la bata; gritó:
-Escucha, Omar, estos pasillos son muy complicaos y te vas a perder. Espera que te ayude a encontrar la salida.
-¿Encontrar la salía? ¡Tú lo que quieres es encontrar mi entrá! -repuso el novillero y, sin acabar de ponerse el pantalón, reemprendió la carrera por el pasillo de la izquierda, yendo a topar con una enfermera, que se echó a reír, mirando con gula sus muslos todavía sin cubrir:
-¡Otro que escapa del doctor Peña y su mujer! Ven por aquí.
Lo empujó dentro de una habitación y, sin ninguna clase de preámbulos, se desnudó.
-¡Qué pollón, vida mía, qué bicharraco! -repitió sin parar hasta el tercer orgasmo de Omar, cuando ella completaba la docena.
En "Don Juan Tenorio" nadie hablaba de penes, no había ninguna alusión a los atributos del protagonista. Tanto nombrar los suyos comenzaba a mosquearle.

sábado, 21 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXVI Natural


XXVI – Natural

A causa de la fatiga del viaje de ida y vuelta a Madrid, por la alegría del triunfo y comprensivo con las tensiones que el muchacho había pasado estando disgustados, Manuel Rodríguez permitió a Omar descansar el lunes siguiente y, como los martes no tenían jamás entrenamiento ni había otras cosas que hacer, no se volvieron a ver hasta el miércoles.
-Nos han salío otras cinco novillás, niño. ¡Esto marcha!
-¿Superaré este verano el récord de Jesulín?
-¡Tú estás loco! Ni este verano, ni nunca. Es una locura torear tanto. Las cosas hay que hacerlas con tino. Lo que sí es que, si redondeas en junio dos tardes más como la de Colmenar Viejo, trataría de organizarte la alternativa pa la feria de Málaga.
-¿Cree usted? -esa posibilidad le maravillaba y horrorizaba a la vez.
-Sí, niño. Los novillos son poca cosa si tenemos en cuenta tu fuerza y tu tamaño. Necesitas jugártelas con toros de verdad. ¿No ves que, si no se te mira esa cara de mocoso, tu cuerpo es el de un tiarrón hecho y derecho? Desde los tendíos no se aprecian las caras, sino las hechuras, y el grosor de tus piernas, tus hombros y... lo que tú ya sabes, hace creer de lejos que eres un tío de treinta años. De aquí a ná, la gente va a empezar a decir que eres mu viejo pa seguir de novillero.
-¡Don Manuel, que todavía no he cumplío los dieciocho! Me faltan cuatro meses y medio.
-¿Qué le vamos a hacer? Lo que importa es lo que parece, y tú pareces ya el padre del Juli. Hala, a entrenar, que tienes que mejorar las chicuelinas y las manoletinas. Arza. Trabaja también un poco los afarolaos, que bajas la mano mu pronto. Mañana dedicaremos tó el día a las estocás.
-Yo... quería preguntarle una cosa.
-Larga.
Omar titubeó, carraspeó, cargó el peso sobre una pierna y, luego, sobre la otra. Finalmente, se decidió:
-Que yo quiera ser como don Juan no estorba a los toros, ¿verdad?, siempre que no folle dos días antes de las corrías, ¿no?
-Más o menos.
-Es que ya no tengo ganas de putas, don Manuel. Preferiría saber que las trajino por las buenas, ¿sabe usted? Que no sea por dinero.
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
-Pues... que si puede usted adelantarme algo. No se cabree. Reconozco que todavía no ha recuperao usted la inversión, pero si pudiera... en fin.
El Cañita mantuvo la expresión adusta, pero estaba sonriendo por dentro. Concedió con benevolencia:
-Veinte mil pesetas a la semana. Ahora y siempre... hasta que pase un tiempo... Quiero decir que, hasta que no tengas veintidós o veintitrés años, el dinero se lo daré íntegro a tu padre. ¿Tienes algo que oponer?
-No, don Manuel; lo que usted diga.
-Pero nunca te acostarás más tarde de las doce y media de la noche. Mira que tu madre está compinchá conmigo, y te voy a controlar. Y otra cosa, niño: que no necesitas demostrarte que puedes conquistarlas sin dinero; ¿es que no está colaíta por ti la muchacha de Valladolid?

Toreaba el domingo en Lucena y, antes, tenía que pasar cuarenta y ocho horas de cuarentena. Sólo disponía de las noches del miércoles y el jueves para el sexo, de manera que no podía dejarlo para mañana. El apoderado lo llevó en el coche hasta las proximidades del paseo marítimo, donde le dio un último consejo:
-Mira, Omarito; ten una mijilla de tiento, que ni toas las mujeres son putas ni se acuestan por las buenas con el primer semental que se les cruza en el camino. Trata de ser fino, no insistas cuando veas que no te dicen que sí a la primera de cambio, ten cuidao de que no se te noten las ansias. A las muchachas decentes hay que cortejarlas, decirles cosas bonitas y no puedes tocarles las tetas si antes no has notado por mil detalles que ellas quieren que se las toques. ¿Vas comprendiendo?
-Sí, don Manuel. Pero... ¿y si no me salen esas palabras bonitas?
-Las mujeres consideran que son bonitos todos los elogios y lisonjas que puedas inventar: Que es la más guapa que has visto, que hay que ver cómo sonríe, que sus pestañas son como cañas de pescar... Pero no vayas a decir "¡vaya par de tetas que tienes!" o "el olor de tu coño me vuelve loco". ¿Lo coges?
-Creo que sí. Condiós don Manuel... y muchas gracias.
Guardó diez de las veinte mil pesetas que le había dado el Cañita en uno de los pliegues ocultos de la cartera y las otras diez, en el bolsillo del pantalón. El pub donde había estado con el Cañita y Lola, aquella belleza de Vélez, le parecía territorio conocido y, por ello, fue el que eligió. Mientras entraba con no demasiada confianza, se preguntó cómo habría quedado de desfigurado el mirón del malecón, el que había perdido la nariz de tanto asomarse para satirearles a Lola y a él. Sonrió.
Unas quince personas ocupaban las mesas y todas iban en parejas o en grupos, ninguna chica sola, pero intentar atreverse a entrar en un local donde nunca hubiera estado quedaba descartado. Esperaría. ¿Qué podía pedir en la barra?
-Un Trina de naranja.
¡Digo! ¡Quinientas pesetas un Trina! Tenía que andar con cuidado para no quedarse parruli en una noche, y estirar el dinero todo lo que pudiese, por si acaso las cosas rodaban mal y tenía que ir al puticlub. Sentía hambre, pero si pedía un bocadillo en ese sitio tendría que solicitar una subvención al gobierno. Engulló afanosamente el platillo de frutos secos, que supuso que sería gratis.
-Hola, oye, tenemos una discusión mis amigos y yo. ¿Tú no eres mataó?
La que se lo preguntaba era una muchacha de cara algo sosa, con sus pecas y sus ojos de catequista, pero lo que abultaba su camiseta era muy prometedor, un par de cosas como las de Magrit aunque a tono con su menor altura. Llevaba el pelo muy corto, estilo que no le parecía atractivo, pero sonreía con dulzura. La había mirado de pasada al entrar, sin prestarle demasiada atención porque se encontraba sentada con otra muchacha y un muchacho. Consideró que no era un buen comienzo que conociera su profesión de antemano, pero tampoco quería mentir.
-Novillero.
-¡Lo sabía! Toreaste en Nerja, ¿no?
-S...sí -sentíase más cortado que nunca frente a cualquier mujer. Claro, que no se trataba de una mujer experta, como todas las que había tenido entre sus brazos, sino de una muchacha decente, alguien a quien, de acuerdo con las indicaciones del Cañita, debía respetar antes que desear.
-He ganao la apuesta -anunció ella, triunfal- ¿Quieres sentarte con nosotros?
-Allá voy.
-Perdona, no me acuerdo de cómo te llamas.
-Omar, ¿y tú?
-Viky -ya habían llegado junto a los otros dos-. Escuchad, yo tenía razón. Es torero y se llama Omar. Te presento a Toñy y Juan Carlos.
-Mucho gusto -dijeron los dos al únisono.
-Bueno -dijo Viky-. Ahora, tenéis que pagar la apuesta.
-Está bien, tía -dijo Juan Carlos-. ¿Qué queréis tomar?
-Un cubata de Larios -dijo Viky.
-¿Y tú? -preguntó el muchacho a Omar.
-Tengo todavía el refresco por la mitad.
-¿Un refresco? -ironizó Juan Carlos-. ¿Tú qué eres, un seminarista? Tómate un pelotazo, tío; pago yo.
-Otro día. Mañana tengo que entrenar en el tentaero.
-¿Así de controlada es la vida de un novillero? -se interesó Viky.
-¿Controlada? Pues, no sé -en realidad, Omar no entendía lo que significaba la pregunta-. Lo único que sé es que me tengo que levantar a las siete pa poder llegar a las ocho y media, andando, al tentaero, que está a cuatro kilómetros de mi casa, y me gusta estar fresco.
-Yo creía que los toreros estabais tós podríos de pasta -dijo Juan Carlos- ¡Andando pa el tentadero! ¿No has ganao pa un coche?
-No lo sé. Pero, igual, no puedo sacar el carné. Tengo diecisiete años.
-¡Diecisiete! -exclamó Toñy- ¡Venga ya!
-¿Seguro que tienes diecisiete? -se admiró Viky.
-¡Claro!
-Vaya un caramelito -afirmó Toñy.

Juan Carlos sonrió con picardía. Le hizo a Viky una señal que Omar no supo interpretar, pero, a continuación, ella se arrimó en el asiento un poco más, hasta que las piernas de los dos dos quedaron muy juntas. Omar tuvo un sobresalto; el pene se le había disparado en el pantalón hasta la rigidez instantánea. No quiso ni mirarse, temiendo que se dieran cuenta, aunque la escasa iluminación ayudaba a embozar la prominencia.
-¡Qué penita! -bromeó Viky, pasándole los dedos por la barbilla-... tener que estar como los futbolistas, sin beber ni trasnochar, tan sacrificao por los toros. ¿Te controlas tanto con todas las demás cosas?
Omar supuso que podía referirse al sexo, pero recordó el consejo del Cañita y prefirió ignorar la alusión, no fuera a meter la pata. Dijo:
-Hay que estar en buena forma. Los toros son una cosa mu seria.
-Yo creía que tenías lo menos veintidós o veintitrés años -aseguró Toñy-. Siendo tan joven, estarás casi empezando, ¿no? -Omar asintió-. Entonces, a lo mejor llegas a ser mu famoso.
-Lo voy a intentar. Me están saliendo muchas novillás... ¡y pagás! El año pasao, mi apoderado tenía que pagar pa que me dejaran torear.
Durante la hora siguiente, Omar, deslumbrado porque aquellas tres personas se interesaran tanto por sus cosas, les contó todo lo que sabía de su profesión y los avatares de su corta biografía taurina, omitiedo cualquier referencia a las experiencias sexuales. Cuando tenían los vasos vacíos y Omar había consumido todos los platillos de patatas, aceitunas y frutos secos que el camarero les había llevado, dijo Juan Carlos:
-Nosotros -señaló a Toñy y a él mismo- pensamos dar una vuelta. ¿Queréis venir?
-¿Tú qué dices? -preguntó Viky-. Como llevas esa vida de cura...
-¿Es mu lejos? -preguntó Omar.
-No -respondió Juan Carlos-. Vamos a subir a Gibralfaro, que está ahí mismo. Arriba, hay unas vistas acojonantes.
-Entonces, voy con vosotros.
El monte, coronado por una fortaleza morisca, se encontraba tan sólo a unos cuatrocientos metros del pub. Durante la escalada por senderos empedrados entre jardines y pinos, Omar se adelantaba a los tres a cada paso. Al darse cuenta, contenía las zancadas y trataba de acomodarse al ritmo del grupo, comprendiendo que ellos no estaban tan bien entrenados como él, pero en seguida volvía a acelerar. Presentía que en la cima le aguardaba algo más interesante que los panoramas. Igual que había hecho don Juan Tenorio, ahora subía a un castillo donde dejar a alguien un recuerdo; si no se equivocaba, Viky ansiaba tanto como él llegar a la cima y conservar el recuerdo. Reconocía no poseer perspicacia suficiente para apreciar matices sutiles, pero las alusiones, los gestos y la conducta de la muchacha no le hacían sentirse culpable por sus intenciones, pues no parecía una doncella tan recatada como para sufrir al sentirse burlada. Porque este aspecto de las hazañas de don Juan le causaba desazón; el gachó se vanagloriaba de haber metido la ruína en un montón de familias. Claro, que se trataba de otra época; en los tiempos presentes, don Juan lo habría tenido más fácil, puesto que la idea que tenía la gente de la decencia no era tan estúpida como la de entonces; lo que, tal vez, habría disminuido el interés de quel tipo vestido con bombachos, puesto que, por sus palabras, daba la impresión de follarse a las tías sólo para poder jactarse después de la "memoria amarga" que dejaba. De todos modos, no deseaba en modo alguno perjudicar a nadie. A él, que le dieran un par de buenos polvos, y tan a gusto.
-Mira, ¿no te parece cojonudo? -le preguntó Juan Carlos, señalando el paisaje, para lo cual había dejado sólo un segundo de besar a Toñy.
Se encontraban en un mirador, cercano a la fortaleza. Abajo, casi toda la ciudad, las arboledas, las dársenas del puerto, las playas de La Caleta, La Malagueta y San Andrés, y la plaza de toros. ¿Cuándo podría torear ahí? La contemplación del paisaje le emocionaba, pero no sabía cómo calificarlo. ¿Valdría usar la misma palabra que Juan Carlos, "cojonudo"? El Cañita le había aconsejado que no dijera palabrotas.
-¡Es casi tan bonito como la finca donde entreno! -fue el único superlativo que se le ocurrió.
Los otros tres se echaron a reír. Se preguntó dónde estaría la gracia. Viky le agarró la mano y jaló hacia la milenaria muralla, adelantándose a los otros dos, que se rezagaron. La cima estaba próxima... y en la cima se aproximaría también la ocasión de dejar recuerdo de él.
-¿Te gusto? -preguntó Viky.
-Eres mu graciosa.
-¿Sólo eso? -ella pareció decepcionada.
-¡Tienes...! -Omar se contuvo, pero la mirada se le deslizó hacia las incitadoras prominencias de la camiseta.
Ella notó la mirada, lo que alarmó al novillero. Pero Viky sonrió.
-¡Osú, tós los tíos pensáis en lo mismo! -refunfuñó con humor.
-Estás mu bien. Yo...
-¿Quieres besarme?
En vez de responder, lo hizo.
-¡Estás de un buenorro que crujes! -alabó Viky.
-Tú estás mejor.
-¿De verdad?
-¡Claro!
Y, sintiéndose alentado, la envolvió en un abrazo. Como no podía ser de otro modo, ella sintió al instante lo que el pantalón contenía.
-¿Tienes?
-¿El qué?
-Goma.
-¡Claro! A ver.
-Vamos al otro lado del castillo -sugirió Viky-. Allí hay menos luz.
Siguieron la línea de la muralla, rodeándola hasta un punto donde los pinos eran más abundantes y frondosos, y el paisaje vislumbrado a través de las ramas era la zona opuesta al puerto, el norte de la ciudad. Cuando ella se detuvo, casi recostándose contra la ciclópea pared de piedra, Omar dudó. ¿Podía bajarle los pantalones vaqueros y hurgar en sus bragas, o tenía que esperar a que ella comenzara a desnudarse? De repente, comprendió que el brillo fulgurante de las oportunidades que el toreo le otorgara durante el último año, al mismo tiempo le había cegado para las experiencias propias de su edad. No sabía cómo tenía que comportarse con una muchacha que no fuera una prostituta o una casada insatisfecha. Antes de que surgiera una novillada cerca de Valladolid y, con ella, la ocasión de intimar con Marisa, debía recuperar el tiempo perdido. Intuyó que Viky notaba su indecisión, porque, tras un paréntesis durante el que lo escrutó sonriente, comenzó a aflojarle el cinturón. Fue la señal de partida. Al instante siguiente, Omar desabrochó el pantalón femenino y lo bajó hasta medio muslo.
Lo que siguió era completamente diferente de lo experimentado hasta entonces. La Nancy, Lola, la marquesa de Benaljarafe, eran incendios poderosos desde el principio, una hoguera ya encendida antes de abrazarlas. Con Viky no era así. Ella actuaba con la misma timidez que él, poco a poco, tanteando, sin desbocarse en busca del pene erecto. Curiosamente, esta actitud tenía un efecto sedativo, pues vio, con sorpresa, que no iba a estallar en cuanto la penetrara; sabía que aguantaría hasta que ella comenzara a convulsionarse. Esta constatación le hizo sentir confiado de un modo desconocido; de repente, se sentía experto, capaz, controlaba con autoridad y no con abandono lo que habría de suceder, cuya secuencia se le iba revelando en la mente como los fotogramas de una película.
Besó primero los labios, beso en el que ella le correspondió de manera gradual; sólo después de unos minutos abrió los labios para permitirle hurgar dentro con la lengua. A continuación, besó los ojos y, recordando la recomendación del Cañita, dijo:
-Tienes las pestañas como cañas de pescar...
Ella sonrió con gran intensidad.
-Gracias -murmuró.

Ahora podía llegar más allá. Bajó la boca hacia el cuello, mordió con suavidad y siguió hacia la nuca, humedeciéndole la piel. Notó que ella inspiraba hondo, con un suspiro, y que los pezones presionados contra su pecho se endurecían. Ahora podía presionar a su vez el vientre, para que ella se preparase. Recorrió la espalda con las manos, con calidez pero sin violencia, y las bajó hacia los glúteos, al tiempo que adelantaba sus caderas. Ella alzó la barbilla, echando la cabeza hacia atrás.
-Te... quiero -dijo con tono ronco.
Esta declaración alarmó a Omar. ¿Podía ser verdad que le quisiera tan pronto?, ¿iba a hacerle daño no correspondiéndole? No, debía de ser sólo su modo de decir que estaba pasándolo bien. Desde la posición en que las mantenía, aferradas a los glúteos, metió las manos bajo la camiseta y la arrolló hacia arriba. No tenía sostén. Los pechos se desbocaron generosos contra su pecho al quedar libres. Se quitó precipitadamente la camisa con objeto de poder abrazarla de nuevo en seguida, porque ella comenzaba a aflojar las piernas y podía caer. Echó la camisa al suelo, procurando que cayera extendida sobre la yerba para que no se arrugase; un reflejo condicionado por un año de experiencia torera. Al rodearla otra vez con los brazos, Viky murmuró:
-No me hagas daño. Es demasiao...
Comprendió. Tenía que prepararla un poco más. Bajó la cabeza hacia los pechos y los estuvo lamiendo largos minutos, mientras acariciaba la vulva con la mano. Recordó el botón aquél, ¿cómo había dicho Silvia, la marquesa de Benaljarafe, que se llamaba?, ah, sí, clítoris. Abrió cuidadosamente el pliegue y dio con él. En cuanto comenzó a acariciarlo con la yema del dedo corazón, Viky salió del abandono. Las manos provistas de uñas no muy largas, estaban apretándole la espalda y arañándole la piel de un modo apremiante, mientras las caderas batían contra su mano y su vientre. Había llegado la hora. Entraba en un terreno conocido. Se embutió el condón con pericia, con la misma mano que había estado acariciando el clítoris, y acercó el glande a la entrada de la vagina, sin presionar, esperando a ver lo que ella hacía. Viky se apretó un poco más y alzó los talones, para enfilar mejor su ángulo. Omar prosiguió la invasión.
-Despacio -rogó ella-. Es demasiado...
Otra que mencionaba las dimensiones como si fueran algo de otro mundo. No creía que el tamaño de su pene fuera tan insólito. Su primo Tomás lo tenía más grande, lo menos tres centímetros más que el suyo cuando estaba flojo, lo había visto muchas veces mientras se bañaban desnudos en el río, y los cuatro o cinco vecinos más íntimos disponían de volúmenes muy parecidos, todos entre la dotación de su primo y la suya. ¿Sería verdad, como había dicho aquella valenciana, Quimeta, en Nerja, que los hombres de Cártama eran superdotados? Eso era un estupidez, habría grandes y chicas, como en todas partes, a pesar de que Viky parecía no estar acostumbrada a esa dimensión. De cualquier manera, era mejor tener cuidado, no fuera a salir huyendo monte abajo.
Tal como ella le pedía, fue profundizando poco a poco. Era muy estrecha, ahí estaba el problema. Le iba a causar daño. ¿Qué podía hacer? Ah, el clítoris. Bajó de nuevo la mano derecha para acariciarlo. Por los gemidos de Viky, entendió que quería más y, sintiendo que ya no podría aguantar mucho, empujó hasta el fondo. Ella dio un alarido.
-Perdona, perdona -suplicó Omar.
-Perdona tú -rogó Viky-. ¿Me habrá oído alguien?
-No creo. No ha sío pa tanto, y hay mucho bosque. ¿Te la saco?
Por toda respuesta, ella se apretó contra él con más fuerza y aceleró las embestidas.
-¿Ya? -preguntó Omar.
-Casi.
Un nuevo acelerón de ella. Él no se atrevía a empujar, por temor a que gritara otra vez. Estaba mirándola a la cara, a ver si por fin comenzaba, porque ya no podía aguantar más. Vio que se mordía los labios, seguramente para impedirse a sí misma gritar, y las ventanas de su nariz aleteaban como golondrinas, las pupilas giraban en los ojos y había dejado de sostenerse en sus propias piernas. Entonces, le bastó un movimiento de caderas para sentirlo él. Como era tan estrecho el cobijo, el orgasmo masculino duró un tiempo increíble, en una sarta de sacudidas que se produjeron como a cámara lenta. No recordaba otro tan satisfactorio, a excepción de aquel sueño raro que tuvo en el hotel de Madrid. Ahora, arrebatado, mordió y besó los labios de Viky ya sin pensamiento, sólo instinto.
-Te... quiero -volvió a decir la muchacha.
Omar apretó la boca para no decirlo también. Una cosa era aliviarse y otra muy distinta hacer promesas falsas. Total, llegar hasta donde había llegado con ella no había sido difícil, así que no se trataba de una romántica melindrosa como la monjita aquella de don Juan, doña Inés, pero no alentantaría ilusiones que no podía corresponder.
-¿Ha estado bien? -preguntó ella cuando vio que él no estaba dispuesto a hacer la misma declaración.
-Fantástico, a ver. ¿Y pa ti?
-Maravilloso. Ahora ya no querrás volver a verme.
-Sí, si querré. Pero... ya sabes. El toreo es mu esclavo.
-Te voy a dar mi teléfono.
-Yo no tengo -mintió Omar.
-¿Me llamarás?
-Seguro.
Volvieron en busca de la otra pareja. Omar presumía que Juan Carlos y Toñy habían tenido tiempo de sobra para hacer lo mismo, de modo que se dirigió decididamente hacia el mirador donde los habían visto por última vez y, en efecto, ya estaban esperándolos.
-¿Por qué tienes tanta prisa? -le preguntó el muchacho cuando bajaron del monte, al notar que Omar miraba constantemente el reloj.
-Mi autobús sale dentro de veinte minutos.
-No te preocupes, yo te llevaré; a Cártama no se tarda ni un cuarto de hora. Vente con nosotros a la discoteca.
Viky le suplicaba con los ojos.
-¿Hasta qué hora? -preguntó.
-¡Quién sabe! La noche es joven.
-Tengo que levantarme a las siete.
-Qúedate un poco más -rogó Viky-. Te llevaremos cuando quieras.
-Imposible. Cogeré el autobús y mañana te llamo.
Cuando el vehículo emprendió la marcha, se ufanó de haber resistido la tentación, ya que presentía que, de disponer de más tiempo, a lo largo de la noche hubiera podido repetir.

viernes, 20 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXV Pasodobles


XXV – Pasodobles

-Esa niña me gusta pa ti -dijo la madre cuando volvían al hotel, en el coche del Cañita.
-A mí también, mamá.
-¡Qué pena que vivan tan lejos! -lamentó el apoderado.
-¿No decía usted que los toreros no tenemos casa?
-¡Niño! -protestó la madre.
-Voy a procurar conseguir muchas novillás en los alrededores de Valladolid. A mí también me vendrá muy requetebién.
-Sí -afirmó la madre-, ya he notao que Isabel le da picores.
-¡Urticaria! -bromeó el Cañita- ¿Sabe usted, doña Carmen?, la soledad es mu mala.
-¡Po anímese!
-Tengo quince años más que ella, doña Carmen.
-¿Y eso qué es? Échele valor, don Manuel, que las mujeres entedemos de mujeres. Usted le interesa.
-¿Usted cree?
-¡Digo!
Manuel Rodríguez sonrió ante el gesto de la madre de Omar, un mohín de convicción senequista e inapelable, sabio como la experiencia del tiempo. Carmen estaba dotada del tinte matriarcal que adoptaban muchas mujeres andaluzas que, por el trabajo de sus maridos, se veían aupadas a la dirección efectiva de la hacienda y vida de sus hogares, y por ello, y sin más nociones que las proporcionadas por las visicitudes cotidianas, se conducían con sabiduría. ¿Tenía razón? ¿Podía Isabel sentir alguna clase de inclinación por él? De ser así, sería un regalo inesperado para una vida que, desde que enviudara, había considerado extinguida.
Dada la modestia de donde habían dormido la noche anterior, el apoderado les obligó a cambiarse a un hotel más cómodo. En el que eligieron, no disponían de habitaciones dobles. Ocuparon tres individuales.
Cuando se quedó a solas, habiendo recuperado el ánimo, Omar sintió el peso de los doce días de ayuno. Bastó pensar en ello para que rebrotara la erección, casi dolorosa de tan rígida, que no había tenido durante los últimos días, al menos en estado de vigilia. La dureza palpitante y apremiante que emergía del calzoncillo lustrosa y agitada por la urgencia, le desvelería. ¿Qué podía hacer? No conseguía dormir; era demasiada excitación, y no sólo sexual. Todo se había solucionado cuando creía que estaba acabado: Carmen le había prometido, con una sonrisa de comprensión, no hablarle al padre de la gonorrea, el Cañita volvía a estar de buenas y se mostraba mucho más confiado que nunca en relación con su porvenir taurino, había tenido el mayor triunfo de su carrera, tres orejas y un rabo, y de nuevo era un hombre con lo que tenían que tener los hombres. Dio vueltas y más vueltas sobre la cama, lanzando patadas a la sábana porque de repente sentía mucho calor. ¡Es que hacía mucho calor! ¿No estaría la calefacción encendida? Alzó la cabeza para mirar hacia el radiador y en ese momento se abrió la puerta. No recordaba haber encendido la luz, pero la habitación se encontraba fuertemente iluminada.
Muy sonriente, entró una mujer con el índice sobre los labios, indicándole que callase. Tenía los ojos azules, muy claros, animados por una risa maliciosa y cómplice; el pelo era negro como el carbón; la boca, con su permanente sonrisa, igual que un pastel de fresas; un cuello longuíneo y alabastrino como el de una diosa, servía de basa al óvalo estatuario de su cara. Lo más sorprendente era su ropa: Una especie de túnica de tisú plateado de seda, larga hasta los pies y cegadora de tan resplandeciente, muy escotada, dejando apreciar buena parte de los pechos y dibujando con nitidez los relieves y profundidades del vientre y el arranque de los muslos, sensuales y provocativos. No usaba zapatos. Bastó un suave tironcito de algo como un cordón que tenía en el hombro, y el vestido cayó al suelo, revelando una desnudez carente de ropa interior propia de la estatua más idealizada. Sin dejar de sonreir de aquella manera, que era como si ambos participasen en un delito y hubieran sellado un pacto, entró en la cama y se puso a horcajadas sobre sus caderas. Omar observó que no tenía el slip, pero no recordaba cuándo se lo había quitado, tan grande era su sopresa y tan intensa su anticipación. La penetración fue instantánea, muy profunda, y lo que aquella mujer tenía en la vagina no se parecía a todas las que había conocido hasta entonces. Había dentro algo como dulce de algodón, cuyos hilos cosquilleaban cada uno de los poros del pene enhiesto; se trataba de un placer enloquecedor, más allá de todo lo imaginable, pero contrariamente a su costumbre y a pesar de los doce días de ayuno, no se produjo el primer estallido, el aperitivo con que empezaban todas sus relacione sexuales, y consiguió resistir. El placer era absoluto, como si tuviera consciencia de todas las moléculas del pene por separado y todas ellas se agitasen en un océano de felicidad.
Ella se movía con extrema lentitud, como si no pesara y flotase en el aire. Bombeaba, se retorcía, agitaba la vulva para hacerla chocar una y otra vez contra su pubis, pero lo hacía muy parsimoniosamente, arriba y abajo, izquierda y derecha, círculo, y sus movimientos se parecían a los de Greta cuando flotaba en el agua, con la misma cadencia ondulante a causa del movimiento de las olas, pero más lentos. Parecía que la brisa fuese la que regía y originaba sus movimientos.
La penetración se prolongó un tiempo increíble; le parecieron horas y más horas, y cuando el orgasmo alcanzó a Omar, lo hizo sin violencia, sin sudor, sin ruído, un orgasmo que descendió en seísmos por la nuca, estremeció sus vértebras y repercutió en sus caderas como el movimiento telúrico que acompaña el estallido de un volcán. Mientras saltaba el río de lava, supo que que sus muslos, glúteos y vientre eran tranqueteados por las convulsiones, pero ni siquiera esto modificó la postura ni el plácido gesto de la mujer. Acabadas las sacudidas, ella lo contempló con la misma mirada de comunión, de intimidad solidaria, como si pudiera comprender cómo era cada una de sus sensaciones y las compartiese. Sacudió un poco más la pelvis y estrujó la vulva, para extraerle las últimas gotas, y con la misma suavidad, se retiró de él.
No las había escuchado entrar, ni siquiera las había visto, pero ahora había otras dos mujeres muy semejantes a la primera, aunque su ropa no era de tisú de plata sino de gasa transparente muy vaporosa, la de la izquierda, azul y la de la derecha, celeste. Ésta con el mismo dorado color de pelo que Marisa y la otra, morena como el azabache de los alamares del vestido goyesco que el Cañita le señaló una vez en el museo taurino, prometiéndole que antes de los veinte años vestiría un traje igual en la corrida goyesca de Ronda. Con idéntica suavidad y con sonrisas como las de la primera mujer, que ahora no sabía dónde se encontraba, se acercaron a la cama y se soltaron los vestidos, también mediante el cordoncito del hombro; tampoco usaban ropa interior. Salvo por el hecho de que sus caras eran diferentes, sus cuerpos parecían gemelos: Enormes pechos erguidos, como si tuvieran éter en el interior que los hiciera levitar; caderas redondas, piernas tersas como el cristal, cinturas breves, hombros y brazos sinuosos. Giraron al unísono, con acompasamiento de ballet, para que pudiera recrearse en la contemplación, y avanzaron de nuevo hacia la cama. En vez de situarse encima, se arrodillaron en el suelo y, una a cada lado, se pusieron a chuparle los pies. Vio que el pene comenzaba a recuperar la rigidez, todavía morcillón pero moviéndose visiblemente hacia la plenitud. Cuando las dos mujeres llegaron con sus labios a las caderas, la erección era de nuevo completa y en unos instantes llegó a ser aún más vigorosa que la de antes, más férrea; ellas siguieron avanzando hacia arriba sin tocar ni prestar atención al pene, y ahora, además de lamer, le daban suaves mordisquitos por el pecho, los costados, las axilas y el cuello. La de la izquierda le mordió los labios y lo besó de tal manera, que intuyó que podía absorber todo su interior, mientras la de la derecha le mordía un pezoncillo y le apretaba el otro delicadamente con la mano. Abandonado al delirio de tales caricias, no advirtió que la primera había vuelto a subirse a la cama y de nuevo se produjo la penetración; en vez del dulce de algodón de la primera vez, lo que sentía ahora se parecía más a pulpa de fruta, cálida pero exquisitamente blanda y acariciadora. Sentía la presión, pero no opresión. Sentía placer, pero no apremio. Se movía con la misma lentitud y levedad, pero cada una de las acometidas de su vulva se extendía en oleadas electrizantes que le alcanzaban hasta las uñas de los pies y el pelo. Curiosamente, sentía por separado los tres placeres: El que le proporcionaba la que estaba penetrando, el del beso y el del mordisco en el pecho. Sintió algo más; una lengua le lamía el cuello y la nuca, pero no tenía ni idea de en qué momento habría entrado la cuarta mujer, ni siquiera sabía qué ropa llevaba, el color de su cabellera ni su aspecto.
El placer alcanzaba todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, los hombros, las yemas de los dedos, la punta de la nariz, las rodillas, los tobillos y la planta de los pies; un placer tan definitivo, que no sólo no le urgía alcanzar el orgasmo sino que ansiaba que pudiera retardarse eternamente.
Comprendió que tal cosa era imposible cuando empezó a sonar en su cabeza una especia de melodía escuchada en un prado, lejana, interpretada por un caramillo. La intensidad del sonido fue aumentando y se convirtió primero en música de violines, a los que después se sumó un piano y, más tarde, era un enorme órgano de catedral que hacía vibrar las paredes y, al añadirse las campanas que tocaban a gloria, volvió a funcionar el surtidor, un géiser tan impetuoso, que tenía, por fuerza, que haber llegado a lo más profundo de las entrañas femeninas. El semen se mezcló con la pulpa de fruta, componiendo una masa gelatinosa y cálida que al deslizarse y caer por toda la longitud del pene era como si lo acariciaran millones de suavísimas plumas.
Ahora se habían puesto las cuatro de pie, dos a cada lado de la cama. Sonreían con la misma placidez que la primera tras el orgasmo anterior, y todas parecían comprender e interpretar sin ningún género de dudas el alboroto de las moléculas de su sangre. Notó que entraban más personas y, por un momento, sintió angustia. Tres nuevas mujeres, cubiertas de túnicas de satén blanco, y dos hombres, éstos completamente desnudos. No deseaba que hubiera hombres en la habitación, mas ello ignoraron su presencia en la cama. Se parecían a los actores de las películas de romanos, no tenían vello en el cuerpo, ninguno, ni en el pecho ni en los brazos, ni en las piernas, y su pelo colgaba en guedejas amarillas onduladas. Tomaron a dos de las nuevas mujeres, les arrancaron a jirones las túnicas y las penetraron de pie, instantáneamente, obligándolas a apoyarse contra la pared. La tercera de las recién llegadas, se aproximó hasta él, se izó en la cama, le forzó a alzar los hombros casi hasta quedar sentado y se introdujo en el espacio resultante, obligándolo a echarse de nuevo, ahora sobre su regazo. Inclinó el torso hacia su cara, ofreciéndole los pechos para que él los lamiera.
Los dos hombres comprimían con demasiada violencia sus glúteos, el movimiento de sus caderas era casi brutal, de manera que las dos mujeres levitaban entre ellos y la pared, elevándose a cada acometida, pero sin quejarse. Todo ocurría en un silencio extraño. Los pechos llegaron a presionar sobre su rostro y dejó de ver tanto a las dos parejas como a las cuatro mujeres que continuaban de pie a ambos lados de la cama. Cegado por la extraordinariamente cálida masa de carne, ahora ya no era capaz de entender lo que ocurría. Sentía bocas múltiples sobre el escroto, sobre el pene, que, increíblemente, estaba aún más rígido que las otras dos veces; sobre el vientre, entre las piernas, en el ombligo. Parecían cientos de bocas las que besaban, chupaban y mordían las piernas, los muslos, los brazos, los músculos dorsales, el pecho. Las lenguas que se agitaban dentro de sus orejas podían hacerle perder la razón; ambas bocas abandonaron las orejas para lamerle el cuello y morderle, mientras otra boca lo besaba introduciendo la lengua casi hasta la garganta. Sentía ahogo sin ahogarse. Sus estertores no eran de sufrimiento, sino de arrebato intergaláctico. Perdió la noción de lo que estaba arriba y abajo, ni siquiera sentía la presión de su cuerpo contra la sábana, porque le parecía estar suspendido en el espacio, y la fuerza que le hacía levitar era la succión de las bocas, una de las cuales se tragó el pene. La inmersión fue tan repentina y tan profunda, que sintió los labios de esa boca jugar y aprisionar el vello púbico.
Sí, de alguna manera, las cinco mujeres le sostenían en el aire, aunque no fuera capaz de sentir las manos que sujetaban y alzaban sus miembros, porque su atención estaba completamente obnubilada por la caricia profusa y múltiple de los labios. Ahora ya sentía las bocas incluso en los glúteos y en la espalda, sin dejar de sentirlas en la cara, el cuello, el pecho, el escroto y el pene. Tras los párpados cerrados, vio una luz que fulguraba lejana y que se iba aproximando muy lentamente. El resplandor no cegaba, pero la luz era la más intensa que había contemplado jamás, como si fuese capaz de mirar cara a cara al sol. Sabía que esa luz iba a acompañar el estallido de semen, que sentía avanzar a través de todas las terminales nerviosas, y sabía también que el surtidor alcanzaría tal fuerza, que podía llegar al techo. Pero se retardaba, iba a demorar minutos, tal vez horas, un tiempo sublime transcurrido el cual se desintegraría su cuerpo, porque era imposible que nadie pudiera sobrevivir a tanto placer.
Avanzaba la luz y, ahora, sentía juguetear una lengua en su ano, como hiciera aquel travesti con el cual le gastó el Cañita la peor broma que recordaba. Simultáneamente, dos bocas degustaban cada uno de sus testículos y otra succionaba el bálano como si se tratara de un tornado. Quiso gritar, rogarles que le permitieran llegar al estallido de la luz, pero tenía la boca ocluída por otra lengua y otras dos bocas mordíam con fuerza sus tetillas mientras otra más le mordía el ombligo.
"Parad, por favor, o llevadme a la gloria de una vez"
Entonces, ocurrió. Primero fue un remolino de estrellas de colores sobre la luz que avanzaba. A continuación, cada una de las estrellas estalló en puntos pirotécnicos. Siguió la explosión de una supernova que lo cegó completamente, aunque estuviera con los ojos cerrados.
En ese instante, comprendió que se encontraba suspendido en el aire sin la ayuda de las cinco mujeres. Efectivamente, flotaba, con los pies y la cabeza un poco caídos y las caderas emergidas, alzadas hacia un punto del infinito donde alguna fuerza sobrenatural había concentrado todo el placer del universo. El estallido de la supernova resultó insignificante, comparado con la prodigiosa cascada de semen que flotó en el vacío y se alzó como si no existiera gravedad.
No se agotaba. Fluí a y fluía, el surtidor blanco se elevaba hacia alturas incomprensibles y volvía a caer sobre su vientre con abandono ingrávido. Era tan definitivo el placer, que ahora rugió. Fue un bramido mucho más intenso que el de un toro, como el de cien toros, que resonó en ecos pasillo adelante, más allá de la puerta.
Fue su propia voz lo que le hizo despertar. Repentinamente a oscuras, no comprendió lo que sucedía, pero las convulsiones que todavían agitaban su vientre le hicieron volver a la realidad. Pulsó el interruptor de la luz. El semen de doce días de ayuno empegostaba la sábana, las piernas, las manos y formaba una especie de laguna en su ombligo que abarcaba buena parte del vientre.
Sin poderlo evitar, soltó una carcajada.
Se escucharon carreras en el pasillo y, a continuación, sonaron golpes apremiantes en la puerta y la voz del Cañita:
-Niño, abre, ¿qué te pasa?
Omar asomó únicamente la cabeza para asegurarse de que el apoderado estaba solo, ya que le parecía haber escuchado las carreras de varias personas en dirección a su habitación.
-¿Qué te ha pasao, por qué has gritao de esa manera?
-Un sueño namás, don Manuel. Y dése usted cuenta si no era verdad lo que le había dicho del ayuno de doce días. Mire.
Señaló su vientre y sus mulos bañados de semen, descolgándose en gotas copiosas que caían sobre la moqueta.
-¡Osú, niño! Tú no eres un hombre, eres el milagro del maná en el Sinaí.

jueves, 19 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA.. XXIV Oropel


XXIV – Oropel

Era un manojo de nervios lo que ocupaba el traje de luces tabaco y oro. Todavía en el patio, antes del paseíllo, Omar Candela no paraba de rezar avemarías y santiguarse. No sólo devolverían el novillo vivo a los corrales, sino que él iba a salir de la plaza con los pies por delante. ¿Cómo podía torear con el ánimo más negro que un grajo? Si no fuera porque saldría de la plaza entre entre dos policías, se negaría a hacer el paseíllo.
Cuando dieron la señal de que el alguacil estaba preparado, formó con los otros dos novilleros a la cabeza de las cuadrillas con temblores en las piernas y andares vacilantes. Tras el primer paso sobre el albero, le pareció que la plaza era tan grande como el mundo. Había media entrada, pero para sus sentidos era como si los ojos de toda la Humanidad estuvieran observándolo, severos e inquisidores. Sentía el impulso de bajarse la montera, de manera que le embozara el llanto. Entonces, cuatro brazos femeninos alzados, agitándose con vigorosos aspavientos, llamaron su atención. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se sorbió los mocos y trató de enfocar la vista distorsionada por las gotas saladas. ¡Eran Marisa y su tía! ¡¡Y al lado, el Cañita!! Recrudeció el llanto, pero el negro de su ánimo se había vuelto luz.

Esa mañana, durante el sorteo, había tenido suerte. El novillo que le tocaba en primer lugar era noblote y podía tener buena lidia si no lo malograba con su falta de experiencia. Mientras lo miraba siete horas antes, pensaba sólo en la pena que iba a ser que se desaprovechara. Ahora, decidió empeñar los cinco sentidos en que fuese el mejor toro de su vida. Lo recibió a porta gayola con una larga cambiada de rodillas que puso inmediatamente a la plaza en pie, con un alarido más angustiado que apreciativo. Los tres capotazos que dio a continuación bastaron para que las aclamaciones se escucharan en Cártama. Permitió que sus compañeros disfrutaran sus quites, porque el toro era una perita en dulce, pero clavó en el mismísimo centro del cerviguillo los tres pares de banderillas.
Cuando sonó el clarín, se quitó la montera. Sabía que la tradición obligaba a un debutante a brindar al público, pero eso podía hacerlo también en el segundo. Montera en mano y con la cabeza gacha, se acercó al tendido donde el Cañita acompañaba a las vallisoletanas. Se subió al estribo y adoptó una postura muy humilde para decir en dirección a Manuel Rodríguez:
-Yo era un niño, y llegó usted pa convertirme en hombre. Yo era una mierda, y llegó usted pa que sirviera pa algo. Yo no sabía ni donde tenía la jeta, y llegó usted y tuvo la paciencia de bregar con el pedazo de penco que yo soy. Le juro por mi sangre que usted es mi padre y mi dios. Va por usted, don Manuel.
Cuando el Cañita recogió la montera al vuelo, la besó.
Dos orejas y rabo, el primero de su vida. Y tres vueltas al ruedo. Ensordecedores aplausos y, de nuevo, un empinamiento mientras corría ante los tendidos. Y el Cañita que bajó al callejón a abrazarle sin para de exclamar elogios, aunque le dijo sin soltar el abrazo:
-Te cortaré la polla si lo vuelves a hacer.
-Le juro...
-No jures, chiquillo; tú haz las cosas como un hombre. Y ahora, tienes que componer el patinazo que acabas de cometer.
-¿Qué quiere usted decir?
-Esas dos mujeres han venido de Valladolid expresamente a verte, y ni las has mirado.
-¡Coño! No me acordaba. Ni las vi.
El Cañita sonrió. Sabía cuál había sido la razón de la ceguera.
-Pues bríndales tu segundo.
-¿No tengo que brindarlo al público?
-Sí. Pero, primero, vas y se lo brindas a las dos sin darles la montera y, luego, lo brindas al público en el centro de la plaza, y ten cuidado de que la montera caiga bien, pa abajo, que no puedes meterle el malbajío a la tarde que has empezao tan bien. ¿Has estao en ayunas de coño las últimas cuarenta y ocho horas?
-¿Cuarenta y ocho horas? ¡Desde el lunes de la semana pasá, doce días! Y, sabe usted, tenía tanto cabreo, que ni me he acordao.
El Cañita reprimió su impulso de entrar también en confidencias; no podía corresponder el relato con el de su visita a la clínica y los consejos del médico. Sonrió, amagando un puñetazo en la barbilla del joven.
-Pues acuérdate de agradecer a esas muchachas el esfuerzo -tras una pausa, añadió: -¿Sabes una cosa, niño? Venir aquí ha sido una prueba. Si llegas a rajarte y no apareces, jamás en la vida habrías vuelto a verme el poquillo de pelo que me queda.

miércoles, 18 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXIII bronca


XXIII – Bronca

Dos días antes de la novillada de Colmenar Viejo, Omar decidió ir a la playa, a ver si la brisa del mar y el calor le reanimaban, porque anticipaba que el fracaso de esa lidia iba a ser sonado, dado que había perdido no sólo el impulso sexual, sino las ganas de comer, que ya era decir.
Eligió la playa que había ante el edificio donde vivía el Cañita, a ver si tenía la buena fortuna de que le viera y se compadecía de él. Tomó un par de baños, retozando sólo un poco, porque nunca se había atrevido a nadar mucho rato donde no se hacía pie. Permaneció la mayor parte del día echado en la toalla boca abajo, acechando la puerta de Manolo Rodríguez. En ningún momento lo vio salir ni entrar. Al anochecer, cayó en la cuenta de que no había comido a lo largo del día y, lo más grave, continuaba sin sentir hambre. Y más grave aún, en todo el día no había tenido una sola erección a pesar de las numerosas muchachas que tomaban el sol en topless. Estaba perdido. El sueño del toreo había terminado.
Cansinamente y cabizbajo, tomó el autobús de vuelta a Cártama.
-¿Has ido a verlo? -preguntó su madre.
-No. Bueno, sí, pero creo que no estaba.
-¿Lo llamo yo?
-Ha terminao, mamá. No quiere ni verme.
-¿Cuándo vas a contarme lo que le hiciste?
-Yo no hice ná. Es que...
-¡Que no hiciste ná!. ¡¡Que no hiciste ná!!. Como si yo no te conociera. Don Manuel ha sido un santo pa ti, y ahora me dices que, por las buenas, se ha convertido en un demonio. ¿Qué le habrás hecho?
-Ná, mamá. Sólo que yo...
Sin añadir nada, la madre marcó el número de teléfono del Cañita. No obtuvo contestación.
-¿No tiene móvil don Manuel?
-Sí, pero casi siempre lo lleva apagao.
-Dame el número.
Lo marcó y tampoco hubo respuesta. Dejó un mensaje:
-Don Manuel, soy Carmen, la madre de Omar. Que, mire usted, yo estoy la mar de preocupá, porque el niño no me come, casi ni habla y está de un enmorecío que da pena verlo. Yo no sé qué estropicio le habrá hecho a usted, pero sea lo que sea, estoy segura de que ya está arrepentido. Se lo juro por la Virgen de los Remedios. Hombre, haga el favor de hablar por lo menos conmigo. El niño está más triste que un entierro y yo, ¿qué quiere usted que le diga?; sé que se habrá ganao esto, porque hay que ver lo sieso que es mi niño a veces, pero, mire, don Manuel...
Se echó a llorar y cortó la comunicación.
El padre, ocupado en la finquita que tenía a medias con su hermano, no podía acompañarlo a Colmenar Viejo y fue la madre la que decidió que viajaría con él. Cuando Omar se sentó en el Talgo 200 tras colocar la bolsa con el vestido y los trastes en el portamaletas, sabía que la novillada de Colmenar Viejo sería la última. Otra vez devolverían vivos los toros al corral y jamás querría nadie del toreo tener nada que ver con él.
-¿Qué le hiciste? -preguntó Carmen por enésima vez en los últimos nueve días.
-Namás que...
-¿Qué?
-Ná.
-Si no eres lo bastante hombre pa decir las cosas claras, no sé cómo tienes el valor de creerte que puedes ponerte delante de un toro.
-Es que...
-Mira, niño, dímelo de una vez, o...
-Cogí una enfermedad de ésas...
-¡Te voy a matar! ¿Quién te la pegó?
-Unas guiris, en la playa de Ibiza.
-¿Más de una? ¡Niño!, pero tú qué te has creído...
-No me puse eso... y...
Sin mediar palabra. Omar recibió cuatro bofetadas. Encendido, agachó la cabeza.
-¿Todavía lo tienes?
-No; ya se me ha pasao. El Cañita me llevó al médico y las inyecciones que me dio me lo quitaron en dos o tres días.
-¡Con razón! Todavía, encima se gastó el dinero en llevarte a un médico... y seguro que era de los caros. Lo que tenía que haber hecho don Manuel es dejar que te pudrieras vivo. ¡Eres un mamarracho, niño! ¡Ya verás la que te va a dar cuando se lo cuente a tu padre...!
-No, mamá, por favor...
Llegados al modesto hotel situado frente a la estación, la madre se sentó junto al teléfono. Estuvo marcando el número del Cañita durante cinco horas, cada diez o quince minutos, y nunca respondió.
-Hay que ver la negación que eres, niño. Ese hombre debe de estar pasándolo fatal, y a ver si no le habrá dado algo. Capaz que está en el hospital, y sería por culpa de los disgustos que tú le das.
Omar hizo un puchero y, sin poder aguantarlo más, se echó boca abajo en la cama, llorando entre hipidos, tan desconsolado y agitado como cuando era niño.
-Eso, ahora, llora. Está visto que no tienes... ¡eso!
-Yo... no creía que... se iba a dar cuenta...
-Pero, majareta de mierda, ¿no has pensao que no se trata de que no se dé cuenta?, que la cosa es que no hagas lo que no tienes que hacer. Ese hombre te ha tratao mejor... que tu propio padre. Tó un año aguantándote, tó un año consintiéndote... ¿A que no te ha puesto la mano encima?
-¿Pegarme? ¡Qué va! A ver.
-Pues que sepas que yo le he dicho un montón de veces que, de vez en cuando, te diera un guantazo, porque sé de más lo vaina que tú eres, que no sé cómo puede caber tanta chalaúra en un corpachón tan grande. Y el hombre, ha tenío la prudencia de no pegarte. Yo en su lugar...
-Mamá -suplicó Omar llorando a lágrima viva-, yo no quiero torear mañana...
-¿Ahora vienes con ésas? ¿Qué quieres, que encima tengamos que pagar la multa? Aunque tenga que llevarte a punta de pistola, tú toreas mañana, ¡como que me llamo Carmen!
Omar se giró en la cama, quedando el posición fetal; fingió que dormía para que su madre no continuara mortificándolo. Todavía escuchó muchas veces cómo, en susurros, continuaba ella intentando localizar al Cañita por teléfono. Poco a poco, insensiblemente, y agotado por el llanto silencioso, fue quedándose dormido.
El Cañita estaba allí, en la orilla de la playa que había bajo su casa, con los pantalones arremangados para que no se le mojaran en el rebalaje. Vaya, menos mal; le sonreía.
-Soy un sieso, don Manuel.
-No lo sabes tú bien.
-Tengo tan mala pipa, que no sé cómo me aguanta usted.
-Pues mira, ya que lo dices, sí que eres un poquillo malapipa. Pero, ¿qué quieres que te diga?; te he cogío voluntad.
-Me gustaría que mi padre fuera como usted.
-Si yo fuera tu padre, ya te habría vuelto la cara del revés a bofetás.
Aunque el viejo forzaba una expresión severa, sabía el muchacho que era fingida y que, en el fondo, sonreía. También sonreía el sol, que caía sobre sus hombros como un manto de tisú dorado, porque la confianza incondicional del Cañita le ungía como soberano de los ruedos, un número uno como Dominguín en sus buenos tiempos. En una punta de la bahía, allá por El Palo, las colinas se difuminaban por la calima húmeda como un espejismo y, en la otra, la blanca Farola parecía a punto de marcarse unos pasos de verdiales. Todo en el panorama sugería la placidez que estaba inoculándose en su espíritu, una placidez nacida de la seguridad de que ese hombre todopoderoso sería perpetuamente su amparo. Podía confiar en él, jamás le abandonaría. Gracias a él, ascendería la escalera por la que se alcanzaba el paraíso donde vivían los hombres que escapaban de la mediocridad. Sin él, si don Manuel no hubiera tenido la ocurrencia de asistir a aquella boda celebrada con una capea donde tuvo la fortuna de conocerlo, su destino hubiera sido el de un campesino torpe, sin ambiciones ni consciencia de sus posibilidades.
-¿De verdad cree usted que voy a ser figura?
-Pudiera ser, pero no quiero que sueñes imposibles, porque luego llega el tercio de despertares y puedes encontrar inesperadamente cerrada la puerta de los chiqueros y quedarte sin dientes del topetazo.
-No me gustaría que se llevara usted una decepción conmigo.
-De ti depende.
-Es que... si usted me echara, estaría más perdío que el virgo de la Bernarda.
El Cañita sonrió.
-Mira, Omarito, ya eres casi un hombre, y de aquí a un cuarto de hora ya no vas a necesitar a un viejo como yo para nada.
-¡Qué va, don Manuel! Siempre me hará falta su sabiduría.
Cuando Omar descubrió que no estaba en la playa, sino en la modesta cama del hotel, suspiró sonoramente y volvió a llorar. Contuvo los gemidos y giró el cuello para contemplar a su madre en la cama vecina. Dormía con los labios fruncidos. ¿Qué iba a hacer esa tarde, en Colmenar Viejo, sin el blindaje que representaban las palabras que le gritaba el Cañita desde el burladero?

martes, 17 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 18ª Entrega



XXII – Montera

Manuel Rodríguez miró al médico con aprensión. Sobre la bata verde, cuyo reflejo reforzaba su cutis cetrino, la expresión del facultativo Gilberto Estrada pretendía ser insondable, pero el Cañita supo reconocer la preocupación que subyacía bajo su impenetrabilidad.
-¿Es grave? -preguntó.
-Mira, Manolo, ya te he advertido un pilón de veces que no estás pa esos trotes, que los dos sabemos que el mundo del toro es una guerra sin cuartel. Como no me haces ni puto caso, ¿qué más quieres que te diga?
-¿Voy a morirme?
-Joé, no exageres, hombre. Tienes que dejar la historia esa del torero imposible de Cártama, que me han dicho que es un completo soplapollas y un cobarde que no consigue más que hacerte perder la paciencia. Con el corazón no se juega, Manolo. Desde la muerte de tu mujer, has hecho tó lo contrario de lo que debe hacer un hombre que enviuda a tu edad. En vez de dedicarte a poner remedio a la soledad y a vivir tranquilo, te metes en maratones que sólo puede correr gente más joven que tú. Si quieres que te sea sincero, y perdóname si soy un poco bruto, lo que tienes es que gastar toda esa energía en follar más y preocuparte menos. O sea, búscate una buena mujer que te mime y te ponga la casa y la vida de punto en blanco, y déjate de esas majaretás de los toros, que sólo te da disgustos.
-Estás eludiendo responderme, Gilberto.
-No es tan grave, Manolo, pero puede serlo si sigues como hasta ahora. Sólo tienes una ligera obstrucción de válvulas, pero la cosa puede ir a más. No se te ocurra fumar ni un cigarrillo y deja a... ¿cómo se llama?
-Omar Candela.
-Pues eso. Deja a Omar Candela que se las componga por su cuenta y tú, al avío. El sexo da muchas más energías de las que hay que gastar pa practicarlo. Dale de lado a ese mundo de Vitos Corleones que es el toreo, y ponte el mundo por montera. O sea, a disfrutar.
-Ya no lo apodero.
-¿Has dejao al cartameño? Estupendo. Entonces, ya estás en el buen camino.
-Álvaro García me aconsejó hace poco que hiciera un crucero.
-¡Esa es muy buena idea! Un crucero por el Mediterráneo es el mejor medicamento. Pero no vayas solo. Si no tienes a quien invitar, mira si una... en fin, una prostituta que pudieras convencer de ir contigo...
-También me dijo Álvaro eso mismo.
-Es que, como es boticario, sabe mucho de medicina. Haznos caso, Manolo, y gasta los cuartos en lo que te conviene, no en esa tontería asesina de los toros.
-¿Seguro que no va a darme un infarto?
-Todavía no. Pero te falta el canto de un duro.
Tras abandonar la clínica, El Cañita vagó durante horas por la ciudad. ¡Qué complicado era el corazón! Por un lado, tenía ganas de correr al tentadero, porque sabía que, a esas horas, estaba Omar entrenando sin el toro de mimbre; pero, por otro lado, reconocía que sería una insensatez. Se paró ante el escaparate de una agencia de viajes. Un hermoso cartel anunciaba un crucero por el Mediterráneo Oriental; Dubrovnik, las islas griegas, Tierra Santa, Alejandría... Sí, sería muy feliz en tales lugares, y más si le acompañaba alguna gachí de esas que todavía conseguían exaltarle la líbido, aunque no tanto como la sargenta de Valladolid. Llenarse los ojos de los hermosos panoramas de los lugares más míticos de la Historia aliviaría su corazón.

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 17ª Entrega



XXI – Enfermería

Había estado muy bien en la novillada de Ibiza y razonablemente bien en Játiva, pero el Cañita continuaba enojado. No había querido, como le prometiera, permanecer un par de días en Madrid ni tampoco lo llevó el lunes a la barra americana y mantenía desde el sábado una expresión severa bajo la que el novillero notaba que contenía las ganas de estallar con reproches cada vez que Omar cometía algún fallo en el tentadero. Había terminado el entrenamiento del miércoles y el novillero se sentía miserable, porque el enfado era el más prolongado que recordaba, y el desdén y el tono cortante con que Manolo lo trataba le hacían sentir inseguro.
Luego de ducharse, salió cabizbajo en busca de su apoderado, suponiendo que no le habría esperado, como hiciera el lunes, obligándole a volver a su casa andando. Pero el Cañita se encontraba medio sentado en el capó del coche y su expresión no era ya tan hosca como el resto de la tarde, seguramente a causa de que había rematado los ejercicios con dos bonitos afarolaos sobre el toro de mimbre, pases que había celebrado con dos olés involuntarios. Ello le dio valor para preguntarle:
-¿Por qué será que me escuece al orinar, don Manuel?
-¡Coño! ¡Así que ni siquiera tuviste el cuidao de ponerte un condón! Te voy a partir la cabeza.
-¡Qué he hecho ahora, joé!
-¡Tienes gonorrea, leche! Vamos ahora mismo a Málaga.
Pasó todo el viaje refunfuñando, con el enfado reverdecido.
-Te está bien empleao, pa que aprendas. Ahora, a ver si te quitan pronto esa porquería y no tenemos que suspender la novillá de Colmenar Viejo. Te partiría la cara, si no fuera porque ya me has costao demasiao caro y no quiero cargar con los trastos rotos.
-¡Joé, don Manuel, yo no tengo la culpa!
-¡Que no tienes la culpa! -bramó el apoderado-. ¿Es que no te lo tengo advertido? Nunca folles sin condón, ¡mierda!, y nunca lo hagas menos de cuarenta y ocho horas antes de una corría. ¿Sabes lo que te digo, niño? Me parece que voy a mandarte a tomar por culo. ¡Ya me tienes harto!
-¡Don Manuel...! -gimió Omar.
-¡El sida es lo que acabarás cogiendo, con esa picha loca que tienes!
El diagnóstico del médico contribuyó a rebajar la tensión. Tenía unas décimas de fiebre, que Omar no había advertido a causa de su preocupación por el malhumor del Cañita, pero habían abortado el mal a tiempo y bastarían tres inyecciones para dejarlo nuevo. Tras el pinchazo, ante el que el novillero se comportó con las quejas y el miedo propio de un niño, Manolo Rodríguez lo precedió hasta una cafetería. Sin hablar, le señaló una silla con expresión altanera. Una vez que ordenaron sus pedidos al camarero, el Cañita apretó los labios y dijo con tono muy seco:
-Mira, Omar, hasta aquí hemos llegao. Yo ya estoy mu mayor pa aguantar tus cosas.
El joven bajó la cabeza. Sentía ganas de llorar, pero trató de que no se le notasen. Murmuró:
-¿Y qué hacemos con las novillás que están en firme?
-Haz lo que te dé la gana. A mí no me necesitas pa ir a esos sitios. Es poco lo que pagan, pero puedes salir ras con ras.
-Pero sin usted...
-¡Eso es lo que hay! No quiero morir de un infarto.
-Sin usted... -insistió.
En el fondo del pecho, el Cañita sentía piedad por el joven, pero verdaderamente había agotado su paciencia. Trataba de no recordar el miedo que pasó durante la faena de Ibiza, con el corazón encogido por la convicción de que el novillo percibiría el olor de las vaginas nórdicas. Luego, en Játiva, había tenido palpitaciones toda la tarde, y hubo un momento en que, al recibir Omar un achuchón del bicho durante la faena de muleta, sintió que iba a darle un infarto. Sí, había pasado el sábado y el domingo con los síntomás que precedían los infartos, según lo que le contaban sus amigos del Club Taurino; adormecimiento de la mano, dolor en el hombro, calambres en la pierna izquierda. Al niño empezaban a crecerle las alas y, con suerte, podría volar solo y él no tenía ninguna obligación de exponerse a morir. Pagó las consumiciones y abandonó la cafetería sin despedirse del muchacho, arrastrando los pies y, de nuevo, con el hombro aguijoneado por el dolor. Omar lo observó a través de la cristalera mientras se alejaba; caminaba con los hombros abatidos, la cabeza gacha y andares vacilantes; ignoraba por qué, pero comprendió que la ruptura era definitiva y no tenía arreglo. No podría disuadirlo robándole un abrazo. Todo había terminado.
Los ocho días que siguieron fueron el mayor tormento que Omar había conocido en su vida. A diario le decía su madre que fuera a pedirle perdón a Manuel Rodríguez, aunque no le había contado el motivo del disgusto, pero siempre se negó, porque las cosas habían quedado más claras que nunca. De repente, la compulsión erótica presentaba tanto decaimiento como su humor. Le asombraba inventariar los días que llevaba sin encuentros sexuales, admirado de poder resistirlo y de no sentir ganas de masturbarse, ni siquiera con las telarañas del sueño al amanecer. El dueño del cortijo le permitía entrar en el tentadero, pero ya no había quien pagase al peón, así que no podía entrenar con el toro de mimbre y sólo trataba desmañadamente de dibujar posturas con el capote y la muleta.
Los síntomas de la gonorrea habían desaparecido. Dispuesto a no volver a cogerla jamás, puso condones en todos los bolsillos de sus pantalones y camisas.

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 16ª Entrega


XX - Mano a mano

Cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto de Ibiza a primera hora de la mañana del viernes, porque la superstición del Cañita le hacía negarse a volar el mismo día que toreaba si podía evitarlo, Omar Candela volvió a preguntar por Marisa.
-No, niño, ¿no te lo he contao ya dos millones de veces? Dice Isabel que no quiere ni que te mienten.
-¿Cuándo es la novillá de Colmenar Viejo?
-Dentro de dos semanas.
-¿Irán ellas?
-Isabel cree que ni siquiera ella puede. Le pilla demasiao a trasmano.
-¡Joé!
-Olvídate de esa niña, Omarito. Con ella, tó te vino atravesao desde el principio.
-¡No puedo, don Manuel! Yo quiero no acordarme de ella, pero estoy cabreao, tengo que vengarme por la hijaputá que me hizo.
El apoderado observó a su pupilo con preocupación e ironía a un tiempo. Necesitaba hacerle pensar en otras cosas.
-Mira, Omarito; nuestro vuelo pa Valencia no sale hasta el domigo a mediodía, así que mañana noche nos hartaremos de reír con la vida nocturna de Ibiza, que dicen que es una pasá. Pero ná de folleteo, ¿eh?, que toreas el domingo en Játiva. El lunes, en vez de volver directamente a Málaga, nos quedamos un par de diítas en Madrid. Te voy a llevar a unos cuantos sitios donde hay unas gachís que vas a alucinar.
-Sí, don Manuel, tó eso está mu bien. Pero yo quiero una niña de mi edad y que no cobre. Ya me jartan las prostitutas.
-Pues no te quejarás, hijo; donde llegas, pones la pica. Anda que no te salen tías que quieren hacerlo contigo gratis.
-Pero no son muchachas, don Manuel.
-No te comprendo, Omar. ¿No habías dicho que querías ser como don Juan Tenorio?
-Sí. Pero también él acabó embobao con una chiquilla decente, ¿no?
El Cañita reflexionó. El chico estaba madurando. Pasado el primer deslumbramiento, el lógico de todo muchacho tan joven que se encontrara repentinamente admirado por multitudes, comenzaba a descubrir que junto a la pasión estaban también los sentimientos, como correspondía a un joven de su edad. ¿Qué podía hacer para ayudarle? Ciertamente, era una cuestión que no estaba en su mano resolver.
La habitación del hotel disponía de una pintoresca vista sobre el pequeño puerto y la ciudadela. Omar permaneció más de una hora apoyado en el alféizar de la ventana, con aire melancólico.
-¡Vaya novedad! -bromeó el Cañita-. ¿No te apetece salir?
-¿Pa qué? Si en cuanto viera alguna que me hiciera cosquillas en la vista, tendría ganas de llevármela al catre, y usted me lo ha prohibío.
-Mira, Omarito. Mentalízate. Has echao esta semana, que yo sepa, lo menos diez polvos. ¿Es que no puedes darte un respiro?
-Yo sí, pero ésta no -respondió Omar señalando su bragueta- No lo puedo evitar, don Manuel. Ésta es una rebelde.
El apoderado sonrió.
-Pero no puedes quedarte tó el santo día encerrao en la habitación, niño. Por lo menos, vamos a conocer un poco tó esto, que dicen que es mu bonito, por eso vienen tantos turistas. Si quieres, te llevo en un taxi a la playa y nadas un poco.
-¿No estará el agua fría?
-No, hombre, estamos a primeros de junio. De tós modos, por lo menos tomarías un poquillo de sol.
-¿Más? Me paso tó el día al sol en el tentaero.
-No es lo mismo, Omarito. Sienta muy bien a la salud y a los nervios el sol con el salitre. Hala. Vamos a la playa.
Cuando bajaban el terraplén que conducía a la hermosa y recoleta playa, el Cañita se dijo que el taxista era un cachondo de cuidado. ¡Los había llevado a una playa nudista!, y según lo acordado, el taxi no volvería hasta dentro de tres horas. La mayoría eran hombres, pero había las suficientes mujeres en pelotas como para que el niño se pusiera a cien.
-Lo he pensao mejor, Omarito.Vamos dando un paseíto hasta ese hotel que hemos visto al pasar, tomamos algo y llamamos a un taxi.
-No, don Manuel. Esta playa me mola una pechá.
-No me extraña, pero mira que no hay ni siquiera un chiringuito. Yo tengo mis años, y no me voy a quedar tres horas al sol a pique de que me dé un síncope.
-Mire, don Manuel, allí hay un montón de pinos. Vaya usted a echarse bajo un árbol y espere a que me dé un bañito, uno namás, ¿eh? Le sentará mu bien un descansillo con la brisa del mar.
Estaba en plan lisonjero, lo cual revelaba con claridad lo que se le pasaba por la cabeza, pero el apoderado vio que se iba a poner de morros si también le privaba del caramelo visual. Total, en una playa, con toda aquella gente, no había peligro de que el niño metiera lo que no se puede meter antes de torear. Las pocas veces que Omar había estado en la playa desde que tenía hechuras de adulto, usaba el mismo bañador: una holgada bermuda bajo la que se ponía un calzón muy apretado, para no sentirse en evidencia cuando tenía erecciones, que era siempre. Con tal indumentaria, notó que le miraban con hostilidad, puesto que no había nadie a la vista con siquiera un bikini. Comprendió lo que las expresiones significaban; creían que iba de mirón. Notó que las personas que había más cerca de donde extendió la toalla se alejaban como si fuera un apestado. Dudó unos minutos, porque le ruborizaba la idea de exhibirse desnudo, pero, al fin, se quitó el bañador.
Fue como un toque a rebato. De repente, todo el mundo parecía tener algo que hacer en sus proximidades, principalmente los hombres. Pasaban por delante y por detrás de él, hacían como que buscaban algo, se detenían a pocos pasos y lo contemplaban unos con más descaro que otros. En cuando fue una mujer quien lo hizo, ocurrió lo que era inevitable que ocurriera; se había parado entre su toalla y el rebalaje, mirándolo con franqueza, al principio con una sonrisa simpática en los ojos que se trocó en una chispa de admiración cuando advirtió que la mirada ejercía alguna clase de poder telekinésico, porque el pene se alzó pesadamente hasta la vertical en un recorrido que pareció una secuencia animada de cine en cámara rápida. Quedó erguido, sacudido por las vibraciones del torrente de sangre que lo iba rellenando más y más y, en vez de tratar de esconderlo, como solía, Omar extendió y abrió un poco más las piernas para que el obelisco pudiera ser contemplado sin trabas. Ella sonrió gozosamente, como si acabase de descubrir un tesoro insólito en aquel lugar, un tesoro que llevase millares de años buscando, un diamante emergido de la arena donde sólo hubiera guijarros. Omar examinó el moñito rubio del pubis, las kilométricas piernas, la cintura juvenil y el ombligo como una rosa de pitiminí que pedía urgentemente un beso, y devolvió la sonris. La muchacha no necesitó más. Se sentó a su lado.
-¡Hello! -dijo.
Tenía, como la noruega de Torre del Mar, aspecto de nórdica, pero su cuerpo era mucho más estilizado aunque poseía unos pechos redondos como pelotas que parecían haber encolado sobre la piel. No era muy guapa, sus labios eran vulgares y su nariz demasiado porruda, pero el conjunto resultaba atractivo, gracias, sobre todo, a la melena de color de oro que le cubría media espalda.
-No eres española, ¿verdad? -preguntó Omar, como si la respuesta no fuese obvia.
-I don't understand.
Lo que faltaba. Bueno, a fin de cuentas, ¿quién necesitaba hablar?
-Me, Greta.
-Mucho gusto. Yo me llamo Omar. O...mar -repitió, golpeándose el pecho.
-¿Creme? -preguntó Greta, agitando la mano en su hombro.
-¿Bronceador? No, no tengo.
-I have. Wait.
La muchacha se alzó y corrió hacia un grupo de toallas extedidas a unos veinte metros de distancia, ocupadas por tres hombres y una mujer. Greta volvió con el tubo de crema y con la otra única muchacha del grupo, ambas muy alborotadas y con sus bolsos y toallas en las manos, que extendieron a ambos lados de la de Omar.
Les dedicó sonrisas a las dos, pero no sabía qué más hacer. Escrutó a la recién llegada. La cara también era un poco basta, como una sana campesina vikinga, pero el cuerpo parecía clonado del de Greta, salvo por el hecho de que la pelambrera del pubis era más oscura.
-Me, Kristy -dijo la nueva amiga.
-¿You massage we? -preguntó Greta señalando el tubo de bronceador, su espalda y la de Kristy.
Omar asintió y se dio inmediata y gozosamente a la tarea de untar la crema a ambas. Lo hizo a dos manos y simultáneamente a las dos. Le hervía hasta el pensamiento, de modo que, sin aviso, comezaron las convulsiones de su pelvis, gruñó sonoramente y cayó de bruces entre ellas, rendido. Las muchachas soltaron la carcajada al unísono. Cruzaron varias frases entre sí de las que el novillero no entendió ni una palabra y, sin duda puestas de acuerdo, se alzaron y comenzaron las dos a embadunarle al joven todo el cuerpo de bronceador. Tenía el vello de la entrepierna empegostado de semen, por lo que le daba vergüenza volverse boca arriba, pero ellas lo forzaron a girarse sin mediar su voluntad. Seguían riendo, al parecer sumamente divertidas, mientras señalaban los grumos blancos del abundante vello del vientre.
Kristy se dedicó al pecho y Greta a las piernas, extendiendo cantidades exageradas de crema por la piel del joven, la una de arriba abajo y la otra de abajo arriba, por lo que las cuatro manos se encontraron a la altura del vientre. Entre el embadurnamiento de bronceador y semen, las cuatro manos jugaron con el pene, fingiendo casualidad, como si fuera una peonza, lo que volvió a provocar la trampera, efecto que, al parecer, ellas no esperaban ya. Con notable sorpresa en sus ojos, volvieron a reír, pero ahora nerviosamente.
-Wonderful! -exclamó Kristy.
-Bath? -preguntó Greta
-¿Qué? -Omar no comprendía.
Las dos muchachas movieron los brazos, en indicación de que querían nadar. Él asintió.
Cada una lo tomó de una mano y corrieron hacia el agua a saltitos, mientras los cuatro pechos, en vez de a saltitos, penduleaban como cocos en un cocotal agitado por la brisa del Caribe.
Omar se zambulló, convencido de que lo que ellas trataban era de que se le bajara la erección, pero cuando emergió en un punto donde el agua le llegaba hasta medio pecho, las dos nórdicas acudieron prestamente hacia él y lo abrazaron con fuerza, Greta delante y Kristy por detrás. El joven giró la cabeza hacia la playa, pero nadie parecía interesarse por ellos; buscó con los ojos el punto donde el Cañita se había recostado bajo un pino, observando que no tenía la cara vuelta hacia la playa. Tenía vía libre. Tras un leve y momentáneo desfallecimiento por el agua fría, el pene volvía a animarse por el contacto de la carne de Greta y la penetró sin más. Ella dio un salto; quizá le dolía y, al parecer, no esperaba tanta vehemencia, pero en seguida alzó los brazos hacia su cuello, que abrazó, lo mismo que las piernas, con las que envolvió la cintura. Kristy bajó la mano hasta el escroto, notoriamente juguetona. Greta puso los ojos en blanco. A Omar le parecía que nunca había tenido el pene tan profundamente abrigado y que la excitación causada por ese estímulo, sumado al de la mano de Kristy, era la mayor que hubiera sentido jamás. Estar en un lugar público, expuesto a los ojos de tanta gente, y la frialdad del agua, resultó un freno muy útil, porque demoró todo lo que Greta necesitó, que fueron más de doce minutos, pero en cuanto ella se convulsionó y dio enérgicas sacudidas con la pelvis contra la pelvis de Omar, éste gozó de un modo tan intenso que se dijo que tenía que repetirlo cuanto antes. Nunca hubiera imaginado que follar en el agua, mecido por el suave bamboleo de las olas, fuera tan placentero. Besó a Greta y, sin tomarse una pausa, se volvió hacia Kristy, que imitó en todos los detalles la actuación de su amiga. Esta vez, en vez de una mano, fue una boca lo que sintió acariciándole el escroto, porque Greta se había sumergido, agachada. Sentía que iba a volverse loco de placer, cuando escuchó la voz desencajada del Cañita:
-¡Niño, serás desgraciao...! Te voy a romper la cara a guantazos. ¡Ven acá pacá!
Estaba a medio camino entre el rebalaje y el punto donde se encontraban, con el pantalón arremangado hasta medio muslo.
-¡Omar, coño!, ¿cómo tengo que decírtelo? Suelta ahora mismo a esas putas y ven pacá.
El novillero deshizo el abrazo de Kristy, apartó a Greta y, cabizbajo, se dirigió hacia su apoderado. Escuchó que una exclamaba:
-You are a gay's gigoló!
Por suerte para ellas, no comprendió lo que la frase significaba ni tenía imaginación para preguntarlo; ahora debía emplearse a fondo en la tarea de aplacar al Cañita.